Escribe Pablo Cabellos: 
El motor de lo que expreso aquí es un mensaje de un amigo, que no quiere conformarse con la inacción, para que no suceda aquello de que algunos viven del silencio de los buenos
La situación sociopolítica, moral, económica y religiosa en nuestro país no deja un día tranquilo. Con el mayor respeto a las personas y con muchas dudas en torno a las ideas, he puesto el título de cabecera. La existencia que estamos viviendo tiene a menudo un aire de sainete. En algunos asuntos ocasionado por la mirada puesta en la galería: para que algo sea más popular, se acude al dislate que cuesta más o menos dinero. A veces hasta es gratis. En ocasiones, el despropósito es notable. Basta pensar en los de las alcaldesas de las dos ciudades más pobladas de España.
Pero del sainete a la tragedia solamente hay un paso cuando el teatrito toca fibras sensibles en los ideales, el bolsillo, la libertad, la fe. Es cierto que el resultado de las últimas elecciones ha sido como ha sido. Y nadie puede reprochar a otro la forma de dirigir su voto. Me atrevería a añadir que a condición de que medite en las consecuencias del mismo. Hablamos de algunas de ellas. ¿Nos estaremos habituando a tener menos libertad en aras de un progresismo que no se sabe en qué consiste? Por ejemplo: se intenta limitar gravemente la capacidad constitucional de los padres en la elección del centro educativo para sus hijos. Razón clara no hay ninguna. Sí hay un dogma masacrante de la libertad: lo público es mejor porque sí, aunque la experiencia dicte lo contrario.

En otro orden de cosas, se postula un sistema cercano a los populismos retro-marxistas, que son tildados de progres, aunque destilen polvo de siglos. O se dice lo que hay que destruir sin hablar de la construcción consecuente. Se descubren nidos de corrupción aquí y allá sin descanso. Un inciso: ¿qué misterio habrá en el casi total silencio sobre los ERE de Andalucía, mientras otro partido −el que calla− es vapuleado por las propias miserias? A todo esto, el país está medio parado y Europa espera el desenlace final. Las calificaciones de las agencias acerca de la confianza menguan y la inversión se ralentiza. Luego pagarán los de siempre. ¿Qué pagarán? Doble impuesto para un colegio no estatal −que no usan− y el que han elegido; sufragarán las comidas y viajes de políticos y asesores más o menos camuflados, darán trabajo a montañas de asesores…
Esto es una partecita de la tragedia, porque lo peor llega cuando una ideología no compartida por muchos −aunque sea respetable− se hace de obligado cumplimiento. No sólo en el citado ejemplo de la educación, sino en trueque de costumbres de siempre por otras que innovan hacia lo que no es nuestro, desde la cabalgata de Reyes a los carnavales, pasando por fiestas populares, etc. Pero la gran obsesión, como ha escrito Pablo Salazar, es la religión: unos cuantos han hecho suya la frase de Catón el Viejo: “Cartago delenda est”. Religio delenda est (la religión ha de ser destruida), han traducido. No se pierde ocasión alguna: que el cardenal de Valencia afirma que no es oro todo lo que reluce entre los refugiados, pues que dimita. Cuando se ve el oropel, nadie rectifica. Ya atizó la yesca y basta.
Que la inefable alcaldesa de Barcelona organiza unas justas poéticas, pues sean contra Dios y contra nuestra Madre. He leído una carta al director de un periódico en la que el autor pregunta a Colau cuándo puede acudir a insultar en público a la madre de esta alcaldesa. Que una chiquita con cargo en Madrid participó indecorosamente en el asalto a una capilla universitaria, pues es libertad de expresión. Que ETA es un movimiento político, pues sea. Que no se pone un símbolo religioso en el Ayuntamiento durante la Navidad con la excusa de que no todos los madrileños son católicos, pues a colocar la bandera arcoíris aunque no todos los ciudadanos de Madrid se identifiquen con lo que representa. Que los niños pasan continuamente por delante de una exposición de genitales, pues  nada sucede.
La consecuencia inmediata del debilitamiento de la religión es la pérdida de la moralidad. Como escribió Ratzinger, “allá donde la moralidad y la religión son arrojadas al ámbito exclusivamente privado, faltan las fuerzas que puedan formar una comunidad y mantenerla unida”. El estado ha cuidado mal la moralidad porque  su misión no es tutelar valores que afectan a lo más íntimo de la persona. Solo los totalitarios lo intentan. Las únicas instituciones a las que corresponde cuidar la vida entera del ser humano son la familia y las instituciones religiosas. Esto no se entiende desde una óptica laicista, que tachan a las religiones de intolerantes (sólo a las que no lo son) cuando son agentes de perdón y de paz, de solidaridad y servicio.
Estoy finalizando y no he escrito que el motor de lo expresado aquí ha sido un mensaje de un amigo, que no quiere conformarse con la inacción, para que no suceda aquello de que algunos viven del silencio de los buenos. También lo preguntan en las redes sociales. Y tienen razón, porque hemos de actuar llenos de paciencia y comprensión, pero haciendo cada uno lo que esté en su mano para evitar que todo sea tragedia.
Pablo Cabellos Llorente, en Las Provincias