martes, 19 de enero de 2010

La gran esperanza




¿Qué me cabe esperar? Ésta es la pregunta decisiva que toda persona se hace a lo largo de su vida. Representa un interrogante acerca del sentido de nuestra existencia y del destino que nos aguarda. La formuló Immanuel Kant hace más de dos siglos y encuentra hoy una luminosa respuesta en Spe salvi, la encíclica sobre la esperanza de Benedicto XVI. Lo que todos esperamos es vivir. Por eso la muerte se presenta ante nosotros como una profunda quiebra en la que parece que nuestras expectativas se hunden. Pero, bien pensado, lo que de verdad queremos no es una indefinida prolongación de los días del calendario. Aspiramos a más. El objeto de nuestro deseo es una vida plena, en la que —como dice el Papa— «la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos a la totalidad». Anhelamos sumergirnos en «el océano del amor infinito», en la inmensidad del ser, desbordados por la alegría. Y esto, lo sabemos bien, no es algo que nos quepa alcanzar en esta vida.

Se trata de un tema perfectamente serio, que escritores superficiales están tratando de manera frívola. Hay razones filosóficas que fundamentan rigurosamente la realidad de la inmortalidad del alma. Pero, sobre todo, nos cabe esperar en la vida eterna gracias la confianza cierta que nos ofrece la fe en Jesucristo, muerto y resucitado por amor.

No se trata de una salvación individualista. Nadie se salva solo, así como nadie puede ser libre por su cuenta. La vida humana es un entramado de libertades que únicamente se pueden conciliar si todos aspiramos concertadamente a un bien solidario. Nada hay menos humano ni menos cristiano que el atomismo social, imperante en las ideologías de la modernidad. No es cierto que, si todos buscan su beneficio egoísta, lo que resulte sea el interés general.

Benedicto XVI traza en un panorama grandioso y realista, tan alejado de las utopías de la liberación como del consumismo que pone su corazón en satisfacciones inmediatas. Este horizonte trascendente confiere peso y valor a cada una de las actuaciones humanas que, como ya apunta el diálogo Gorgias de Platón, serán tenidas muy en cuenta al final. El Romano Pontífice no vacila a la hora de afirmar que el argumento más fuerte en favor de la vida eterna es precisamente el de la necesidad de un restablecimiento de la justicia que abarque todo el arco de la historia. Los débiles encontrarán satisfacción de los atropellos sufridos, mientras que el cinismo del poder no se dará por bueno. Pero el balance definitivo no anuncia temor sino amor. Sólo el amor salva. Sin menoscabo de la justicia, lo que nos espera es la misericordia.

Alejandro Llano

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