El Prelado del Opus Dei reflexiona en el podcast de este mes sobre dos obras de misericordia materiales, que abordan diferentes tipos de pobreza
Reflexionemos en este mes sobre dos obras de misericordia materiales, que abordan diferentes tipos de pobreza: la de quien no tiene vestido y la de quien carece de libertad.
Vestir al desnudo no es sólo resguardar al cuerpo de la intemperie; equivale también a ayudar a una persona a mantener su dignidad. El vestido hace posible, a cada hombre y a cada mujer, presentarse convenientemente ante los demás y es, frecuentemente, reflejo de cristiana elegancia interior.
Al meditar la Pasión del Señor, salta a la vista que Cristo padece las injusticias de los hombres. Nadie, salvo su Madre y pocas personas más, le dirige un gesto de misericordia en las horas de la crucifixión. Le arrancaron incluso sus vestidos, que fueron sorteados entre los soldados. Cuando Jesús nos invitó a vestir al desnudo, sabía que ni siquiera ese gesto de misericordia le sería concedido a Él. La desnudez de Cristo en la Cruz es imagen de la ausencia de misericordia por parte de nosotros los hombres; de nuestra falta de amor, de la frialdad causada por nuestras ofensas, del egoísmo.
Lo que nuestros antepasados no hicieron en el Gólgota, podemos en cierta manera enmendarlo ahora con nuestros hermanos los hombres. No son pocos, también en las sociedades opulentas, los que no disponen de medios materiales ni para proporcionarse ropa digna. Este Jubileo nos ofrece otra ocasión para “abrir los ojos a las miserias del mundo”, y descubrir también en nuestro entorno a estas personas. Existen, o se pueden promover, instituciones de caridad con las que es posible contribuir de diferentes maneras −con nuestro tiempo o nuestro dinero−, para facilitar ropa digna a quien lo necesita. No ahorremos esfuerzos cuando se trata de servir a los demás, pues es el mismo Señor quien nos invita a ceder el manto a quien desea suplicarnos la túnica.
Al mismo tiempo, en una sociedad que ha hecho de la moda un peso que en ocasiones esclaviza, esta puede ser una ocasión para destinar algún dinero a obras de caridad, ahorrándolo de compras de ropa originadas por el capricho y cuidando mejor los propios vestidos. También cabe esforzarnos por dar ejemplo con una apariencia externa sencilla y digna.
Ejerceremos también esta obra de misericordia si ayudamos −con caridad, respeto y paciencia− a quienes, por pobreza de ideales o de formación, dañan su propia dignidad en el modo de vestir. Sugerir que no se sigan ciertas modas de malo o de dudoso gusto, es una tarea educativa de especial importancia de los padres y madres hacia sus hijos e hijas, y de cualquier persona hacia sus amigos o amigas. Cada uno de nosotros es hijo o hija de Dios, y también el modo de vestir forma parte del descubrimiento de la propia dignidad. Hagámosles ver que los vestidos, los trajes, cubren un cuerpo informado por el alma espiritual y destinado a la resurrección gloriosa.
Otra obra de misericordia se nos ofrece en acudir a visitar a los encarcelados. De nuevo volvemos a mirar a Cristo: el Señor de la Tierra estuvo cautivo la noche previa a su crucifixión. ¡Qué horas tan amargas para Jesús! Le privaron de la libertad encerrándolo, mientras aguardaba un juicio y una condena absolutamente injustos. Paradójicamente, en un acto de completa libertad, aquel Prisionero −despreciado por todos−, nos estaba liberando del pecado y no desdeñaba ese servicio porque es el Hijo de Dios.
Quien está privado de la libertad necesita ser confortado en la esperanza. Por eso, en numerosas ocasiones, los Papas, también el Papa Francisco, han ido a visitar a los presos, y les han transmitido palabras de aliento, invitándoles a aprovechar ese periodo de sus vidas para abrirse a Dios. “Cuando Jesús entra en la vida −dijo en una cárcel de Bolivia−, uno no queda detenido en su pasado sino que comienza a mirar el presente de otra manera, con otra esperanza. Uno comienza a mirar con otros ojos a su propia persona, a su propia realidad. No queda anclado en lo que sucedió, sino que es capaz de llorar y encontrar ahí la fuerza para volver a empezar”.
Visitar a los presos, o ayudarles en su reinserción social, es servir a quienes han sido apartados de la sociedad. ¡Qué labor más hermosa pueden desempeñar los que trabajan o colaboran en esa tarea! Especialmente, atendiendo a quienes se hallan presos por motivos religiosos, tan abundantes, por desgracia, hoy en día.
Pensemos también en quienes están encerrados no en cárceles de cemento, sino entre rejas de otro tipo: las que originan el alcohol, la pornografía, las drogas, u otros vicios que aherrojan el alma y la hunden en un abismo.
Llevemos a estas personas nuestra confianza, nuestra comprensión, nuestros consejos y, por encima de todo, nuestra oración. Recordémosles que Dios no deja caer de su mano a nadie, que no abandona a ninguno de sus hijos. A todos ofrece nuevas oportunidades, siempre, hasta el último instante de nuestros días.
San Josemaría acudió en ocasiones a la cárcel modelo de Madrid durante los años 30 del siglo pasado. Allí había algunos jóvenes a los que atendía espiritualmente, encarcelados por motivos políticos. Vestido con sotana, en tiempos donde se agredía a los sacerdotes, les ayudaba a rezar y les animaba a aprovechar el tiempo, estudiando idiomas o repasando el catecismo. Incluso les invitó a que jugaran a fútbol con presos de ideas opuestas −anticristianas−, para que, de esa amistad que se generaba con el deporte, pudiera surgir el respeto mutuo.
San Josemaría sabía que las cárceles, físicas o morales, pueden ser también lugares de encuentro con Cristo, lugares de conversión profunda. Si los cristianos llevamos a esos lugares el bálsamo de la misericordia de Dios, muchos podrán experimentar la verdadera liberación: la conciencia de saberse hijos de Dios y, por tanto, amados sin condiciones.
Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
Fuente: opusdei.es.
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