Desde el gigante sudamericano, el Papa argentino ha lanzado a todo el mundo una teología de la inclusión, que evite abandonar a algunos como náufragos en la periferia social
“El viaje a Brasil del Papa Francisco ha colmado todas las expectativas”. Esta frase sería sospechosa de triunfalismo en labios del séquito papal o del Ejecutivo brasileño. No lo es, si la escribe el periodista y rabino judío Gustavo Guershon. Tiene razón. Nunca un viaje papal −salvo el primero del Papa Wojtyla a Polonia− había levantado tantas esperanzas, dentro y fuera de Brasil.
Cuando el Papa Francisco se adentró en la Franja de Gaza brasileña −la favela que visitó en el viaje que acaba de concluir−, no sólo estaban pendientes de su mensaje social las autoridades brasileñas y los fieles de todo el mundo, sino la diplomacia y hasta la inteligencia de USA, China, UE y Cuba, entre otras. También en los ambientes “entre sombras” se esperaba, con curiosidad contenida, la visión que Francisco daría −en el epicentro de la pobreza− de la doctrina social de la Iglesia, tal y como quiere impulsarla en el segundo decenio del siglo XXI. Alguno dio más de un respingo cuando oyeron decir al risueño papa argentino: «La fe es revolucionaria. Y os pregunto (a los jóvenes): ¿Estáis dispuestos a entrar en la ola de la revolución, de la fe? Sólo entrando en ella tu vida joven tendrá sentido y será fecunda». Y una cierta tensión se notó en las cúpulas de los ejecutivos mundiales cuando pidió una acción contundente para defender «a los pobres ante intolerables desigualdades sociales y económicas que claman al cielo».
Y es que una de las expectativas del viaje al Brasil era cómo afrontaría el Papa argentino el dilema de articular unas estructuras económicas equidistantes del turbo-capitalismo, ajeno a la solidaridad, y de un nuevo marxismo vergonzante, alérgico a la libertad. Es decir, qué versión daría el Papa de su “Iglesia de los pobres”. ¿Existía una liaison del mensaje del Papa Francisco con la teología de la liberación, una de cuyas cunas fue Brasil? Con todos mis respetos a los teólogos, después de un atento análisis de las intervenciones del Papa Bergoglio, me temo que esta hipótesis olvida algo importante en el pensamiento y en la acción del Papa argentino: su fuerte conexión con la doctrina social de la Iglesia, anterior en el tiempo a la teología de la liberación.
Las diversas formas de esta última sacaron precisamente de la doctrina social de la Iglesia la gran mayoría de sus afirmaciones, pero olvidando normalmente su espíritu: la trascendencia. Desde siempre la doctrina social de la Iglesia condenó los abusos, las injusticias y los ataques a la libertad. Es más, anima a luchar “por la defensa y promoción de los derechos del hombre”, de modo que la “opción preferencial por los pobres” es un postulado fundamental −con ese u otro nombre− que recorre las encíclicas sociales de estos dos últimos siglos. Pero el Papa Francisco −basta ver su bagaje teológico− es consciente de que abandonando el ángulo propio del mensaje eclesiástico, el de la teología moral, algunas formas de teología de la liberación «conducen inevitablemente a traicionar la causa de los pobres», a pesar de su inicial impulso. De algún modo podría decirse que hoy son un “bello cadáver”, porque extrajeron de los mensajes sociales de la Iglesia su cuerpo de doctrina, pero olvidaron el alma que las anima. Sacralizaron la política, intentando captar la religiosidad del pueblo en beneficio de la revolución.
Existe, sin embargo, un problema: que la doctrina social de la Iglesia no solo es un conjunto de principios de reflexión, sino también de directrices de actuación. Lo primero se había acentuado más que lo segundo en los ambientes eclesiásticos de los siglos XIX y XX. El Papa Francisco ha puesto en este viaje el acento en la acción, recordando que los principios, en sí mismos, pueden quedar estériles si no inspiran directrices prácticas. Tal vez por eso el Papa animó a algo que puede parecer sorprendente: «Quiero −decía a los jóvenes− que salgan a la calle a armar lío, quiero lío en las diócesis, quiero que se salga fuera, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que la Iglesia abandone la mundanidad, la comodidad y el clericalismo, que dejemos de estar encerrados en nosotros mismos». Si a eso se une el optimismo de Francisco, se entiende enseguida la rápida aceptación que su figura tiene. Repárese, que siempre que lanzó un desafío, lo acompañó de una invitación a la esperanza: «A ustedes y a todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. No se habitúen al mal, sino a vencerlo».
La segunda cuestión que este viaje ha despejado es la pregunta latente que sobrevolaba su primera salida fuera del Vaticano: pero este Francisco, ¿va en serio? La duda era si los gestos de austeridad dentro del Vaticano −y lo que significan− se verían reflejados en sus viajes al extranjero, trasladando al ámbito internacional lo que comenzó a vivir en el pequeño hábitat romano. La respuesta ha sido afirmativa. Un ejemplo. El pequeño Fiat gris no blindado con el que recorrió largos trayectos, puso los pelos de punta a las fuerzas de seguridad. Sobre todo cuando el Papa Bergoglio bajó la ventanilla del pequeño vehículo y comenzó a saludar a la multitud. Era todo un espectáculo contemplar la cara risueña del Papa en contraste con la profunda gravedad de los rostros de la escolta. Al parecer, el Papa se tomó en serio lo que el ministro brasileño Gilberto Carvalho dijo cuando, resignado, le trasladaron el mensaje de que el Papa no quería coches blindados ni soldados con fusiles a su alrededor:«Será entonces el pueblo brasileño quien protegerá la vida del Papa Francisco». Naturalmente, no es una invitación a los líderes mundiales a que bajen la guardia, pero sí un ejemplo de que, a veces, se alejan demasiado de las gentes con sus interminables escoltas de coches y despliegues. La proximidad de Francisco ha sido todo un desafío. Como decía con sentido común una mujer de las favelas: «Si no tiene miedo en El Vaticano, ¿por qué lo va a tener aquí?».
El viaje a Brasil, desde luego, trasciende sus límites geográficos. En realidad, desde el gigante sudamericano, el Papa argentino ha lanzado a todo el mundo una teología de la inclusión, que evite abandonar a algunos como náufragos en la periferia social. Pero esto no puede dejar en claroscuro un fenómeno estrictamente brasileño del que el Papa Bergoglio era consciente. La proporción de los católicos en Brasil ha bajado en picado del 99,7% en 1872 al 64.4% en 2010. La presión del protestantismo es fuerte. A lo que hay que añadir la fuerte difusión de los cultos sincréticos afrobrasileños en las clases bajas, y de la masonería y el kardecismo −una forma de espiritismo con especial desarrollo en Brasil− en las clases medio altas.
La ‘Reorganización’ de esta especie de mercado de la fe, con una Iglesia católica con baja cotización y unos movimientos no católicos en alza, requería una brusca sacudida. La persona del Papa Francisco, su mensaje sencillo y socialmente exigente, su desprecio de lo políticamente correcto y su cercanía, ha despertado una atención inusitada por la Iglesia católica. Lo cual no quiere decir que el Papa haya pedido un trato especial. Al contrario, ha insistido en una laicidad positiva del Estado, «que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas».
El Wall Street Journal acaba de definir a Bergoglio como “un verdadero animal político”, ayudado por un formidable “púlpito mundial”. La revistaTime, al dedicar su portada al Papa argentino, lo califica como “El Papa del pueblo”, y Vanity Fair lo ha proclamado el “hombre del año”. Por otra parte, medios italianos vaticinan una suerte de Vatican sunset, una especie de atardecer para algunos de los viejos esquemas, con una Iglesia de los pobres y una teología del trabajo en el centro de la escena. Los jóvenes se entusiasman con él. Incluso los italianos lo prefieren −¡nada menos!− a sus dos monstruos sagrados Valentino Rossi y Mario Balotelli. El fervor de los tres millones de jóvenes situados a lo largo y ancho de la playa Copacabana no dejaba lugar a dudas.
Ajeno a estos calificativos, el Papa Francisco es evidente que ha vuelto rejuvenecido de este baño de multitudes. En el viaje de ida hacia Río manifestó que no concedía entrevistas a la prensa: «Para mí es algo difícil. Los periodistas no sois santos de mi devoción», dijo con su habitual franqueza. A la vuelta, se ha ofrecido con una inédita desenvoltura a someterse a todo tipo de preguntas durante hora y media. Sobre Vatileakses interesante su declaración de que ni Benedicto XVI ni él se asustaron especialmente por los resultados de las investigaciones. Y es natural, nadie desconoce que en la Iglesia hay de todo. Es como la Humanidad misma, que recuerda los dramas de Shakespeare: un tropel de gentes en los que se mezclan buenos y malos, santos y pecadores, avaros y menesterosos. Basta pensar en que la sociedad más civilizada, la europea, produjo en cuatro décadas dos guerras mundiales, tres sistemas totalitarios y montañas de cadáveres. Nadie puede asustarse de que también en la Iglesia se den contrastes que puedan escandalizar a algunos. Como dijo el propio Francisco: «Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece». En efecto, hacer crecer el bosque es el gran desafío que le espera en Roma.
Rafael Navarro-Valls es secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y catedrático de la UCM
elmundo.es
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