Reflexiones acertadas del Dr. Bernal sobre la educación cívica.
Con el nuevo curso escolar, y en contra de la opinión de los habitualmente todopoderosos sindicatos del sector, comenzará en Francia una nueva asignatura, “educación moral y cívica”, según los programas publicados en el diario oficial el pasado mes de junio. A juicio de la ministra, Najat Vallaud-Belkacem, no podía esperar a 2016 esa “gran movilización de la escuela por los valores republicanos”. En el trasfondo, los atentados islamistas de enero, especialmente el cometido contra el semanario satírico Charlie-Hebdo.
El anterior ministro del ramo, Vincent Peillon, no consiguió sacar adelante su proyecto sobre “moral laica”. Pero, en realidad, la actual reforma camina en esa línea de laicidad, para sustituir las actuales materias de educación cívica en primaria y secundaria, y educación cívica, jurídica y social en el liceo. Las disposiciones establecen la autonomía de la asignatura, con unas 300 horas al año.
Los críticos reprochan el “moralismo” de una apuesta planteada en términos de laicidad, y evocadora de una “catequesis republicana”. Las materias se articulan en la enseñanza primaria y secundaria en torno a cuatro "culturas" o "valores": la sensibilidad (comprender las propias emociones y las de los demás), el derecho y la ley (sentido de las normas de convivencia), el juicio (pluralismo de opiniones) y el compromiso (principio de toda comunidad de ciudadanos). En teoría, para evitar el riesgo de indoctrinación, se fijan para cada tema actividades y debates en las aulas, como representaciones teatrales y discusiones filosóficas, incluida la participación en la semana de la prensa y los medios de comunicación.
Leo estas noticias en tiempo de vacaciones, lejos de Madrid, aun no desligado de la información nacional. Y me viene a la cabeza con cierta insistencia –espero librarme de la obsesión escribiéndola‑ que quien necesita ética ciudadana en España son los líderes políticos, sociales y económicos.
No me explico, por ejemplo, su capacidad de afirmar lo contrario que pocos días antes, sin dar razón alguna del cambio: quizá piensan que no es mentira, sino realismo. Como si la gente no se diera cuenta.
Me admira su incapacidad para aceptar algo positivo de los demás: no sólo en declaraciones, sino –esto es lo grave‑ en las votaciones en sedes parlamentarias o municipales. El automatismo de la disciplina del voto partitocrático resulta cada vez más infantil. Y abunda la paradoja de criticar hoy lo que hacían –o censuraban‑ hace unos meses, antes del cambio electoral.
No entiendo el uso y abuso de las críticas que descalifican a las personas, sin aportar ideas o criterios de fondo. Nos inundan con estereotipos cansinos: causarían pena si no fuera porque aburren.
Soy consciente de que muchas cosas derivan de cambios culturales que ha llevado al predominio del lenguaje audiovisual, con el ocultamiento de la razón ante las sensaciones: desde el cultivo de la imagen hasta la brevedad acrítica exigida por la televisión o las redes sociales.
Sé que, para tantos, el único criterio es el número de votos. De ahí derivan –pienso‑ abusos del derecho y fraudes de ley. Ciertamente, son conceptos jurídicos técnicos, pero aplicables analógicamente a quienes, en la sociedad democrática, conceden prioridad práctica a intereses inmediatos, por encima de responsabilidades externas exigibles a todos. Nunca se criticará bastante la falacia del todo vale, en la estética y en la ética y la política.
La cultura popular española ha presentado siempre cierta deriva hacia una radicalidad que secuestra las libertades. Resurge con facilidad el recurso al grito y a la violencia verbal, con evidente falta de respeto a las opiniones ajenas, y cierto regusto en la creación de maniqueos zarandeables. Ciertamente, el problema no es sólo español, como se comprueba en lamentables sucesos xenófobos, racistas o antisionistas ocurridos en otros países de Europa. Pero aparece y reaparece aquí en tantos debates en los que –sin distinción de partidos‑, se acude a la pura represión penal, en detrimento de las apelaciones clásicas a la educación.
Desde luego, el ordenamiento jurídico ha de encauzar las insoslayables disonancias, de acuerdo con una cultura democrática, aún incipiente por estos pagos. Hace años estaba más de moda hablar de “formación permanente”. Importante sería animar a tantos creadores de opinión a reciclarse en ética social y política, más allá de la mera moral laica al modo francés.
Salvador Bernal
religionconfidencial.com
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