lunes, 24 de septiembre de 2012

La globalización del odio

   «A veces la libertad de expresión pierde el derecho a ser tolerada por la sociedad»

      Cuando al grito de “Alá es grande” los sicarios de Bin Laden estrellaron los aviones contra las torres de Nueva York condujeron el fundamentalismo a una victoria táctica, pero a una derrota estratégica. Con el tiempo —y no sólo metafóricamente— acabaron en el gran cementerio de la teocracia.

      Al contrario, cuando el Parlamento y el pueblo libio solicitaba hace unos días perdón por el asesinato del embajador estadounidense y, al tiempo, pedía respeto para las creencias islámicas, iniciaba un camino correcto. Rechazaba la violencia pero reclamaba decencia a Occidente. Efectivamente, en una sociedad plural —pero a veces desquiciada— el ataque injusto a las grandes religiones no es infrecuente. El problema es cómo reaccionar.


      En Europa, la reacción suele transitar por los Tribunales de Justicia. Cuando en Austria, por ejemplo, las autoridades confiscaron una película emitida en el Tirol (Das Liebeskonzil) en la que se presentaba a Dios Padre como un idiota senil e impotente, a Cristo como un cretino y a la Madre de Dios como una desvergonzada, el Tribunal de Derechos Humanos entendió que la confiscación era procedente y no violaba la libertad de expresión. En la sentencia (Otto Preminger Institut versus Austria) concluyó que en una sociedad democrática puede juzgarse necesario «sancionar ataques injuriosos contra objetos de veneración religiosa, siempre que la sanción sea proporcionada al fin perseguido». Es más, añadió que hay veces en que «la libertad de expresión pierde el derecho a ser tolerada por la sociedad».

      Esta, por así decir, “localización” de los conflictos en Occidente lleva a olvidar la tendencia a su globalización cuando está por en medio la parte más integrista del Islam. Este tiende a globalizar la ofensa inferida en un incidente localizado. Quiero decir, que una viñeta de Mahoma publicada en Dinamarca o un video injurioso exhibido en una sala de cine de California puede desencadenar una reacción en cadena que corra desde un suburbio de Bengasi hasta un barrio indonesio pasando por un Muslim Quarter de Londres. Pero en estas reacciones hay que distinguir bien lo que es actuación más o menos legítima contra el “discurso del odio” de lo que es manipulación de un extremismo político-religioso que no se resigna a morir.

      Antes he dicho que el cementerio teocrático está lleno de sepulturas fundamentalistas. Ahora debo añadir que, de vez en cuando, lanza sus coletazos aprovechando los inevitables movimientos sociales en busca de la libertad. Es decir, el radicalismo yihadista —relegado a un segundo plano después de su derrota— asoma la cabeza saliendo de los sepulcros. Esta vez lo ha hecho entre los surcos de la “primavera árabe”.

      De todas formas, Occidente debe tener en cuenta lo que Oliver Wendell Holmes, magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, hacía notar en una antigua sentencia (Schenck vs.Estados Unidos): que «la más estricta protección de la libertad de expresión no protegería a un hombre que gritara falsamente “¡fuego!” en un teatro, provocando el pánico. La cuestión a tener en cuenta es si las palabras que se utilizan en tales circunstancias puedan crear un peligro de males sustanciales. Se trata de una cuestión de proximidad y grado». Desde luego hay que estar en guardia contra el fundamentalismo, pero el respeto a las ideas ajenas —incluidas las religiosas— debe llevar en Occidente a ser prudente en un mundo que tiende a globalizar el odio. Entre otras cosas porque, como se ha dicho, resulta que «uno no sabe muy bien al lanzar el grito si está en un teatro, si el teatro está lleno o vacío y, lo más importante, ¿son todos en el público bomberos o pirómanos?».

Rafael Navarro-Valls, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

Almudí / Zenit

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