Pensando en la preparación de un evento eclesial de máxima importancia como es el octavario por la unidad de los cristianos
Elijo este clásico aspecto del mensaje cristiano, al menos desde la primera epístola de san Pedro −invita a los creyentes en ‘3, 16’ a dar razón de la propia esperanza, con mansedumbre y respeto−, pensando en la preparación de un evento eclesial de máxima importancia como es el octavario por la unidad de los cristianos, del 18 al 25 de enero.
El Papa recuerda en el número 238 de su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium que «la evangelización también implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar presente, para cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser humano y procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad −que incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias− y con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica».
En el fundamento de esa tarea está siempre la luz de la fe. La Iglesia aporta, a juicio de Francisco, «su experiencia de dos mil años y conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a ampliar sus perspectivas». Esa experiencia, aunque no lo mencione el papa, incluye no pocos errores históricos, algunos de tanta entidad que Juan Pablo II consideró una exigencia de justicia pedir perdón en el contexto del jubileo del año 2000.
Algunas equivocaciones históricas afectaron a las relaciones Iglesia y Estado. Por eso me permito una observación incidental: aunque Francisco se ha manifestado reiteradamente en contra del clericalismo, el lenguaje gasta quizá malas pasadas; así, en el comienzo del nº 239 de la Exhortación: «La Iglesia proclama “el evangelio de la paz” (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este bien universal tan grande». Quienes nos alegramos con la superación del derecho público eclesiástico clásico cuando el Concilio Vaticano II imprimió un signo personalista, basado en la autonomía y la libertad, entendimos que el nervio del diálogo pasaría al pueblo de Dios y a los ciudadanos de la sociedad civil: Iglesia habría dejado de ser sinónimo de Jerarquía. Aunque está muy bien que los obispos cooperen con las autoridades políticas, lejos de penosas confrontaciones.
Por eso, es más importante a mi entender la frase siguiente de ese párrafo: «la nueva evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada». Y añade que el autor principal de un proceso que privilegie el diálogo como forma de encuentro, es «la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural».
En este contexto, ¿cómo no evocar la gran encíclica de Pablo VI, Ecclesiam suam, de 1964, cuando aún se celebraba el Concilio Vaticano II, y se debatía sobre el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno? El papa tenía conciencia clara de la necesidad de ese diálogo, y afirmaba con fuerza: «La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio». Pablo VI no quería entrar en detalles, para respetar la libertad de los padres conciliares. Pero les ofreció algunas consideraciones «para que sean más claros los motivos que mueven a la Iglesia al diálogo, más claros los métodos que se deben seguir y más claros los objetivos que se han de alcanzar. Queremos preparar los ánimos, no tratar las cuestiones».
En el fondo, se trataba de un camino recorrido por los obispos de Roma desde el siglo XIX, hasta su predecesor Juan XXIII. No podía ser de otro modo, ante el origen trascendente del diálogo, que está en la intención misma de Dios: «La religión, por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. (…) La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación».
Aunque vivamos apasionadamente la hora actual, no está de más releer textos clásicos, cómo éste que acabo de citar. Cuando se llega a cierta edad, ayuda a examinar el camino personal recorrido, para reemprenderlo con fuerza, más aún a comienzo de un año nuevo.
Salvador Bernal
religionconfidencial.com
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