La destrucción de la masculinidad implica la evaporación del padre, lo que provoca caos y neurosis social
Para la neuropsiquiatra infantil Ceriotti Migliarese, urge el redescubrimiento de la complementariedad hombre-mujer desde la apreciación tranquila y enriquecedora de sus diferencias.
Por primera vez en la historia de la humanidad, estamos viviendo un tiempo en el que, desde el punto de vista femenino, la masculinidad se encuentra bajo sospecha, desvalorizada, desacreditada. La razón de ello es, en gran medida, según afirma Mariolina Ceriotti Migliarese en “Masculino. Fuerza, eros, ternura”, la incapacidad para comprender la diferencia que existe entre el hombre y la mujer, que lejos de ser perturbadora y distanciarnos, nos complementa y equilibra.
El respeto entre los sexos se ha perdido y resulta urgente que sea retomado, pero no desde el miedo, la subordinación o la prepotencia de un sexo sobre el otro, como ha sucedido con el masculino sobre el femenino en generaciones pasadas; sino desde “un auténtico respeto, dictado por la comprensión del valor de la diferencia, y por el aprecio a los dones específicos que el hombre puede aportar a la mujer en el mundo”. Este es precisamente el principal objetivo del ensayo que ahora comentamos: devolver al hombre aquellos atributos del pasado que le hacían digno de respeto y valoración; y reconocerle nuevos atributos de la actualidad en una reinterpretación moderna de una masculinidad plena y complementaria de la mujer.
Lo positivo del sexo masculino
Para ello, la autora utilizará tanto la experiencia práctica adquirida tras años de ejercicio como psicoterapeuta de parejas, como sus profundos conocimientos científicos sobre la diferencia sexual entre hombre y mujer, derivados de su formación como neuropsiquiatra. Es una obra para comprender y aprender a apreciar de nuevo lo que hay de positivo en el sexo masculino, escrita desde la perspectiva femenina, con el deseo de estimular en las mujeres una mejor comprensión de la masculinidad y de su belleza, “tan distinta y siempre tan necesaria”.
El respeto entre los sexos se ha perdido y resulta urgente
que sea retomado, pero no desde el miedo,
la subordinación o la prepotencia de un sexo sobre el otro
Un primer paso en el proceso de revalorización del hombre es evidentemente la necesidad de comprender la masculinidad, cuya adquisición es compleja y progresiva en el caso del varón; pues supone, en los momentos iniciales de la vida, un desgarro, una separación de la madre y de su feminidad, que le permita percibirse como ser autónomo y diferente. Hacerse hombre no es tarea sencilla, pues supone para el niño “la necesidad de fijar progresivamente unos límites psicofísicos en relación con la madre, porque la diferencia siempre incluye distancia y separación… El varón, para poder ser él mismo debe renunciar totalmente a la madre”. En este proceso, el papel del padre es simplemente imprescindible, apoyando al hijo, dotándole de la seguridad necesaria, acompañándole en esta difícil transición hacia la hombría, “orgulloso de pasarle en herencia eso que solo él sabe, y no la madre, de masculinidad”.
De la lectura de las primeras páginas, llegamos a la conclusión determinante de que el seno materno es íntimamente acogedor, pero a la vez es profundamente limitativo. La entrada del padre en esa unidad abre al hijo a la necesaria relación con el mundo que le va a permitir desarrollarse como persona de forma plena, fuera del influjo del regazo materno. En todas las culturas, la separación del hijo de la madre es un hecho esencial, un momento decisivo, no solo para la vida del hijo y de la propia madre, sino para la entera sociedad. Cuando no hay padre, cuando la función paterna no existe, la madre puede crear con el hijo una relación de pareja que se repliega sobre sí misma, un universo cerrado, una insana mutua interdependencia que perjudica el equilibrio psíquico de ambos: “Una dimensión fusional fascinante, pero regresiva y feminizante”. Esta ilusión (de ser pareja), que Lacan define como “perversión primaria”, es, como señala Recalcati, profundamente incestuosa porque borra la diferencia entre ambos (véase al respecto: M. Recalcati: ¿Qué queda del padre? La paternidad en la época de la hipermodernidad. Xoroi Edicions, 2015).
Por ello, podemos afirmar sin temor que el padre representa la libertad, tanto para el hijo como para la madre: libera al hijo de la excesiva dominación de su madre, corta el cordón umbilical y le ayuda a sentirse como un ser pleno y autónomo, lo que le ayudará a su vez a madurar y comprender su masculinidad diferenciándose del mundo estrictamente femenino-maternal. La diferencia de sexos encarnada por el padre juega un papel de revelación y confirmación de la identidad sexuada. La masculinidad no se puede aprender en los libros, es algo que los padres pasan a los hijos sin percibirlo apenas.
Distinguiendo entre agresividad y violencia
En este proceso hacia un mayor conocimiento de la masculinidad en el que nos sumerge la autora, tiene una destacable importancia el intento de comprender un atributo masculino esencial como es la agresividad. En su defensa, Ceriotti define la agresividad masculina como “una energía vital que encauzar… un movimiento interior de deseo autoafirmativo… una fuerza que apoya el cambio”. Sin embargo, la realidad es que en la actualidad la agresividad masculina es una de las características de los varones más incomprendidas desde el punto de vista social y educativo. Es usual, sobre todo en entornos feminizados, como sucede en el ámbito educativo donde en las primeras etapas escolares la mayoría de los docentes son mujeres, confundir la agresividad (energía innata masculina para el logro de objetivos que debe ser encauzada debidamente), con la violencia (carácter destructivo que adquiere la agresividad cuando no es canalizada de manera adecuada). En este sentido, es oportuno traer a colación las palabras del escritor argentino Sergio Sinay: “Debemos tomar conciencia (una conciencia no culposa) de que la agresividad es parte de nuestro equipaje natural. Cuando nos aceptemos y seamos aceptados agresivos, dejaremos de ser destructivos. Con agresividad se construyen edificios y catedrales, se cruzan mares, se atraviesa el espacio, se exploran experiencias desconocidas. Con la violencia de hacen guerras, se somete al prójimo, se destruye el amor. La agresividad no da motivos de vergüenza. La violencia sí”. Nuevamente, el papel del padre es esencial en este caso para lograr que la agresividad no se transforme en violencia; al padre corresponde construir las necesarias barreras destinadas a canalizar la agresividad o desviarla, mediante un proceso civilizador del que aquel progenitor es el principal protagonista.
La crisis de la figura del padre
Sin embargo, como señala Ceriotti, en los capítulos siguientes, la figura del padre se halla en una profunda crisis, sometida a una absoluta incomprensión y devaluación, que no es sino consecuencia lógica y necesaria del desprecio actual hacia la masculinidad. Para la autora, el padre “es, por definición, un incomprendido”. Esta afirmación nos recuerda las palabras de Charles Péguy: “Solo hay un aventurero en el mundo moderno, como puede verse con diáfana claridad: el padre de familia. Los aventureros más desesperados son nada en comparación con él. Todo el mundo moderno está organizado contra ese loco, ese imprudente, ese visionario osado, ese varón audaz que hasta se atreve en su increíble osadía a tener mujer y familia… Todo está en contra de él. Salvajemente organizado en su contra…”.
Cuando la función paterna no existe, la madre puede
crear con el hijo una insana mutua interdependencia
que perjudica el equilibrio psíquico de ambos
Hoy en día, en el mundo hipermoderno, ser padre es algo verdaderamente heroico. Los padres actuales que quieren implicarse y ejercer de forma adecuada y equilibrada la función paterna con sus hijos se convierten en héroes que han de hacer esfuerzos titánicos para que el ejercicio de su paternidad no resulte censurado, limitado o en último término eliminado por ser considerado inadecuado o perturbador. Si para Péguy el padre era un aventurero en el mundo moderno, hoy, en el mundo hipermoderno, podemos decir que estamos ante un héroe.
El padre actual se enfrenta a un nuevo reto antes desconocido: la necesidad de aunar algunos de los atributos y virtudes de la paternidad propia de tiempos pasados −hoy en desuso y denostados pero absolutamente imprescindibles para el correcto ejercicio de la función paterna− como: la autoridad; la fortaleza; la valentía; la dación de seguridad… con nuevos atributos también necesarios y positivos para el desarrollo equilibrado del hijo, como: la empatía; la afectividad; el cariño; la ternura; la intimidad; exigidos, especialmente desde la revolución del 68 y en gran medida por instigación de la mujer.
Despojarse de la armadura
El hombre, para ser parentalmente competente, deberá realizar un ejercicio malabar de equilibrio entre la fortaleza y la delicadeza. Debe ser bifronte, la autoridad y la afectividad son el anverso y el reverso de una misma moneda. El padre hipermoderno es un héroe. En concreto, para Cerotti, su figura actual evoca a Héctor, héroe troyano de La Iliada. Héctor es fuerte y valiente, decidido a enfrentarse a peligros y dar su vida por sus seres amados; por ello lleva su armadura y su yelmo, que le cubre la cabeza en las batallas que habrá de afrontar en la defensa de Troya. Pero antes de salir a luchar contra Aquiles, se despoja de su yelmo para no provocar miedo en su pequeño hijo, Astianacte, y poder tomarle en sus brazos para despedirse con ternura antes de dar la vida por su pueblo. El gesto de Héctor (expresión que da título al ensayo del psicoanalista Luigi Zoja, El gesto de Héctor. Prehistoria, historia y actualidad de la figura del padre, ed. Taurus, 2018), despojarse de su armadura, que representa la fortaleza, valentía, determinación, seguridad, agresividad, autoridad… para mostrar su lado más humano (amable, afectuoso, tierno, intimista), constituye la gran novedad del padre actual. Y supone un delicado y complicado equilibrio que los hombres deberán aprender mediante el propio ejercicio de su paternidad. Pero para ello necesitarán ser valorados y reconocidos por la sociedad como lo que son: hombres con derecho al ejercicio de una masculinidad plena y equilibrada. Para ello nuestros héroes deberán ser valientes, pues siendo fuertes y ejerciendo su autoridad, habrán de tener el valor de enfrentarse a la corrección política actual que solo les considera adecuados si se comportan como una madre-bis; y siendo al mismo tiempo afectuosos y tiernos, deberán enfrentarse a sus fantasmas del pasado, a una cultura de generaciones precedentes donde las muestras de cariño eran signo de debilidad. La sociedad demanda padres que en ningún caso tengan miedo a ejercer la función paterna, pues, como afirma Cerotti, “la paternidad es la verdadera plenitud de la masculinidad”.
“¿Para qué sirven los hombres?”
Con esa expresión la autora avanza en su exposición y nos sumerge en la necesidad de plantearnos, desde la perspectiva femenina, qué es lo que verdaderamente nos aportan los hombres en nuestra vida diaria. Porque hoy, por vez primera en la historia de la humanidad, los hombres parecen más prescindibles que nunca. En los países desarrollados, el hombre ha pasado a un segundo plano, cediendo todo el protagonismo a la mujer, cuyas pautas de comportamiento, exigencias, gustos, preferencias y habilidades, son consideradas prioritarias e ideales en una sociedad que sospecha de la masculinidad y la presume malvada y nociva para el correcto desarrollo de la persona.
El gran énfasis que durante años se ha puesto en conseguir la emancipación de la mujer ha provocado un fenómeno colateral con el que nadie contaba: un oscurecimiento de lo masculino, cierta indiferencia, cuando no desprecio hacia los varones y una inevitable relegación de estos a un segundo plano. Mientras las mujeres, tras siglos de lucha, están logrando situarse en el lugar que les corresponde conforme a su dignidad y derechos, los hombres parecen estar más desubicados que nunca. Esta presión social ha provocado que muchos hayan desertado de su papel de valedores de la autoridad, cuidadores de la familia, maridos y padres responsables, defensores de los valores. Los cambios provocados por el feminismo han dejado un paisaje social prácticamente irreconocible, generando novedades ciertamente confusas, como el nuevo papel del hombre en la sociedad actual. Y es que en este loable intento por conseguir la igualdad entre los sexos, sin darnos cuenta, hemos aniquilando simultáneamente las diferencias existentes entre ellos, con la pérdida de personalidad y de identidad que esto conlleva, tanto para las mujeres, como para los hombres.
Hoy, por vez primera en la historia de la humanidad, los hombres
parecen más prescindibles que nunca. En los países desarrollados,
el hombre ha pasado a un segundo plano,
cediendo todo el protagonismo a la mujer
Por ello, la autora urge a un redescubrimiento de la complementariedad hombre-mujer desde la apreciación tranquila y enriquecedora de sus diferencias. Y en este proceso es preciso dar voz a los hombres, porque “hoy más que nunca necesitamos no perder su punto de vista sobre la vida: la posibilidad de ver lo que sucede desde un ángulo distinto, que no sustituye al nuestro, sino que lo integra y enriquece”. Hablar del padre, del varón y de la existencia de unas características propias de la educación paterna (distintas de las propias de la educación materna), implica presuponer la existencia de unas diferencias inherentes, naturales, entre hombre y mujer; significa reconocer la alteridad sexual como fundamento antropológico esencial y el dimorfismo sexual como parte de la naturaleza humana.
En una sociedad caracterizada por el empoderamiento de las mujeres y la supravaloración de lo femenino-maternal, los hombres han de aprender a desarrollar aquellas facetas de su masculinidad que las mujeres aprecian y precisan para su pleno desarrollo. Cerotti, en su experiencia como psicoanalista, llega a la conclusión de que las mujeres, en términos generales “siguen buscando en el hombre precisamente al hombre, con sus dotes masculinas: alguien que sea distinto de ellas, y con quien puedan tener una relación enriquecedora”. Para ello, la mujer ha de retomar la capacidad de confianza en el hombre, “fiarse de alguien presupone sentirse seguro con él, no tener necesidad de defenderse”. Para lograr esta confianza es preciso partir del conocimiento de las diferencias que nos enriquecen y complementan, pues “afrontamos la realidad desde puntos de vista diversos, con sensibilidades y prioridades diversas… el otro es profundamente distinto y su diferencia merece mi respeto y mi curiosidad”. Esto, sin embargo, no resulta sencillo, en un momento histórico en el que, bajo la influencia de la corrección política, marcada por la presión de la imperante ideología de género, expresiones como hombre, mujer, padre, madre, han perdido su sentido teleológico-antropológico y se encuentran vacías de contenido, borradas por una idea de identidad absoluta que lo inunda todo, desde la educación en las escuelas, hasta el contenido de las leyes. Como afirma la antropóloga Helen Fisher: “Estamos viviendo una época, tal vez la única en toda la historia de la evolución humana, en la que un gran número de personas, especialmente los intelectuales y la academia, están convencidos de que ambos sexos son prácticamente iguales. Prefieren ignorar la creciente bibliografía que demuestra científicamente la existencia de diferencias genéticas heredadas y mantienen en su lugar que hombres y mujeres nacen como hojas en blanco, en las que las experiencias de la infancia marcan la aparición de las personalidades masculina o femenina”.
La sociedad necesita hombres de los que las mujeres e hijos se sientan orgullosos. La sociedad precisa de mujeres que sepan lo que significa ser un hombre y los acepten y comprendan como tales con toda su masculinidad. El hombre tiene mucho que aprender de la sensibilidad femenina y la mujer tiene mucho que aprender de la sensibilidad masculina. Todo encuentro entre un hombre y una mujer, entre el padre y la madre, es nutriente y enriquecedor para ambos, cuando estos están dispuestos a abandonar sus corsés mentales, a romper estereotipos del pasado y a crear juntos un espacio de unión y participación en beneficio de ambos y, en consecuencia, de los hijos. Y necesitamos hombres y mujeres decididos a formar familias estables en las que ambos cooperen y colaboren de forma generosa y equilibrada en la crianza y educación de sus hijos. Estos hombres y mujeres “nuevos” serán la base de una sociedad sana y con futuro.
Especialmente los intelectuales y la academia están convencidos
de que ambos sexos son prácticamente iguales. Prefieren ignorar
la creciente bibliografía que demuestra científicamente
la existencia de diferencias genéticas heredadas
Si el hombre entra en crisis, la entera civilización está en peligro. Cerotti, para concluir, nos advierte de este peligro: “Hay en el varón una fuerza que necesita configurarse y abrirse espacio también a nivel social; una sociedad que no sabe tener en cuenta esta fuerza y que nos enseña a emplearla en una dirección constructiva prepara su propia destrucción… cuando la masculinidad se vuelve incapaz de interpretar su propia dimensión generativa, las consecuencias son destructivas”.
En la hipermodernidad, la destrucción de la masculinidad implica la evaporación del padre, lo que provoca caos y neurosis social. El hombre, en su máxima expresión, como padre, es un héroe, innombrable e incomprendido, que necesita urgentemente ser revalorizado y readmitido en el ámbito familiar y social. De no hacerlo así, nuestra sociedad y nuestra entera civilización entrará en un proceso de declive y autodestrucción. Pero para ello, nuestro héroe precisa de un aliado indispensable: el sexo femenino. Como afirma Cerotti, en la reculturización de la masculinidad son esenciales “una mujer, una sociedad, una cultura, capaces de acoger y hacer crecer lo que dona la masculinidad”.
María Calvo Charro
Fuente: nuevarevista.net.
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