Una gran paradoja hoy es el renacimiento del laicismo, con las características de los fundamentalismos
A nadie se le oculta la importancia del arte en países turísticos. Por eso, se ataca estos días en Italia la posible dejadez del gobierno respecto de los restos arqueológicos de Pompeya. Lo que conservó la antigua erupción del Vesubio y se descubrió mucho tiempo después, podría llegar a sus últimos días reales en este siglo XXI.
Problemas semejantes sufren en tantos lugares de Europa antiguos monumentos religiosos, casi todos cristianos. Cuando el furor revolucionario llevó a negar el derecho de propiedad a la Iglesia, con el consiguiente traslado de la titularidad a la Administración pública, ésta respondería directamente del mantenimiento. En otros casos, como en España, son frecuentes los acuerdos entre organismos civiles y religiosos para asegurar la conservación de joyas en el fondo comunes. Y, cuando hace unos días, la Unesco declaraba patrimonio de la humanidad diversas procesiones religiosas populares en Italia, a nadie se le ha ocurrido protestar: quizá también porque son ya muchas y variadas las expresiones religiosas que han merecido ese respaldo internacional.
Sus razones tendrán quienes relanzan querellas laicistas. Rectifico: en esos planteamientos no suele haber inteligencia, sino visceralidad o, en todo caso, dudoso oportunismo político. En el siglo XXI, no ha desaparecido ni siquiera en Estados Unidos la tentación de imponer desde el poder comportamiento morales −así en la llamada popularmenteObamacare−; pero el signo de los tiempos discurre más bien por cauces de libertad religiosa, excepto en países confesionalmente musulmanes.
La doctrina cristiana es neta, desde el “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Aunque sufrió muchas alternativas en la historia, como se ha recordado al celebrar un nuevo centenario del edicto de Milán, nunca se dio la teocracia. Hubo en algunas épocas hierocracia, pero siempre con una fundamentación doctrinal próxima a la libertad, como en las clásicas teorías de las dos espadas o del poder indirecto. Hasta que el Concilio Vaticano II precisó en términos claros −al menos, para personas con sentido común− la doctrina de la libertad religiosa en una declaración significativa desde su título: Dignitatis humanae.
La religión no se impone, se propone. Nadie puede ser discriminado en la vida ciudadana −menos aún, violentado− por razón de sus creencias. Todos tienen derecho, individual y colectivo, a vivir y practicar públicamente sus convicciones. No se condena expresamente −no era el estilo de Juan XXIII ni del Concilio− al Estado confesional, pero los tiros no van ya por ahí, sino por la concordia y colaboración, dentro del reconocimiento de la legítima y mutua autonomía de Iglesia y sociedad civil.
Esos principios son muy conformes también con el aliento de la socialdemocracia. Chocan, en cambio, con arcaicos jacobinismos. Me asombró hace unos meses que un ministro europeo declarase públicamente que “no se podrá construir jamás un país de libertad con la religión católica”, y que era “preciso inventar una religión republicana”. Obviamente, esa religión será laica, creadora de un espíritu público, de una moral también laica y de la adhesión a valores civiles. Se trataba de Vincent Peillon, ministro de educación en el primer gobierno de François Hollande.
Muchas veces he citado el título de un artículo publicado por Cesare Cavalleri en 1975: Il clericalismo é duro a morire. Apenas habían pasado entonces diez años de la clausura del Concilio Vaticano II y en Italia seguían vigentes los Acuerdos de Letrán, firmados en tiempos de Benito Mussolini y no actualizados hasta 1984. Por entonces se produciría la nunca suficientemente alabada transición española, con el rápido gesto del rey Juan Carlos de renunciar al viejo privilegio de la presentación de obispos. En ese proceso, resultó patente que España había superado el clericalismo, sin perjuicio de que el episcopado cumpliera su deber pastoral de recordar criterios morales que afectan a la vida colectiva. La Constitución asumió el derecho a la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado, pero con espíritu abierto de concordia y colaboración.
Una gran paradoja hoy es el renacimiento del laicismo, con las características de los fundamentalismos. Mi esperanza es que los creyentes no entremos al trapo, y sigamos trabajando en y por la libertad.
Salvador Bernal
religionconfidencial.com
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