«A veces la libertad de expresión pierde el derecho a ser tolerada por la sociedad»
Cuando al grito de “Alá es grande” los sicarios de Bin Laden
estrellaron los aviones contra las torres de Nueva York condujeron el
fundamentalismo a una victoria táctica, pero a una derrota estratégica.
Con el tiempo —y no sólo metafóricamente— acabaron en el gran cementerio
de la teocracia.
Al
contrario, cuando el Parlamento y el pueblo libio solicitaba hace unos
días perdón por el asesinato del embajador estadounidense y, al tiempo,
pedía respeto para las creencias islámicas, iniciaba un camino correcto.
Rechazaba la violencia pero reclamaba decencia a Occidente.
Efectivamente, en una sociedad plural —pero a veces desquiciada— el
ataque injusto a las grandes religiones no es infrecuente. El problema
es cómo reaccionar.
En
Europa, la reacción suele transitar por los Tribunales de Justicia.
Cuando en Austria, por ejemplo, las autoridades confiscaron una película
emitida en el Tirol (Das Liebeskonzil) en la que se presentaba a
Dios Padre como un idiota senil e impotente, a Cristo como un cretino y
a la Madre de Dios como una desvergonzada, el Tribunal de Derechos
Humanos entendió que la confiscación era procedente y no violaba la
libertad de expresión. En la sentencia (Otto Preminger Institut versus Austria) concluyó que en una sociedad democrática puede juzgarse necesario «sancionar
ataques injuriosos contra objetos de veneración religiosa, siempre que
la sanción sea proporcionada al fin perseguido». Es más, añadió que hay veces en que «la libertad de expresión pierde el derecho a ser tolerada por la sociedad».
Esta, por así decir, “localización”
de los conflictos en Occidente lleva a olvidar la tendencia a su
globalización cuando está por en medio la parte más integrista del
Islam. Este tiende a globalizar la ofensa inferida en un incidente
localizado. Quiero decir, que una viñeta de Mahoma
publicada en Dinamarca o un video injurioso exhibido en una sala de
cine de California puede desencadenar una reacción en cadena que corra
desde un suburbio de Bengasi hasta un barrio indonesio pasando por un
Muslim Quarter de Londres. Pero en estas reacciones hay que distinguir
bien lo que es actuación más o menos legítima contra el “discurso del odio” de lo que es manipulación de un extremismo político-religioso que no se resigna a morir.
Antes
he dicho que el cementerio teocrático está lleno de sepulturas
fundamentalistas. Ahora debo añadir que, de vez en cuando, lanza sus
coletazos aprovechando los inevitables movimientos sociales en busca de
la libertad. Es decir, el radicalismo yihadista —relegado a un segundo
plano después de su derrota— asoma la cabeza saliendo de los sepulcros.
Esta vez lo ha hecho entre los surcos de la “primavera árabe”.
De todas formas, Occidente debe tener en cuenta lo que Oliver Wendell Holmes, magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, hacía notar en una antigua sentencia (Schenck vs.Estados Unidos): que «la
más estricta protección de la libertad de expresión no protegería a un
hombre que gritara falsamente “¡fuego!” en un teatro, provocando el
pánico. La cuestión a tener en cuenta es si las palabras que se utilizan
en tales circunstancias puedan crear un peligro de males sustanciales.
Se trata de una cuestión de proximidad y grado». Desde luego hay que
estar en guardia contra el fundamentalismo, pero el respeto a las ideas
ajenas —incluidas las religiosas— debe llevar en Occidente a ser
prudente en un mundo que tiende a globalizar el odio. Entre otras cosas
porque, como se ha dicho, resulta que «uno no sabe muy bien al lanzar
el grito si está en un teatro, si el teatro está lleno o vacío y, lo
más importante, ¿son todos en el público bomberos o pirómanos?».
Almudí / Zenit
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