Aceptar
las limitaciones personales, la propia fragilidad, las situaciones y
frustraciones que la vida nos impone, son modos de hacer crecer nuestra
propia libertad interior, pues en ese ámbito personal podemos llegar a
ser mucho más dueños de nuestras reacciones, y por tanto más libres
«Cuando
la conocí tenía 16 años. Fuimos presentados en una fiesta, por uno que
decía ser mi amigo. Fue amor a primera vista. Ella me enloquecía.
Nuestro
amor llegó a un punto en que ya no conseguía vivir sin ella. Pero era
un amor prohibido. Mis padres no la aceptaron. Fui expulsado del colegio
y empezamos a encontrarnos a escondidas. Pero ahí no aguanté más, me
volví loco. Yo la quería, pero no la tenía. Yo no podía permitir que me
apartaran de ella. Yo la amaba: destrocé el coche, rompí todo dentro de
casa y casi maté a mi hermana. Estaba loco, la necesitaba.
Hoy
tengo 39 años; estoy internado en un hospital, soy inútil y voy a morir
abandonado por mis padres, por mis amigos y por ella.
¿Su nombre? Cocaína. A ella le debo mi amor, mi vida, mi destrucción y mi muerte».
Esta narración, atribuida a Freddie Mercury
poco antes de morir de SIDA, habla con viveza sobre los riesgos de la
adicción a las drogas. Y las adicciones nos remiten a la pérdida de
libertad interior, uno de los grandes temas de nuestro tiempo, que
encierra innumerables paradojas.
El
deseo de libertad que hay en el corazón del hombre le impulsa a
traspasar los límites dentro de los cuales se siente como encerrado.
Queremos aumentar nuestro poder de transformar la realidad. Pero ese
ansia de libertad no siempre encuentra el modo de realizarse. Hay
ocasiones en que se presentan circunstancias externas objetivas que nos
oprimen, y que queremos y debemos procurar cambiar, pero hay otras
ocasiones en que nos engañamos y echamos la culpa a lo que nos rodea
cuando el problema (y la solución) están dentro de nosotros. Es nuestro
corazón quien está prisionero de sus egoísmos y sus miedos, el que debe
cambiar, el que debe afrontar la dureza de la vida, el que debe
conquistar su libertad interior y no consentirse huir de la realidad
para refugiarse en la fantasía o en el victimismo.
Una de las paradojas de la libertad interior es —en expresión de Jacques Philippe—
que ser libre es también aceptar lo que no se ha elegido. El hombre
manifiesta la grandeza de su libertad cuando transforma la realidad,
pero también cuando sabe aceptar la realidad que día tras día le viene
dada. Aceptar las limitaciones personales, la propia fragilidad, las
situaciones y frustraciones que la vida nos impone, son modos de hacer
crecer nuestra propia libertad interior, pues en ese ámbito personal
podemos llegar a ser mucho más dueños de nuestras reacciones, y por
tanto más libres.
Cuanto
más dependamos de sentirnos listos o poderosos o atractivos, como ese
gran genio de la televisión, o como ese multimillonario de moda, o como
la última top-model del momento, más difícil nos resultará esa
necesaria aceptación distendida de nuestra realidad, que ha de ir unida a
una firme determinación de mejorarla. La verdadera libertad interior
tiene mucho que ver con superar las numerosas “creencias limitadoras”
que puedan haberse instalado en nuestra mente (jamás saldré de esto, no
valgo para aquello, siempre seré así, soy incapaz de hacer tal cosa…),
que no son aceptación de nuestra limitación sino más bien fruto de
nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestra falta de confianza en
nosotros mismos.
Las
drogas son un problema, pero son antes y sobre todo una mala solución a
un problema previo. Y algo parecido sucede con otras formas más leves
de escapismo. Cuando nos escondemos en refugios virtuales para eludir la
realidad que nos cuesta afrontar, nos estamos engañando. La libertad
está indefectiblemente ligada a la verdad. Por eso hay que perder el
miedo a ponerse cara a cara frente a la verdad y aceptar sus mensajes y
sus envites, siempre perceptibles en el corazón del hombre que la desea y
la busca.
Alfonso AguilóHacer Familia / Almudí
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