domingo, 26 de febrero de 2012

Política para consumir

   En el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el de enero de 2012, la clase política y los partidos políticos ocupan  de nuevo –como en noviembre- el tercer puesto, si bien a gran distancia, entre los problemas que los españoles consideran más importantes, después del paro y de la situación económica.
 
   Puesto que la encuesta del CIS no da las razones de esta percepción ciudadana, es preciso aventurar explicaciones. Una puede ser que los españoles estemos considerando a los políticos como responsables del paro y de la crisis económica. Al no formar parte de la solución de la crisis, los partidos habrían pasado a ser parte del problema. Otra explicación, compatible con la anterior, podría ser –y tanto el movimiento del 15M como la alta abstención registrada en las elecciones generales apuntan a ello- una crisis de representación. 
 
   Los españoles estaríamos considerando a la clase política un problema porque juzgamos que los políticos han dejado de hacer pie, no se ocupan de los problemas que nos preocupan a los ciudadanos, manejan unos conflictos ficticios y, en consecuencia, no nos representan. Los políticos, en vez de resolver nuestros problemas, se estarían preocupando de los suyos.
   Lo peor de la desconfianza que propician los partidos políticos es que se trata de un mal que viene de lejos. Resulta descorazonador, en efecto, comprobar que el descontento con los partidos políticos tiene, al menos, más de un siglo de historia a sus espaldas y que no es un problema circunscrito a la piel de toro española. En sus extraordinarias novelas de su trilogía transilvana, Miklós Banffy, junto a otros elementos de la trama, describe la ineptitud y cortedad de miras con que los partidos políticos húngaros gestionaron el marasmo balcánico previo a la primera guerra mundial. 
 
   En “Las almas juzgadas”, Banffy les dedica unas palabras sarcásticas que transcribo: "Durante su legislatura, los partidos de la coalición se mataron, se odiaron y, como estaban obligados a negociar asuntos de Estado -donde lo importante siempre era el interés del partido y no del pueblo-, llegaron a degradar la autoridad del Parlamento que habían prometido defender". ¿Le suena esto al lector? ¿Podemos reconocer en esta descripción el día a día de la política actual?
 
   Si esto es así, nos encontramos ante un grave problema. En efecto, no es asunto de poca monta que el principal cauce de participación política, a través del cual se canaliza el voto –el poder- de cada ciudadano, se perciba como alejado de las demandas y necesidades ciudadanas. Recientemente, Nathan Gardels publicaba una tribuna en la que abogaba por las “despolitización” de la democracia. Lo que, en realidad, defiende es que los partidos políticos tengan mucho menos protagonismo. En opinión de Gardels, la democracia, para serlo de verdad, debería articular de una forma nueva –disminuyéndolo- el protagonismo de los partidos.
 
   Pero yo no estoy muy seguro de que la solución vaya por ahí o, al menos, que ésa sea la única solución. De hecho ya existen otros cauces para la participación ciudadana, capaces de competir, o al menos complementar, la representación que ejercen los partidos. Los sindicatos, por ejemplo, en el diseño constitucional español poseen  un gran poder de negociación, y, sin embargo, atraviesan la misma crisis de representación que los partidos. También albergo serias dudas sobre lo representativos que puedan ser los consejos escolares, las asociaciones de vecinos, los consejos de la juventud y otros cauces abiertos a la participación de los ciudadanos implicados. Y tengo dudas sobre su representatividad por el simple hecho de que la participación ciudadana en la elección de sus componentes maneja cifras ridículas.
 
   La escasa participación ciudadana en los cauces ya existentes apunta a otra posible causa de la desafección política. Quizá el problema no lo sean sólo los partidos, aunque tengan muchos aspectos que mejorar. Quizá somos los ciudadanos quienes, con nuestro absentismo político, hemos permitido que los previstos cauces de representación no lo sean en la práctica. Lo que en realidad está sucediendo, me parece a mí, es que los ciudadanos sólo participamos en política cuando, como se dice coloquialmente, es preciso salvar los muebles; es decir, cuando la sociedad atraviesa serios problemas y las cosas no funcionan. La movilización ciudadana es reactiva: parece que sólo tiene lugar cuando la casa está ardiendo.
 
   Tal vez los satisfechos ciudadanos occidentales comprendemos la política como un servicio más que “alguien” nos presta y al que acudimos con la característica mentalidad del consumidor, que puede ser insoportablemente exigente conforme a la idea de que el cliente –en este caso el ciudadano- siempre tiene la razón. Según este planteamiento, la política no sería algo que realizamos entre todos, sino un servicio que alguien estaría obligado a prestarnos; alguien al que, por supuesto, podemos despedir si no nos gusta.
 
   El quid del asunto, por tanto, es si deseamos mantener una democracia de “consumidores” de servicios políticos –muy acorde, por otra parte, con el individualismo occidental- o una democracia al estilo de la Grecia clásica, en la que la identidad más acusada del individuo era su condición de ciudadano, de miembro activo de la polis. La legitimidad de nuestra crítica a la clase política y a los partidos depende en realidad de cómo resolvamos este dilema. Lo que hemos de dirimir es si estamos dispuestos a ser miembros activos y comprometidos de la comunidad política o preferimos seguir siendo exigentes comensales del menú que los cocineros de la política han de servirnos en su punto.
 
Francisco de Borja Santamaría
Arvo.net

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