domingo, 1 de marzo de 2015

Unión de la familia

Unión de la familia
   La unión entre los esposos viene favorecida por la inclinación de la naturaleza, pero también ulteriormente por el enamoramiento, y por la libre y responsable decisión de unir sus vidas
   La concordia y unión entre todas las personas es un ideal y un deseo universal, lejos de todos los odios, recelos y discriminaciones. No puede haber paz entre los hombres allí donde se cultivan las semillas del desamor y de la exclusión.
   Este ideal ha de hacerse realidad en primer lugar dentro de las familias. “La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas” (San Juan Pablo II. Exhort. Apost.Familiaris consortio, n. 18).

¿Cómo conseguir esta unión? Ciertamente no puede construirse mediante un decreto, una simple obligación legal dimanante de unas políticas públicas más o menos bienintencionadas. “El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas” (idem).
El amor es una condición antropológica esencial, a todos los niveles, y en concreto a nivel familiar. "El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente" (San Juan Pablo II. Enc. Redemptor hominis, n. 10).
El amor verdadero entre las personas tiene como principal enemigo el egoísmo: que cada uno vaya a lo suyo. Sucede a todos los niveles, también a nivel matrimonial, impidiendo el don de sí. “La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne» y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (Familiaris consortio, n. 19)
La unión entre los esposos viene favorecida por la inclinación de la naturaleza, pero también ulteriormente por el enamoramiento, y por la libre y responsable decisión de unir sus vidas. “Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana” (idem).
La unión entre los esposos se afianza y se eleva por la acción de la gracia divina; “en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús” (idem).
La unión de la familia se ve deteriorada por las diversas formas de infidelidad y de promiscuidad. La fidelidad es manifestación del verdadero amor, que no admite ser compartido en el mismo plano. El compromiso matrimonial y familiar es, por su naturaleza, exclusivo. “Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad matrimonial confirmada por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno amor»” (idem).
Rafael María de Balbín

almudi.org

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