martes, 10 de marzo de 2015

La familia era el Milquinientos

La familia era el Milquinientos
   El amor nunca es una idea abstracta, sino algo material y cercano: tan cercano como el decorado, el atrezzo, de esa maravillosa comedia que es el hogar
   Si nos preguntaran en qué consiste el paisaje familiar, diríamos que es la mesa, rodeada de padres y hermanos, pero también el lecho conyugal… e incluso el coche. Antiguamente el Seat Milquinientos era la prolongación del hogar, donde cabían el cochecito, la tortilla de patata y el capazo con los pañales.
   El coche era, todavía, un ámbito de libertad. La cabina del turismo sustituía a la sala de estar y cantabas al ritmo del casete, jugabas con los pequeños a las adivinanzas, entre el olor a gasolina y a tortilla de patata, siglos antes de que existieran los DVD portátiles.

Primero fueron los Gordinis, luego los Milcuatrocientostreinta, después vinieron las rancheras de Renault, cuando aún no existían los monovolúmenes. Aquellos modelos de Citroën, o de Seat eran la prolongación del hogar porque, para empezar, había sitio. No porque los hicieran espaciosos, sino porque la civilización no había entrado con sus normas Rottenmeier, y la cabina era una confortable leonera donde no existía la obligación de llevar sillitas homologables, cinturones de seguridad y tropecientos dispositivos más, no menos absurdos y agobiantes. A los todoterrenos de ahora les sobran aparatos y les faltan niños. Mucho cinturón y pocos mocos. Mucho CD y poca charleta. Mucho DVD y pocas risas y/o lloros. Mucha norma y poca vida.
Cierto que recuerdas tu adolescencia y se te eriza el vello rememorando los calores de la carretera, camino de Salou, Comarruga, la playa (o el pantano) de San Juan. Cuando el único aire acondicionado era el manillar de la ventanilla que, en virtud de la ley de Murphy, se atascaba cuando el sol llegaba a la mitad de su carrera. Cuando se quemaban los manguitos y el coche te dejaba tirado en mitad de la nada, sin más sombra que unos cardos polvorientos y el siguiente pueblo quedaba a veinte kilómetros.
Con el coche ibas a Urgencias a coser la enésima brecha del enésimo hijo; o conocías España, que no era Dinópolis, terra-aventura y otras chuchameladas de importación, no. España era un doncel, y la silueta de un toro, las letras amarillas de John Deere sobre la chapa verde del tractor, y un motocarro repartiendo La Casera.
La familia era el coche. Y también la mesa, esa mesa de formica, o de madera y con hule; mesas intergeneracionales, con el abuelo pegado al transistor, las hijas adolescentes discutiendo por su armario sin fondo y el pequeño en la trona jugando a los barcos con los gajos de naranja. Mesas vividas, de comidas ruidosas y cálidas y discusiones cálidas y ruidosas. La comida, la cena o la merienda (merienda de pan, chocolate y Gaby, Fofo y Miliki) constituían un puro pretexto. El garbanzo era la excusa de los padres para ver crecer a sus hijos. Las sartenadas de patatas, un pretexto, rico pretexto, para que los críos se explayaran contando la pertinaz ojeriza que les había cogido la profe de Química. Mesas donde flotaban el humo y las risas y en las que siempre cabía un plato más para un amigo, porque donde comen seis comen siete…
Mesas con las huellas del Bic en forma de tablas de multiplicar y caricaturas, huellas del Juego de la Oca y las lecciones de Física, entre la casilla de la muerte y el principio de Arquímedes, huellas del mus con el que aprendimos a guiñar el ojo. Ya se sabe: familia que hace trampas unida permanece unida.

El attrezo del amor

La familia era el Milquinientos, y la mesa, y la misa, y el trastero con las bicis, un triciclo y una caja de Juegos Reunidos Jeyper; y el lecho conyugal, y las literas, y las paredes del pasillo con roces de cochecito y un monigote dibujado. Algo grandioso y a la vez menudo y cotidiano. El amor nunca es una idea abstracta, sino algo material y cercano: tan cercano como el decorado, el atrezzo, de esa maravillosa comedia que es el hogar.
He recordado todo esto, viendo en un álbum de fotos el primer Milquinientos de mi padre, con el emblema de médico (el bastón y la serpiente) en el parabrisas, no para presumir sino por si alguien requería sus servicios, cuando las carreteras de España, casi sin arcenes, eran recorridas por familias numerosas, maletillas haciendo autoestop y buenos samaritanos.
(*) Autores de los libros Pijama para dos y Manzana para dos.

pijamaparados.com (*)

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