La familia es una buena noticia; lo sigue siendo aún en medio de tantos problemas
Con este título hemos querido publicar dentro de nuestra colección “Iglesia y familia”la entrevista realizada por la Editorial Palabraa D. José Granados, que ha publicado en esa misma casa el manual Una sola carne en un solo espíritu.
Podemos ver cómo propone un enfoque positivo del debate que no se contente sólo con arreglar los “desperfectos” de la familia y como sitúa algunas de las cuestiones fundamentales que serán objeto de debate en el aula sinodal.
Esta entrevista está incluida en el nº 618 de la Revista Palabra, publicado en octubre de 2014.
En estos momentos de crisis familiar, ¿cuál debería ser el enfoque del Sínodo?
Es cierto que en el mundo moderno se han dado muchos desgarrones, que han provocado una crisis del matrimonio y la familia. Pero la familia no es en primer término algo que genere problemas, sino sobre todo un gran recurso: de vida, de relaciones, de bien común... Y no solo un recurso, sino también, como decía Benedicto XVI, un evangelio. Cristo ha asumido la familia y ha hecho de ella el primer ámbito de difusión viva de la buena nueva. La familia es una buena noticia; lo sigue siendo aún en medio de tantos problemas.


El Sínodo tendrá éxito sólo si comienza mirando a la familia como el gran recurso que es, y se cuestiona no sólo cómo solucionar sus problemas, sino cómo hacer que el don que cada familia tiene dé su máximo fruto.
Esto no quita para que analice su crisis actual. Sobre todo, la derivada de concebir al individuo como un ser autónomo, y la familia como un proyecto privado.
¿Cómo ve el papel de la familia en la nueva evangelización?
La nueva evangelización se entiende referida a las zonas que fueron cristianas y que han sufrido una gran secularización. En ellas la crisis de fe se ha asociado a la crisis de la familia. No es sólo que tras perderse la fe se haya perdido también el sentido de familia, sino que la crisis de la familia ha tenido su influjo en la pérdida de la fe: cuando se ha dejado de experimentar la presencia del padre, se ha desdibujado la presencia de Dios en la vida del hombre; cuando se ha perdido la fe en la promesa esponsal, se ha empezado a dudar que Dios pueda garantizar, como esposo fiel, la unidad de su vida; cuando se ha dejado de desear ser padre, se ha perdido la visión de que el futuro está en las manos de la providencia...
Por eso, la nueva evangelización pasa por recuperar las experiencias de familia en toda su hondura. En ellas se contiene el lenguaje primario sobre Dios. En ellas se experimenta por vez primera su presencia. Sin ellas es imposible anunciar al Dios cristiano, un Dios Padre que nos ha dado a su Hijo para que, Esposo de la Iglesia, nos hiciera a todos hermanos.
En el ámbito de la pastoral familiar, ¿no cree que seguimos moviéndonos en el terreno de una moral de mínimos y no en el de un matrimonio entendido como plenitud de vida cristiana?
La moral de mínimos nace cuando la mirada del pastor considera solo los problemas de la familia y se centra en arreglar los desperfectos. Otra visión muy distinta consiste en poner en el centro de la pastoral familiar el don que Dios concede con el matrimonio. Se trata de cultivar este don de modo que dé fruto abundante. Fijarnos en la grandeza del don y en los frutos que puede dar nos hace descubrir la plenitud de vida que se vive en la familia. ¿En qué consiste este don? Lo propio de la gracia del matrimonio es que afecta a una experiencia humana concreta, la del amor conyugal. Se trata, pues, de una gracia que atraviesa la carne, los afectos; una gracia que tiene carácter relacional: no tuya, ni mía, sino nuestra. Propio de esta gracia es amar al otro cónyuge con el amor mismo de Dios (san Juan Pablo II hablaba a este respecto de la “caridad conyugal” derramada por el Espíritu en los corazones de los cónyuges). La gracia del matrimonio quiere decir que la santidad de cada esposo pasa siempre por la santidad del otro, la ha de tener en cuenta, aunque para ello tome muchas veces la forma del perdón y de espera paciente. Además, es una gracia que permite transmitir a los hijos la vida divina y ayuda a los padres en su papel educador. Y así se entiende que el don no es sólo para los dos esposos, sino que genera Iglesia.
¿Cómo ve el debate actual sobre la praxis tradicional de la Iglesia de no admitir a la comunión sacramental a los divorciados vueltos a casar?
Es necesario mostrar que esta práctica tradicional –que se remonta a las palabras de Jesús– no es una imposición. La indisolubilidad es, en boca de Jesús, un evangelio, una buena noticia para el amor: su capacidad de durar para siempre. Por eso la misericordia de la Iglesia no puede quedarse sólo en ahorrar un sufrimiento a estas personas; lo que quiere es que vuelvan a caminar. Y la situación en que se encuentran, un estado de vida contrario a las palabras de Jesús, les incapacita para ello, les daña para vivir una vida plena. Nadie puede construir una historia de plenitud, a la medida de Jesús, cancelando la memoria de la promesa matrimonial con la que se entregó plenamente, en el Señor, a su cónyuge.
No se trata aquí de juzgar, pues solo Dios conoce el corazón. Pero sí de constatar una herida, ligada a una decisión libre, y de ayudar a estos fieles a ponerse en camino hacia una vida según la promesa. En todo caso, la Iglesia no puede decir a estas personas: estáis bien donde estáis, este aspecto de vuestra vida no tiene que cambiar. Eso sería tapar la herida en vez de sanarla, reducir la grandeza de la llamada cristiana. Hace falta acompañar a las familias, delinear las etapas de un camino penitencial que desemboque en el reconocimiento de que esta nueva unión no es conyugal; entonces, cuando acepten no vivir conyugalmente, pueden acercarse al sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía. Y es que tanto el matrimonio como la Eucaristía están en relación con la entrega de amor de Jesús a la Iglesia. No son solo símbolos o analogías de esta entrega, sino sacramentos: signos eficaces, reales, que hacen presente la realidad que significan. Si alguien que vive en modo contrario al sacramento del matrimonio es admitido al sacramento de la Eucaristía, tendríamos una contradicción en los signos sacramentales. Y como éstos contienen la fe de la Iglesia, que se expresa y vive en la liturgia, se daría una contradicción en la misma fe y en el testimonio que la Iglesia hace del amor “para siempre” de Cristo.
Sí, pero a causa de su ruptura matrimonial algunos esposos se encuentran de pronto con un tipo de vida que no eligieron y con exigencias propias del celibato.
Cuando uno elige el matrimonio elige todo un futuro, fiado en el plan de Dios. Ningún esposo ha elegido cada momento que vivirá. El camino está lleno de sorpresas que los cónyuges aceptan al aceptar vivirlas juntos a la luz del proyecto de Dios. Quien se casa en el Señor elige amar incondicionalmente al cónyuge, y tiene la gracia para esto.
Esto quiere decir que tiene la gracia también para vivir en continencia cuando así lo pide la verdad del amor que han elegido. ¿No sucedería algo parecido si uno de los cónyuges contrajera una enfermedad grave? Es importante abandonar la visión de una sexualidad que se impone, que domina al hombre quitándole su libertad. La visión cristiana es mucho más rica: la sexualidad es expresión de un amor, se vive según el lenguaje del don, y puede siempre adaptarse para vivir a la altura del don. Ciertamente, la situación no es fácil, necesitan apoyo de la Iglesia, un camino y un proceso de maduración, bajo la acción de la gracia.
Todo esto sin olvidar que no son cristianos de segunda; precisamente por eso no se les aplica una medida distinta: no se quiere para ellos una tolerancia que les rebaje; se les sigue pidiendo lo mismo que a todos los cristianos. Y, eso sí, se les acompaña con misericordia y paciencia en su caminar.
¿Por qué tantos matrimonios y familias rotas?
De fondo hay una visión emotiva del amor, que lo reduce a sentimiento. Los afectos son esenciales en el amor, pero no deben olvidar nunca su carácter de signo: apuntan más allá de sí, hacia la comunión con la persona amada en donde se revela un proyecto más alto y en donde alcanzan su plenitud.
Cuando el amor se reduce a sentimiento, se hace imposible fundar sobre él un proyecto de vida que abarque todo el futuro. De aquí ha venido la crisis de la promesa. Recordemos: al casarse los esposos no dicen “te quiero”, sino “sí, quiero”. Dicen sí a un proyecto y a una llamada común, a un don que han recibido juntos y que quieren hacer fructificar. Solo porque este proyecto es más grande que ellos pueden confiarse a él y decir: hasta que la muerte nos separe.
Otro elemento importante del fracaso matrimonial es la concepción del matrimonio como asunto privado. Si el amor se reduce a un sentimiento, ¿qué hay más privado que mis propios sentimientos? Con esta concepción, el matrimonio queda aislado: le falta el apoyo de la familia de los esposos y de la sociedad entera. No es bueno que la familia esté sola, porque entonces se vuelve muy frágil, pierde su fuerza para crear relaciones, que es su don más precioso.
¿Qué opina sobre el recelo que existe hoy a afrontar un compromiso para toda la vida?
Es un tema importante, el tema de la promesa, que está en el centro de la teología del matrimonio. San Agustín, por ejemplo, uno de los primeros teólogos del matrimonio, piensa en la indisolubilidad al hablar del sacramento. Sacramento quiere decir que es “para siempre”, con el “para siempre” propio de ese Dios que en Cristo se ha entregado a su Iglesia.
Hoy vivimos la crisis de la promesa. Se piensa que la promesa, el compromiso acaba con la libertad, quita autonomía y nos ata. O, más aún, que la promesa es imposible, porque no poseemos nuestro futuro en la mano. El matrimonio propone, sin embargo, que es posible prometer, porque en el amor humano se manifiesta un misterio, el misterio de aquel que tiene en su mano los tiempos. Sólo desde el “sí para siempre” puede entenderse ese otro misterio, la generación de una vida humana: el hijo será para siempre hijo de los padres que lo han generado. Procrear un hijo es un acto de fe en el futuro, en la bondad de la vida, que solo puede realizarse si el amor mismo contiene él mismo una promesa de eternidad.
Ciertamente, para realizar una catequesis sobre la promesa se necesita acompañar a los jóvenes, enseñarles a querer para siempre. En el Instituto Juan Pablo II trabajamos ahora en esta línea: recuperar las etapas del noviazgo, que en muchas culturas tienen una expresión ritual, familiar, social, y que ayudan a los jóvenes a experimentar, poco a poco, que su amor puede madurar, siendo sostenido, hasta poder querer “para siempre”.
¿En qué argumentos debiera incidir más la pastoral familiar para ayudar a los esposos a que procuren la fecundidad de su matrimonio?
En la procreación se expresa un elemento clave del amor: su sobreabundancia, su contacto con un misterio que supera a los dos esposos. La generación aumenta los horizontes del tiempo, hace que los padres empiecen a preocuparse de un futuro más grande. Además, la generación tiene mucho que ver con la fe: es un acto de fe en Dios como Señor del futuro, como aquel que promete y mantiene sus promesas. Ciertamente todo esto ha de hacerse con responsabilidad, aunque sin reducir la responsabilidad a planificación.
La responsabilidad es ante todo generosa porque es respuesta al don que Dios hace al amor humano. Procrear es imposible si alguien quiere tenerlo todo bajo control; generar de este modo sería irresponsable, porque tal control sobre el futuro del hijo es imposible. La generación responsable tiene necesariamente que incluir la fe en el Dios que garantiza el futuro. Por otro lado, el mejor argumento para animar a los esposos a la fecundidad es el testimonio alegre de las familias, de los padres que reciben a los hijos como una buena nueva.
Usted afirma en su reciente libro que el matrimonio ayuda a comprender la Iglesia. ¿Cómo?
Un capítulo de esa obra va dedicado, en efecto, a la relación que existe entre la Iglesia y el matrimonio. El matrimonio no es sólo un sacramento que afecte a los cónyuges, sino que les sitúa a su vez en un modo nuevo dentro del cuerpo de la Iglesia. Al unirse los cónyuges, el vínculo que nace es un vínculo edificador de Iglesia. La célula mínima de la Iglesia no es el individuo, sino una comunión de personas, que se vive en el matrimonio o en la virginidad como amor esponsal a Cristo mismo. Sólo porque la comunión es la célula básica de la Iglesia, la Iglesia misma puede ser comunión. Creo que hay aquí una clave de lectura para la eclesiología. En realidad las grandes imágenes de la Iglesia: cuerpo, pueblo, comunión, necesitan todas ellas del matrimonio y la familia.
Todo esto significa que este próximo Sínodo sobre la familia va a ser también un Sínodo sobre la misma Iglesia, ya que en la familia se muestra el misterio de la Iglesia. Por eso la Iglesia no tiene como tarea en este Sínodo “arreglar” la familia: debe en primer lugar recibirla, como se recibe a sí misma, como don de Dios; y hacer que fructifique al máximo, sabiendo siempre que es Dios quien da el incremento, quien toca y transforma el corazón.
José Granados es Vicepresidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia.
Fuente: jp2madrid.org.