Escribe Andrea Rodríguez:
En las salas de espera, consultas y habitaciones se ven intermitentemente madres acompañando a sus hijos, maridos acompañando a sus esposas, hijos acompañando a sus padres…
Para alguien que ha estudiado Humanidades, el día a día de cualquier centro sanitario es una realidad lejana, aunque su tema de investigación esté relacionado. Actualmente soy estudiante de doctorado en la UIC, y el propósito de mi investigación gira en torno a la dignidad y autonomía al final de la vida.
El pasado mes de junio, asistí al 8º Congreso Mundial de Investigación de Cuidados Paliativos de Lleida, y en ese contexto y hablando distendidamente con el Dr. Josep Porta, éste me invitó a “bajar del paraíso” para conocer de primera mano la realidad asistencial.
Después de una semana de estancia y conversaciones con diferentes personas del servicio, pude constatar en repetidas ocasiones su enorme curiosidad por mi perspectiva acerca de lo que ellos hacían diariamente. “A veces creo que tenemos el riesgo de perder la perspectiva”, me comentaba alguien del servicio. Y después de hablarlo y pensarlo, nos pareció que compartir mi experiencia con el equipo del ICO, pero también para otros equipos, podría tener su valor. Más que un relato académico, muestro emociones lanzadas a modo de impresiones, que de alguna manera reflejan cómo las viví.


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Hay una magia en paliativos que consiste en que la gente que ahí trabaja consigue hacerse a la medida de cada uno. No hay un tiempo único. Existe el tiempo de cada paciente. La urgencia de quienes le atienden no es la del activismo sino la de quien sabe que el tiempo es vida y que son más importantes los minutos que los meses que quizá ya no vivirá. Esta idea la entendí con una médico que preguntó a una compañera si ya le había cambiado la medicación a una paciente que estaba muriéndose y se enteró de que el cambio no se había hecho todavía.  Su comentario fue que “el luego para esta mujer es demasiado tarde”.
Varias veces he escuchado cómo un médico decía a sus pacientes “aquí no hacemos milagros para curar, pero sí hacemos otro tipo de milagros”. Sin duda, creo haber presenciado muchos milagros: adivinar constantemente qué es lo que puede necesitar cada persona, intuir qué es lo que realmente le preocupa a un familiar, contar algo gracioso de forma que quien había entrado a la consulta diciendo “doctor, ya no aguanto más, no quiero vivir así” se despida diciendo “gracias porque hoy me ha hecho reír y salgo mejor”.
Estos días, una de las palabras que más he escuchado ha sido gracias. Gracias a las enfermeras, a los médicos, a las trabajadoras sociales, no por hacer su trabajo, sino por haberse desvivido por cada uno, por haberles tratado como si cada consulta fuera lo único que tuvieran que hacer y haberles dado esperanza. Incluso los profesionales daban gracias a sus pacientes por sus continuas lecciones de vida, de superación, de confianza. Es fácil infundir optimismo a la gente desde un falso realismo diciendo “no pasa nada”, “todo se arreglará” o frases similares, igualmente absurdas para quien sabe que tiene un diagnóstico incurable. Sin embargo, hay una fuerza más poderosa y animante que consiste en hacer ver, quizá sin palabras ese yo estoy aquí y no te dejaré.
María Zambrano[1] hablaba de cómo con frecuencia el amor se veía cómo “una enfermedad secreta de la que habría que librarse”. Quizá muchas personas lo ven así. No obstante, estos días he observado cómo el amor es el bálsamo de la enfermedad −aunque nos haga extremadamente vulnerables. En mi primera entrevista con un familiar conocí a un señor de 71 años, que lloraba desconsolado porque no quería ver sufrir a su mujer. Llevan casi 50 años juntos y la trabajadora social le decía: “usted está sufriendo mucho porque ama mucho y con la misma intensidad con que ama a su mujer está sufriendo por ella”. En el reverso del dolor no hay un vacío sin sentido, hay muchas respuestas que van de la mano del amor.
En el año 2002 Chochinov[2] publicó un estudio donde exploraba qué entienden pordignidad personas ingresadas en la unidad de paliativos de su hospital. Desde entonces, se han llevado a cabo numerosas investigaciones para profundizar en cómo es vivida la propia dignidad y qué estrategias pueden desarrollarse para evitar, en estos pacientes, una pérdida de su percepción. Partiendo de estos hallazgos, dignidad en el contexto de final de vida podría entenderse como una cualidad intrínseca, próxima a la idea de identidad personal que tiene que ver con cómo la persona se percibe a sí misma y es percibida por los demás a raíz de su enfermedad. En este marco, se hace evidente cómo las cosas más pequeñas pueden afectar a esta percepción de dignidad y menoscabar o potenciar la autoestima de una persona especialmente frágil: el tono de voz, el respeto por la privacidad, la escucha atenta, la delicadeza en una exploración física, al realizar la higiene, etc.
En este sentido, es interesante la reflexión de uno de los grandes filósofos contemporáneos sobre el amor y la responsabilidad: “la relación con los demás nos liga a su destino […]; la responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe y que, humanamente, no puedo rechazar. Esta carga constituye una suprema dignidad del único. Yo no soy intercambiable, soy yo en la sola medida en que soy responsable. Responder por el otro, corresponder, responsabilizarse”[3]. Durante esa semana vi cómo esta responsabilidad se refleja en las paredes azules de la unidad de los cuidados paliativos, en sus cuadros de colores, en manos que acarician, sonrisas que consuelan y alivian el dolor. He visto la traducción de esa “suprema dignidad del único” que se hace cargo de la vulnerabilidad humana y no tiene miedo de hacerse responsable, por cada uno, hasta el final. Sin duda, parece algo extraordinario poderse “unir al destino de las personas y hacerse responsable”, pero mejor que nunca he entendido cómo no hay cosas pequeñas al final de la vida porque todas ellas pueden ayudar a un paciente a sentirse querido y valorado, unido a ese destino común.

El dolor compartido

En el marco de unas conferencias sobre ética emitidas en la radio bávara en el año 1981, el filósofo alemán Robert Spaemann señalaba el triunfo de la realidad sobre la ficción en nuestras elecciones existenciales. Para ello, planteó el experimento mental de imaginar a un hombre que, conectado a una máquina, conseguiría vivir de forma inconsciente en un estado de máxima euforia hasta el final de su vida, apartando toda posibilidad de dolor y sufrimiento. Ante la posibilidad de perder la conexión con la realidad, Spaemann afirmó que nadie estaría dispuesto a intercambiarse con ese hombre.
¿Qué se sigue de nuestra negativa a aceptar su oferta? Se sigue que lo que de verdad y en el fondo queremos, no es en absoluto el placer, ya que el hombre que está sobre la mesa disfruta de la más alta sensación de placer; y sin embargo, no queremos cambiarnos por él. Preferimos continuar con nuestra mediocre vida. ¿Por qué no queremos cambiarnos? Porque ese hombre se encuentra al margen de la vida verdadera, de la realidad. Ciertamente que no siente nada, y que su sueño está seguramente poblado de gentes amables; pero preferimos gentes mediocres y, por lo mismo reales[4].
En las salas de espera, consultas y habitaciones se ven intermitentemente madres acompañando a sus hijos, maridos acompañando a sus esposas, hijos acompañando a sus padres… Las enfermedades no tienen en cuenta la biografía personal de cada uno. Por eso, aterrizar en este entorno clínico, ver el dolor encarnado, el miedo al sufrimiento, el cuestionarse el sentido de toda una vida, la angustia de perder un ser querido, vividos cara a cara se presenta como un despertar forzoso por una realidad aplastante. A pesar de ello, me pregunto si alguno de ellos estaría dispuesto a pagar el precio de la insensibilidad, del no tener un amor por quien sufrir o preocuparse.
Cuando al terminar esta estancia he comentado con gente fuera del entorno clínico que había estado en una unidad de cuidados paliativos, la respuesta automática ha sido de un cierto temor o rechazo ante las situaciones que suelen vivirse. Por contraste, todos los profesionales con los que he hablado han expresado su pasión por su trabajo y cómo habían aprendido a vivir gracias a él y a las personas con las que coincidían.
El escritor Stefan Zweig me ha ayudado a comprender esta paradoja: cómo alguien que se enfrenta día a día con la muerte, el sufrimiento y la fragilidad es capaz de tener tantas ganas de vivir. Zweig[5] en su relato ‘Momento heroico: Dostoievski, San Petersburgo, plaza Semenovsk’ describe cómo este literato ruso fue liberado en el último momento de ser decapitado y cómo, con más fuerza que nunca, experimentó la belleza de la vida. Gracias a él he entendido mejor uno de los porqués de esa magia de los cuidados paliativos. Trasladando las palabras de quien fue salvado en su agonía, podría decirse que en la muerte se experimenta la vida.
Volviendo a mi reto original, después de todo, no he podido parar de pensar en mi “descenso del paraíso” y en cómo después de estos días pienso que he estado mucho más cerca de él.
Andrea Rodríguez Prat es profesora doctoranda de la Facultad de Humanidades de la UIC. Colabora con la Cátedra WeCare.


[1] Zambrano M. El hombre y lo divino. México D.F: Fondo de Cultura Económica; 1955.
[2]Chochinov HM, Hack T, McClement S, Kristjanson L, Harlos M. Dignity in the terminally ill: A developing empirical model. Soc Sci Med. 2002; 54(3):433–43.
[3] Lévinas E. Ética e Infinito. Madrid: Visor; 1991.
[4] Spaemann R. Ética: cuestines fundamentales. Pamplona: EUNSA; 1987.
[5] Momento heroico: Dostoievski, San Petersburgo, plaza Semenovsk: Zweig S.. En: Stefan Zweig. Momentos estelares de la humanidad. Barcelona: Acantilado; 2002. p. 306.