Necesitamos una escuela de aprendizaje para intentar amar la libertad a base de ser menos impositivos con el entero pueblo
Durante el debate de investidura se ha perorado de todo, se ha oído de todo, pero se habló poco de libertad, algo que está en la esencia misma de la democracia por la sencilla razón de que situarse en el hondón del ser humano.
La persona −dice algo más que ciudadano− no puede ser instrumentalizada por las estructuras sociales, económicas o políticas, de tal modo que se le impida dirigir su vida al fin que se proponga, ni siquiera en nombre del presunto progreso de la sociedad civil. Por lo mismo, las autoridades han de velar para que nunca se lesione la dignidad personal y se garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos.
Por eso se emplea tan poco el término persona, del mismo modo que se obvia el de naturaleza −aunque nos haga iguales a todos− porque ese origen común acaba remitiendo a un Creador.
Pero algunos se sitúan en los antípodas de estos conceptos con un ejercicio del autoritarismo estatista, que desea el control de todo. No lejos de nosotros se han considerado, por ejemplo, partidarios del principio de subsidiaridad porque no impedirán que los individuos o sociedades menores puedan hacer lo que el Estado no realice. Tal vez Marx no lo hubiera mejorado.
Otros, cuando han sido claros, han pregonado la necesidad de un control de los medios de comunicación en aras de la consecución de sus fines. Tampoco Maduro lo habría retocado. Estos ejemplos podrían multiplicarse en cascada. Porque va resultando que somos demócratas consintiendo ser poco seguidores de la libertad, poco partidarios de que el gobierno democrático se hace con mayorías y con respeto a las minorías, porque ha de administrar para todos.
Debemos a Fernando de los Ríos el conocimiento de la famosa respuesta dada por Lenin: “Libertad, ¿para qué?” La parafraseó un periodista español ligado a los medios del Movimiento, para atacar a San Josemaría Escrivá: “Libertad, ¿para qué, monseñor?” Una vez más, los extremos se tocan. Sucede en el interior de nuestra sociedad: cuando se defiende a capa y espada el asamblearismo hasta que se tiene la sartén por el mango y se manda sin control alguno del propio partido. ¿Qué se puede esperar de tal actitud? O cuando se clama por un gobierno de progreso porque suena a cambio que, como la yenka, no se sabe si estamos en el paso adelante o en el de atrás. Pero seguimos sin entender el libre albedrío de los ciudadanos. Hemos asistido a una prueba de voluntarismo, en el mejor de los de los casos, sin que apenas nadie aportase nada. Una vez más, juegos florales o discursos parasitarios, con poco interés para el votante.
El mundo moderno ha identificado el ejercicio de la libertad con la realización de la persona pero, por lo que parece, no importa mucho esa realización personal. Lo primordial es hacerse con el poder a cualquier precio, incluido el de pactar con la “casta” haciéndose casta uno mismo. Pero a lo que vamos: se está tratando de debilitar la libertad, para debilitar al hombre mismo. Necesitamos una escuela de aprendizaje para intentar amar la libertad a base de ser menos impositivos con el entero pueblo. A la libertad la llamó Hegel el principio más sublime de nuestro tiempo. ¿Es así realmente?
El derecho a la libertad incluye primariamente la llamada libertad constitutiva que nos hace seres con una intimidad libre. De ella brotan los derechos a la libertad de opinión y expresión; el derecho a la libertad religiosa que implica no sólo la intimidad de creer, sino también de practicar esa fe en todos los ámbitos de la vida; el derecho a vivir según las propias normas y convicciones (piénsese en el tema educativo). Esta libertad constitutiva es apertura a lo real. Pero el hombre no es sólo libertad: la libertad constitutiva convive con todo lo que el hombre es.
Por lo que se viene apuntando, el político ha de ser magnánimo para no encerrarse en dogmas inexistentes, salvo el del respeto a la persona con todo lo que conlleva. Y no se le respeta con imposiciones propias de una dictadura, aunque se haya logrado una mayoría para el gobierno. En un buen artículo, he leído: el hombre tiene dignidad, pero no tiene precio. La dignidad humana es el fundamento y la fuente de todos los derechos humanos y es la expresión de la transcendencia mutua entre la persona y la sociedad. La persona es fin en sí, nunca un medio. Algunos hablan de varios sentidos y dimensiones de la libertad: ser libres frente a cualquier tipo de coacción: libertad religiosa, derecho a la vida, inviolabilidad de la persona, derecho a la educación que deseen, propiedad, asilo político, etc.
Otro sentido es el de la libertad psicológica o libre albedrío y la libertad como tarea ética: es el señorío del que hablaban los clásicos, que supone el autodominio que el hombre adquiere mediante actos libres que conducen a la adquisición de las virtudes morales. Estas y otras ideas semejantes darán lugar a una diversidad y pluralismo normales, complementarios y respetuosos.
Pablo Cabellos Llorente
Fuente: Las Provincias.
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