Benedicto señala que sin un fundamento verdadero, el mundo queda huérfano de instancias de apelación y en manos de los poderosos.
Francisco, en su propio lenguaje, denuncia con fuerza particular que el verdadero nombre del relativismo es la cultura del descarte
Artículo de Mariano Fazio, gentileza de Revista Palabra, que lo publica en el núm. 619, de noviembre 2014.
Ya han pasado bastantes meses desde la elección de Franciscocomo sucesor de Benedicto XVI. La ruptura de estilo es bastante evidente, como lo fue, en su momento, el cambio de imagen del pontífice en la persona de san Juan XXIII, tan distinta a la de Pío XII, o la diferente personalidad de Pablo VI −más reservado e intelectual− respecto del carismático Papa Bueno. Este mismo hecho se repitió en la sucesión de san Juan Pablo II respecto al recién elevado a los altares beato Pablo VI −pasando por los treinta y tres días de la sonrisa del Papa Luciani, que amortiguaron el cambio− y, por último, en la de Benedicto XVI en relación con el santo papa polaco.
Los cambios de estilo de los Papas son algo propio del componente humano de la Iglesia. Los ejemplos de las últimas décadas que hemos citado corresponden a una de las rachas históricas más positivas para el pontificado romano. Esta diversidad es una riqueza, pues el estilo de una persona tiene mucho que ver con su propia idiosincrasia y con las tradiciones culturales que hay detrás de una personalidad. Últimamente, la Iglesia se enriqueció con la tradición eslava de Karol Wojtyla, la centroeuropea deJoseph Ratzinger y, ahora, con la latinoamericana de Jorge Mario Bergoglio.
Desde el punto de vista del carisma individual, el conocido periodista norteamericano John Allen ha arriesgado una comparación musical: Juan Pablo II es “rock and roll”, Benedicto XVI, “classical”, y Francisco, “folk”. Y, por supuesto, lejos de las sensibilidades excluyentes, sabemos que Juan Pablo II nombró obispo y cardenal a Jorge Bergoglio, que Benedicto celebra su papado y que, por su parte, Francisco adornaba una pared de su sencilla habitación porteña con un poster del papa alemán.
Realmente es digno de destacar el cariño y la admiración que Francisco ha demostrado por su predecesor. Me permito contar un recuerdo personal. En agosto de 2008 acompañé al entonces Cardenal Bergoglio en un breve desplazamiento en coche por Buenos Aires. En esa oportunidad me confió que lo que más admiraba del Papa Benedicto era su humildad y su magisterio. Recordando estas palabras después de la renuncia del papa Ratzinger, me di cuenta de la profundidad que contenían: Benedicto efectivamente pasará a la historia precisamente por su humildad y por su magisterio.
Cambio de estilo y relación personal de cariño y admiración en relación con Benedicto XVI aparecen claramente en las palabras y los gestos de Francisco. Pero, ¿qué decir del magisterio pontificio actual respecto al anterior? ¿Poseen algo en común la cultura del descarte y la dictadura del relativismo?
La dictadura del relativismo
El lunes 18 de abril de 2005, el Cardenal Joseph Ratzinger presidió la Santa Misa con la cual daba inicio al cónclave que tuvo como objetivo elegir al sucesor del fallecido Papa Juan Pablo II. En su homilía, el Decano del Colegio Cardenalicio puso de relieve cuáles eran las circunstancias culturales que debería enfrentar el futuro sucesor de San Pedro −sin saber en ese momento que él mismo era el principal destinatario de su mensaje−. En un párrafo central, afirmaba: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento! La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.
La dictadura del relativismo o, dicho en forma positiva, la necesidad y urgencia de recuperar la confianza en la posibilidad de alcanzar la verdad a través de la fe y la razón en una sociedad plural, ha sido el punto central del magisterio del anterior pontificado. Los famosos discursos de Ratisbona, Westminster Hall y Bundestag son muestras magníficas de ese interés y preocupación, al consagrar la idea de la sana laicidad como superación del laicismo y el fundamentalismo.
El relativismo es la crisis de la verdad porque se considera que el ser humano no es capaz de acceder a lo verdadero, a la ética universal, a unas ideas básicas que puedan ser compartidas por todos, independientemente de la historia o de la cultura. Esto no es, exclusivamente, un tema de lógica o filosofía del conocimiento. Es una actitud general ante el gran desafío de la verdad. Se olvida que Jesús dijo “la verdad los hará libres” y se percibe a la verdad como un techo que limita nuestras posibilidades y nuestro despliegue personal o, como sujeto colectivo, nuestro florecimiento cultural. En esta clave, la verdad es una restricción de nuestro potencial creativo. Sin embargo, para edificar algo duradero es necesaria la verdad, un punto firme sobre el que se despliegue la creatividad social e individual. Mientras más firme es esa base, más alta la construcción, más posibilidades, más libertad de proyectos, de ideas, de propuestas. La verdad, en esta línea, es el fundamento de nuestro progreso y de nuestra innovación.
A veces, se corre el riesgo de que la verdad lleve a mirar “a la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las personas” −tomando las palabras de Francisco en el cierre del sínodo sobre la familia−. Sin embargo, en el discurso no pronunciado en La Sapienza, de Roma, Benedicto reflexiona conSan Agustín sobre el hecho de que la verdad teórica −con sus abstracciones, juicios y clasificaciones− por sí sola lleva a la tristeza, y que la verdad íntegra consiste en el conocimiento de bien, por lo tanto, “la verdad nos hace buenos”, y de este manera, nos introduce en la caridad y la acogida del otro.
La cultura del descarte
Francisco, por su parte, ha desarrollado desde distintas perspectivas lo que él llama la “cultura del descarte”: una sociedad que deja de lado a los ancianos, enfermos, jóvenes, porque ha centrado su atención en el propio yo, ensalzando el dios-dinero, el dios-placer y el dios-poder. En la Evangelii Gaudiumlo afirma sin ambages: frente a la alegría que produce el encuentro con Jesús, “el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada”.
De este modo, estamos también frente a la denuncia de una dictadura, aunque este caso, no en el ámbito de las ideas sino de lo material: “La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32, 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (EG, 55). Esta dictadura “reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo”, algo que podría asimilarse al inmanente “propio yo y sus antojos” de Benedicto XVI.
Francisco denuncia el flagelo que sufre la dignidad humana, no en abstracto, sino en la carne doliente de los pobres y excluidos. De los sobrantes de un mundo europeo que rechaza a los migrantes africanos en Lampedusa; de los marginados de las grandes ciudades emergentes que se amontonan en villas miserias, favelas o chabolas; de las víctimas de la nuevas formas de esclavitud, como son la trata de personas, los niños soldados o la triste historia de aquellos son atrapados por la garras de la droga. Este grito profético resuena en los oídos del mundo y corren por los pasillos rumores de premio nobel al mismo tiempo que una riada de revistas lo ensalza en sus portadas. Sin embargo, la idolatría de lo material permanece incólume, pues sus raíces profundas la sostienen en pie.
En una entrevista concedida a Henrique Cymerman, Francisco se explayaba con claridad sobre las consecuencias sociales de estas actitudes idolátricas: “Hemos caído en un pecado de idolatría, la idolatría del dinero. La economía se mueve por el afán de tener más y, paradójicamente, se alimenta una cultura del descarte. Se descarta a los jóvenes cuando se limita la natalidad. También se descarta a los ancianos porque ya no sirven, no producen, es clase pasiva… Al descartar a los chicos y a los ancianos, se descarta el futuro de un pueblo porque los chicos van a tirar con fuerza hacia adelante y porque los ancianos nos dan la sabiduría, tienen la memoria de ese pueblo y deben pasarla a los jóvenes. [...] Pero descartamos toda una generación por mantener un sistema económico que ya no se aguanta, un sistema que para sobrevivir debe hacer la guerra, como han hecho siempre los grandes imperios. [...] Este pensamiento único nos quita la riqueza de la diversidad de pensamiento y por lo tanto la riqueza de un diálogo entre personas”.
Las personas son el alimento del sistema. La imagen recuerda a la película Matrix, en la que los seres humanos son utilizados como baterías de una gran máquina eléctrica que ha alcanzado la autoconciencia. Muchos de ellos viven en un mundo ilusorio, que se revela como una prisión confortable. Max Weber, en el principio del siglo XX, pudo caracterizar como jaula de hierro a un mercado carente de valores.
Dos caras de una misma realidad
Estas dos dictaduras denunciadas por los pontífices son, a la vez, distintos aspectos de una misma realidad. En un importante discurso pronunciado en las primeras semanas de su pontificado, frente al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Francisco estableció esta vinculación entre su preocupación por la pobreza y el magisterio sobre la verdad de Benedicto XVI. En primer lugar afirmaba:“Como sabéis, son varios los motivos por los que elegí mi nombre pensando en Francisco de Asís, una personalidad que es bien conocida más allá de los confines de Italia y de Europa, y también entre quienes no profesan la fe católica. Uno de los primeros es el amor que Francisco tenía por los pobres. ¡Cuántos pobres hay todavía en el mundo! Y ¡cuánto sufrimiento afrontan estas personas! Según el ejemplo de Francisco de Asís, la Iglesia ha tratado siempre de cuidar, proteger en todos los rincones de la Tierra a los que sufren por la indigencia, y creo que en muchos de vuestros Países podéis constatar la generosa obra de aquellos cristianos que se esfuerzan por ayudar a los enfermos, a los huérfanos, a quienes no tienen hogar y a todos los marginados, y que, de este modo, trabajan para construir una sociedad más humana y más justa”.
Luego de describir una vez más el problema de la cultura del descarte, en el siguiente párrafo, construye el puente con el pontificado precedente: “Pero hay otra pobreza. Es la pobreza espiritual de nuestros días, que afecta gravemente también a los Países considerados más ricos. Es lo que mi Predecesor, el querido y venerado Papa Benedicto XVI, llama la ‘dictadura del relativismo’, que deja a cada uno como medida de sí mismo y pone en peligro la convivencia entre los hombres. Llego así a una segunda razón de mi nombre. Francisco de Asís nos dice: Esforzaos en construir la paz. Pero no hay verdadera paz sin verdad. No puede haber verdadera paz si cada uno es la medida de sí mismo, si cada uno puede reclamar siempre y sólo su propio derecho, sin preocuparse al mismo tiempo del bien de los demás, de todos, a partir ya de la naturaleza, que acomuna a todo ser humano en esta tierra”.
No hay paz, no hay progreso humano posible, si las personas no se preocupan por el bien de los demás. Juan Pablo II lo sintetizó en la histórica frase “la paz es obra de la solidaridad”, que venía a continuar a sus predecesores Pío XII y Pablo VI, que habían anunciado “la paz es obra de la justicia” y “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, correspondientemente. El razonamiento encadenado del magisterio pontificio se fundamenta es un principio central de la dignidad humana: solo con la donación de uno mismo a los demás se puede construir un mundo en el que triunfe la fraternidad.
Por eso, la sociedad actual necesita redescubrir −para poder superar la crisis de pobreza y de valores que estamos viviendo desde hace años− su verdad más profunda: el respeto absoluto por los derechos humanos de cada persona, que es única e irrepetible. Sin esta base, unos instrumentalizarán a otros para sus propios fines, y los seres humanos serán usados en lugar de respetados, serán tratados como cosas, que se pueden tirar cuando ya no sirven.
Desde mi punto de vista, el Papa Francisco se refiere de modo permanente al relativismo mediante una propuesta superadora que se expresa en la denuncia de la consecuencia directa del relativismo: el dominio de los poderosos, la cultura del descarte y la indiferencia, la burocratización de la fe. Ante esto promueve una cultura del encuentro y del compromiso.
En la Evangelii Gaudium constata “un progresivo aumento del relativismo, que ocasiona una desorientación generalizada”. Y más adelante, explica: “Este relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran”. Vivir un “come y bebe, pásalo bien”, fruto oscuro de una autonomía ilusa que se deslinda de cualquier responsabilidad ante los demás. Frente a esto, surge conMartin Buber ese gran comienzo cainita de la ética que nos recuerda que somos los “guardianes de nuestros hermanos”, que hay unos lazos de hermandad que nos unen a los otros, que no somos individuos aislados que podemos pensar solo en el “propio yo y sus antojos”. Estamos llamados a la caridad para construir el bien común, a la cáritas in veritate −encíclica social de Benedicto XVI−, la caridad en la verdad.
En resumen, podría sostenerse que Benedicto señala que sin un fundamento verdadero, el mundo queda huérfano de instancias de apelación y en manos de los poderosos: los pobres y los débiles tienen clausuradas las puertas de la dignidad, no hay valores que refrenden sus reclamos.
Francisco, en su propio lenguaje, denuncia con fuerza particular que el verdadero nombre del relativismo es la cultura del descarte y el triunfo del poder y el dinero sobre la dignidad, sobre lo verdaderamente humano, sobre la verdad. Son pasos de un mismo proceso, dos caras de una misma realidad, que nos llama a superar con el amor y la donación, el perdón, la generosidad y la gratuidad.
Una anéctota
Para terminar, me gustaría contar una anécdota. Hace más o menos un mes, tuve la inmensa dicha de visitar al Papa en Santa Marta. Me recibió como un padre recibe a su hijo. Animado por la confianza que reinó en ese entrañable encuentro, me arriesgué a pedirle que me confirmara una idea que junto a otros intelectuales argentinos estamos elaborando y se sintetiza en que la cultura del descarte es una consecuencia de la dictadura del relativismo. Francisco, con una sonrisa y con un cierto énfasis, me respondió lo siguiente (no son, evidentemente, palabras textuales): “Es así. Si no hay verdad, prevalece en cada uno el interés personal, que produce la consecuencia nefasta de descartar a los más débiles”. Y volvió a hacer referencia a la desocupación juvenil en Europa, que tanto le preocupa.
Dicen que alguna vez el Papa emérito Benedicto afirmó que él hablaba a la cabeza y Francisco, al corazón. Unamos a los dos en una lectura de continuidad, porque es terrible una persona sin cabeza, y lo es más, una sin corazón.
Mariano Fazio, vicario del Opus Dei en Argentina, autor de El Papa Francisco. Claves de su pensamiento
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