«La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado»[1]. Como a los primeros discípulos, Cristo nos ha llamado para que le sigamos y le llevemos otras almas: venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres[2].
Valiéndose de esta comparación del Señor, San Josemaría enseña que el prestigio profesional tiene una función en los designios de Dios para quienes han sido llamados a santificar a los demás con su trabajo: es un importante medio de apostolado, anzuelo de pescador de hombres[3].
Por esto señala a quien se acerca a la formación que ofrece el Opus Dei que busquen el prestigio en su profesión: Tú también tienes una vocación profesional, que te "aguijonea". —Pues, ese "aguijón" es el anzuelo para pescar hombres. Rectifica, por tanto, la intención, y no dejes de adquirir todo el prestigio profesional posible, en servicio de Dios y de las almas. El Señor cuenta también con "esto"[4].
Prestigio y humildad
Dios ha creado todas las cosas para manifestar y comunicar su gloria [5], y al hacer que nuestro trabajo sea una participación en su poder creador, ha querido que refleje ante los demás su gloria. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos[6].
La santificación del trabajo profesional reclama que lo realicemos con perfección, por amor a Dios, y que esa perfección por amor sea luz que atraiga hacia Dios a quienes nos rodean.
No deberíamos buscar nuestra gloria, sino la gloria de Dios, como reza el salmo: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam[7]: no a nosotros, Señor, no a nosotros; sino a tu nombre da gloria. ¡Cuántas ocasiones de repetir estas palabras!"Deo omnis gloria". —Para Dios toda la gloria. (...) Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el "yo" no debe aparecer en ninguna parte[8].
En muchas ocasiones será preciso rectificar la intención. Pero no podemos ser apocados dejando de buscar el prestigio profesional por temor a la vanagloria o por miedo a no ser humildes, ya que es una cualidad exigida por la misión apostólica propia de los laicos.
El Magisterio de la Iglesia recuerda que «no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos»[9]. «Los fieles laicos han de cumplir su trabajo con competencia profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como camino de la propia santificación»[10].
Foto: Corrinne Yu (Creative Commons)
Vale la pena que meditemos estas palabras de san Josemaría: Al ser el trabajo el eje de nuestra santidad, deberemos conseguir un prestigio profesional y, cada uno en su puesto y condición social, se verá rodeado de la dignidad y el buen nombre que corresponden a sus méritos, ganados en lid honesta con sus colegas, con sus compañeros de oficio o profesión.
Nuestra humildad no consiste en mostrarnos tímidos, apocados o faltos de audacia en ese campo noble de los afanes humanos. Con espíritu sobrenatural, con deseo de servicio —con espíritu cristiano de servicio—, hemos de procurar estar entre los primeros, en el grupo de nuestros iguales.
Algunos, con mentalidad poco laical, entienden la humildad como falta de aplomo, como indecisión que impide actuar, como dejación de derechos —a veces de los derechos de la verdad y de la justicia—, con el fin de no disgustarse con nadie y resultar amables a todos. Por eso, habrá quienes no comprendan nuestra práctica de la humildad profunda —verdadera—, y aun la llamarán orgullo. Se ha deformado mucho el concepto cristiano de esta virtud, tal vez por intentar aplicar a su ejercicio, en medio de la calle, moldes de naturaleza conventual, que no pueden ir bien a los cristianos que han de vivir, por vocación, en las encrucijadas del mundo[11].
Por amor a Dios y a las almas
El prestigio profesional de un cristiano no consiste necesariamente en el éxito. Es cierto que el triunfo humano es como una luz que atrae a la gente. Pero si al acercarse al que triunfa no encuentran al cristiano, al hombre de corazón humilde y enamorado de Dios, sino al presuntuoso pagado de sí mismo, entonces sucede lo que describe el punto de Camino: Desde lejos, atraes: tienes luz. —De cerca, repeles: te falta calor. —¡Qué lástima![12].
El prestigio que sirve para llevar almas a Dios es el de las virtudes cristianas, vivificadas por la caridad: el prestigio de la persona trabajadora, competente en su tarea, justa, alegre, noble y leal, honrada, amable, sincera, servicial..., virtudes que pueden darse tanto en el éxito como en el fracaso humano. Es el prestigio de quien cultiva día a día esas cualidades por amor a Dios y a los demás.
San Josemaría ha escrito que el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor[13]. Lo mismo se ha de decir del prestigio en el trabajo: nace del amor, porque éste ha de ser el motivo que lleva a procurarlo, no la vanidad ni el egocentrismo; manifiesta el amor, porque en un cristiano con prestigio profesional ha de ser patente el espíritu de servicio; y se ordena al amor, porque el prestigio no se ha de convertir en el fin del trabajo, sino en medio para acercar almas a Dios, concreta y diariamente.
Un prestigio profesional que no da fruto apostólico es un prestigio estéril, una luz que no alumbra. El prestigio ha de ser anzuelo de pescador, y ¿acaso puede decirse de alguien que es pescador, si no pesca? No es una joya para mirarla y guardarla, como un avaro guarda y mira sus tesoros, sino para jugársela al servicio de Dios, sin miedo.
Foto de Eden, Janine e Jim (Creative Commons)
No hay que ignorar los riesgos. Los cristianos pueden atraer personas por su prestigio profesional, pero estos mismos se retraen si se les habla de Dios, y a partir de entonces dejan de apreciarles como antes. Incluso, como se sabe, hay ambientes —clubs, grupos, sociedades influyentes...— que abren sus puertas a profesionales de prestigio, ofreciendo ventajas de relaciones y apoyos mutuos, a condición de no manifestar la propia fe, aceptando implícitamente un planteamiento de la vida en el que la religión debe quedar confinada a la esfera privada. Pretenden justificar esta actitud con el respeto a la libertad, pero en realidad excluyen que exista la verdad en materia religiosa, y de este modo perecen juntas en esos ambientes la verdad y la libertad, al negar el vínculo que enseña el Señor: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres[14]. En esos clubs constitutivamente laicistas, en los que está prohibido —esta es la palabra que refleja la realidad— hablar de Dios y, en definitiva, hacer apostolado, no se ve cómo puede estar presente un cristiano, obligado a dejar su fe en la puerta como se deja un sombrero.
La conclusión no puede ser aislarse, sino emprender una labor apostólica más audaz, con la fuerza y la alegría de los hijos de Dios que han recibido este mundo por herencia, para poseerlo y configurarlo. Una labor basada en el apostolado personal de amistad y de confidencia, que llegue también a crear ambientes abiertos y libres —ajenos a ese fanatismo indiferentista, sin necesidad de etiquetas confesionales—, en los que sea posible dialogar y colaborar con todas las personas de buena voluntad que quieran construir una sociedad acorde con la dignidad trascendente de la persona humana. No es tarea fácil, pero es irrenunciable. El cristiano debe conquistar prestigio profesional y saberlo emplear para infundir espíritu cristiano a la sociedad.
En todos los trabajos
Durante los años de vida en Nazaret, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres[15]. El Evangelio nos dice también que era conocido como el artesano[16]. Sólo tenemos que unir estos dos datos para apreciar el prestigio que tenía el Señor en su trabajo.
En su tarea diaria de carpintero, sin realizar prodigios extraordinarios, sus conciudadanos le veían crecer no sólo en edad, sino también en sabiduría y en gracia. ¡Cuántos detalles encierran estas palabras! En el modo de atender a las personas, de recibir los encargos y de cumplirlos con maestría profesional, de practicar la justicia con caridad, de servir a los demás, de trabajar con orden e intensidad, de descansar y de procurar que los demás descansasen..., en su serenidad, en su paz, en su alegría, y en todo su quehacer se percibía un algo que atraía, que llevaba a buscar su trato, a confiar en Él y a seguir su ejemplo: el ejemplo de un hombre que veían tan humano y tan divino, que transmitía amor a Dios y amor a los hombres, que les hacía sentirse en el cielo y en la tierra a la vez, animándoles a ser mejores. ¡Qué distinto sería el mundo, pensarían muchos de ellos, si procurásemos ser como Jesús en nuestro trabajo! ¡Qué distinta la vida en la ciudad o en el campo!
El crecimiento de Jesús en edad, sabiduría y gracia, el progresivo manifestarse de la plenitud de vida divina que llenaba su naturaleza humana desde el momento de la Encarnación, ocurría en un trabajo tan corriente como el de carpintero. Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande ni pequeña. Todo adquiere el valor del Amor con que se realiza[17]. El prestigio profesional es, en último término, el manifestarse del amor con el que se realiza el trabajo. Es una cualidad de la persona, no de la tarea que se realiza. No consiste en dedicarse a una profesión prestigiosa a los ojos humanos, sino en llevar a cabo de modo prestigioso cualquier profesión, brillante o no.
Ante los hombres sí que hay unos trabajos más brillantes que otros, como son los que llevan consigo el ejercicio de la autoridad en la sociedad, o los que tienen más influjo en la cultura, o mayor proyección en los medios de comunicación, en el deporte, etc. Precisamente por esto —porque gozan de mejor consideración e influyen mucho en la sociedad—, es más necesario que quienes los ejercen tengan un prestigio no sólotécnico sino moral: un prestigio profesional cristiano. Es de vital importancia que los hijos de Dios realicen con prestigio esas actividades de las que depende en buena medida el tono de nuestra sociedad.
Generalmente son los intelectuales quienes las realizan, y por eso hemos de procurar que, en todas las actividades intelectuales, haya personas rectas, de auténtica conciencia cristiana, de vida coherente, que empleen las armas de la ciencia en servicio de la humanidad y de la Iglesia[18]. San Josemaría lo tiene muy presente cuando escribe, explicando la labor apostólica del Opus Dei, que nos ha elegido el mismo Jesucristo, para que en medio del mundo —en el que nos puso y del que no ha querido segregarnos— busquemos cada uno la santificación en el propio estado y —enseñando, con el testimonio de la vida y de la palabra, que la llamada a la santidad es universal— promovamos entre personas de todas las condiciones sociales, y especialmente entre los intelectuales, la perfección cristiana en la misma entraña de la vida civil[19].
J. López Díaz
opusdei.es
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[1] Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.
[2] Mc 1, 17.
[3] San Josemaría, Camino, n. 372.
[4] San Josemaría, Surco, n. 491.
[5] Cfr. Conc. Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, canon 5.
[6] Mt 5, 16.
[7] Sal 115 (113 b), 1.
[8] San Josemaría, Camino, n. 780.
[9] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 43.
[10] San Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 43.
[11] San Josemaría, Carta 6-V-1945, nn. 30-31, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, II, Rialp, Madrid 2011, p. 394.
[12] San Josemaría, Camino, n. 459.
[13] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.
[14] Jn 8, 32.
[15] San Josemaría, Lc 2, 52.
[16] Mc 6, 3.
[17] San Josemaría, Surco, n. 487.
[18] San Josemaría, Forja, n. 636.
[19] san Josemaría, Carta 14-II-1944, n. 1, en
A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, I, Rialp, Madrid 1997, pp. 304-305.
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