En el tiempo de Navidad –que incluye las fiestas de la Sagrada Familia, de la Madre de Dios y de la Epifanía– celebramos la “buena noticia” (Evangelio) de la venida de Dios a la tierra. Dios nace, ríe y llora, come y duerme, vive en una familia, trabaja y descansa en la tierra, hace suyos nuestros anhelos y nuestras preocupaciones. El que es de la misma naturaleza del Padre, ha querido hacerse también consustancial a nosotros.
Y así nos enseña a los cristianos a hacer nuestros “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (Concilio Vaticano II, GS, 1).
De Jesús ha dicho el Papa Francisco: “Vino a nuestra historia, compartió nuestro camino. Y vino para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él apareció la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, ni un ideal al que tendemos y del que sabemos que está muy lejos, sino que es el sentido de la vida y de la historia que puso su tienda entre nosotros” (Misa de Nochebuena, 24-XII-2013). Y con ello ha renovado su invitación a que compartamos con otros “la alegría del Evangelio”. Alegría porque Dios nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como hermano nuestro, y luz para nuestras tinieblas; porque así nos ha dicho, y nos lo repite ahora el Papa, “no temáis”.
Dios ha compartido su historia con nosotros
Una semana antes, observaba el Papa que Dios ha querido compartir la historia,hacer historia con nosotros. Incluso tomar nuestros apellidos. Es el “Dios de Abraham”, de Isaac y de Jacob, también de Pedro y de Juan, de María… y ahí podemos poner también nuestro nombre, el de cada uno. Y por eso, propone el Papa Francisco: “Si dejó que nosotros escribiéramos su historia, al menos dejemos que Él escriba nuestra historia. Porque eso es la santidad: dejar que el Señor escriba nuestra historia. Y este es mi deseo de Navidad para todos. Que el Señor te escriba la historia y que tú dejes que Él te la escriba” (Homilía en Santa Marta, 17-XII-2013).
En un mundo y en un ambiente no siempre propensos a la alegría, el Papa Francisco ha propuesto, desde las primeras palabras de su Exhortación Evangelii gaudium, que los cristianos nos caractericemos por la alegría. Y que esa alegría nos lleve precisamente a extender el Evangelio (la buena noticia) de Jesucristo.
La alegría que nos saca de nosotros mismos
1. La alegría cristiana nos saca de nosotros mismos. El encuentro con Cristo llena el corazón y la vida, y se manifiesta en la alegría con que esa buena noticia (el Evangelio) se renueva y se comunica a los demás. Esto se opone a la “tristeza individualista” típica de la cultura actual, que encierra el corazón en sí mismo y en sus propios intereses. Entonces “ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (n. 2). Y esto puede afectar también a los creyentes convirtiéndolos en “seres resentidos, quejosos, sin vida” (Ibid.).
Para evitar esto, hay que comenzar por volverse a encontrar personalmente con Cristo, porque Él no defrauda y Dios no se cansa nunca de perdonar. La Sagrada Escritura invita continuamente a la alegría; sobre todo el Evangelio, donde Cristo manifiesta que desea hacernos partícipes de su profunda alegría: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena” (Jn 15, 11).
Ciertamente, explica el Papa Bergoglio, la alegría cristiana, se vive de modos muy distintos según las circunstancias de la vida. Pero en todo caso –vuelve al contraste con el individualismo– gracias al encuentro o reencuentro con Dios “somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero” (n. 8). Ahí, señala, está el manantial de la evangelización y de su alegría, porque quien ha alcanzado el sentido de la vida, no puede dejar de comunicarlo a otros, sobre todo si ve que lo necesitan.
Evangelizar: comunicar la alegría del encuentro con Cristo
2. La evangelización es comunicar la alegría que procede del encuentro con Cristo. En consecuencia, la alegría de evangelizar implica la preocupación por las necesidades de los demás. El Concilio Vaticano II afirma que la persona se realiza solamente en la donación de sí mismo a otros (cf. GS 24). El Documento de Aparecida sitúa ese impulso personalizador, uniéndolo al anhelo de comunicar la vida plena, en el núcleo de la evangelización: “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás. (…)La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión” (n. 360).
En esa misma línea el Papa Francisco recoge palabras de la Evangelii nuntiandi para insistir en que la entrega evangelizadora manifiesta esta alegría de haber encontrado a Cristo: “Ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos”, sino a través de aquellos –se refiere a los ministros del Evangelio, pero sin duda esto puede ampliarse a todos los cristianos– cuya vida irradia el fervor de haber recibido la alegría de Cristo (cf. n. 80).
En esa medida, la alegría de la fe es renovadora y fecunda. La Palabra de Dios, afirma la Biblia, hace nuevas todas las cosas. Cristo es –por ello– el Evangelio eterno (Ap 14, 6), la buena noticia siempre nueva. Y por ello, se lee en Evangelii gaudium, una propuesta cristiana que nunca envejece: “Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre ‘nueva’” (n. 11).
Evangelización, generosidad, alegría
3. La evangelización reclama, en suma, una entrega generosa y alegre. Pero, observa el Papa, esto no significa que pida de esfuerzos sobrehumanos, según una interpretación voluntarista o pelagiana (pues es Dios el que “hace” la evangelización, nosotros somos meros colaboradores). Tampoco nos pide olvidarnos de nuestra historia; al contrario, pues la misión vive de la “memoria” de los dones de Dios sobre todo en la Eucaristía (cf. nn. 12-13).
La alegría cristiana es, en definitiva, una “alegría misionera” (n. 21) que no excluye a nadie. Más aún, desea salir continuamente al encuentro de los demás (cf. Mc 1, 38), como en Pentecostés (cf. Hch 2, 6); porque “esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando frutos” (cf. nn. 21-23).
Alegría en la educación de la fe
Es este uno de los puntos primeros de toda educación en la fe, punto que interpela ante todo al educador. Y es que el educador cristiano lo es en cuanto testigo de su propio encuentro con Cristo, encuentro del que ha de brotar la alegría que ha de caracterizar toda la tarea educativa. En sí misma, esa tarea –que reviste muchas formas– es ya evangelización.
La evangelización debe ser no solo el marco sino también una de las finalidades principales de la educación en la fe, que debe ser educación para evangelizar. Pues bien, todo ello necesita, vive, de la alegría de Cristo, la transmite, la contagia, la pone en el corazón y en la vida de los demás para que la lleven a otros.
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