En la historia de las Jornadas Mundiales de la Juventud, la playa carioca de Copacabana quedará para siempre como símbolo de la JMJ de Río de Janeiro. Su famosa arena fue testigo de la llamada que el Papa Francisco, en su primer gran encuentro con los jóvenes, les lanzó para ser misioneros, poniendo en el centro a Cristo y haciéndose protagonistas de la vida de la Iglesia y de la Historia. Esta arena, en la que tres millones de jóvenes han vivido momentos intensos de encuentro con el Señor, no puede dejar de dar fruto
Tres millones y medio de jóvenes, según la cifra oficial
del Ayuntamiento de Río de Janeiro, se dieron cita
en Copacabana para el encuentro con Cristo
y con su Vicario, el Papa
Todo empezó en una playa. En una playa, el nuevo rabbí salido de Nazaret llamó a unos jóvenes a ser sus primeros discípulos, con la provocadora invitación a ser «pescadores de hombres». Muchos siglos después, cuando otra generación de pescadores de hombres llegó a un nuevo continente recién descubierto, la primera Misa que se celebró en lo que ahora es Brasil tuvo lugar en una playa. Y, hace apenas unos días, en otra Misa en una playa, el sucesor del pescador de Galilea volvió a enviar a más de tres millones de jóvenes como pescadores de hombres, llamándoles a hacer discípulos de Cristo a los hombres de todos los rincones y realidades del mundo.
La Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro ha sido mucho más que una JMJ. Al ser el primer viaje fuera de Italia del Papa Francisco, y siendo además su regreso como Papa a Hispanoamérica, ha servido para destilar lo esencial de sus primeros meses de pontificado, y presentar al mundo la carta de navegación que tiene para la barca de la Iglesia, cuyo timón le ha sido confiado. Lo ha hecho en sus mensajes a los jóvenes, pero también en sus encuentros con otros protagonistas de la vida de la Iglesia, como los obispos -y, en particular, los pertenecientes a la Conferencia Episcopal Latinoamericana-, sacerdotes, y religiosos. También en los muchos gestos sociales que han jalonado su viaje, como su visita a una favela y a una unidad de tratamiento de toxicómanos, o en su encuentro con un grupo de jóvenes reclusos.
Con las ideas claras
El Papa ha dejado preguntas para rumiar
más adelante: «¿Yo rezo?
¿Yo hablo con Jesús, o le tengo miedo al silencio?»
El Papa Francisco aterrizó en Río de Janeiro con las ideas claras. Pocas horas antes del acto de acogida en la playa de Copacabana, el jueves 25, participó en el encuentro de la Delegación argentina. Los más de 40.000 jóvenes que la componían han sido uno de los grupos que más interés han suscitado. Los peregrinos estaban deseosos de hablar con ellos y tener algún recuerdo del país del nuevo Papa. A ellos, el Papa les confesó, que de la JMJ, esperabalío; no tanto el lío de una ciudad tomada por cientos de miles de jóvenes, sino «lío en las diócesis, que se salga afuera...»
El Papa quiere jóvenes sin miedo a Cristo, capaces de hablar con Él confiadamente y de preguntarle qué quiere de ellos, también cuando han cometido un error, como dijo en la Vigilia del sábado. Y, como consecuencia de esto, jóvenes sin miedo a la hora de dar testimonio; pues -subrayó en la homilía de envío-, «cuando vamos a anunciar a Cristo, es Él mismo el que va por delante» y permanece a nuestro lado. En el encuentro con los jóvenes argentinos, les ofreció dos pistas para lograrlo: las Bienaventuranzas, y el capítulo 25 de San Mateo, que agrupa la parábola de las vírgenes prudentes, la de los talentos y la del juicio a las naciones. En una palabra, misericordia y tensión espiritual.
Cómplice sí, pero exigente
En este primer gran encuentro con los jóvenes, el Papa siguió fiel a su estilo cercano y coloquial, con alusiones cómplices a temas como la pasión brasileña por el fútbol. Según su costumbre, estableció diálogos con los jóvenes, y reconoció que él mismo quería ser confirmado por su entusiasmo, para no ser un obispo triste. Pero también ha sido exigente, y les ha mandado deberes, dejándoles algunas preguntas para rumiar más adelante: «¿Yo rezo?, ¿yo hablo con Jesús, o le tengo miedo al silencio?»; «¿Tengo valor, o soy cobarde?»; «¿Soy un joven atontado?»; «¿Como quién queréis ser: como Pilato, como el Cireneo, como María?»... «En este sentido -reconoce Gabriel, diácono argentino- es muy parecido a Juan Pablo II», hasta en la forma de hablar.
En la playa de Copacabana, le escuchaban atentos jóvenes de todo el mundo, con historias, lenguas y culturas distintas, pero con mucho en común: no sólo su fe en Cristo, sino también los obstáculos para ser testigos de ella como quisieran. Quoc, de Estados Unidos, aunque de origen vietnamita; Ben, de Singapur; Miguel, de Australia..., hablan de la secularización de sus sociedades, de las leyes contrarias a la doctrina de la Iglesia, del miedo al rechazo. Todos intentan dar testimonio con sus vidas, con sus actos. Curiosamente, sólo Jutta, de Alemania, asegura que a ella no le cuesta mucho ser misionera. El motivo: está comprometida en un movimiento juvenil dedicado precisamente a la evangelización de jóvenes: «Mi corazón late por ello», y su propia fe se ha fortalecido en el proceso, asegura. El Papa le dio la razón, al asegurar, el domingo, que la fe «es una llama que se hace más viva cuanto más se comparte, se transmite, para que todos conozcan, amen y profesen a Jesucristo».
¿Seguro que estamos en Río?
El Papa aseguró que Jesús iba a salir al encuentro
de los jóvenes, no sólo en el trato con otros
jóvenes, sino en la Penitencia y la Eucaristía
Una de las claves de la misión, presente durante toda la Jornada, ha sido que, antes que nada, Cristo debe estar en el centro y por encima de todo, como el Redentor que vela sobre Río con los brazos abiertos. Durante parte de la Jornada, las nubes impidieron verlo, y los peregrinos bromeaban, diciendo que no sabían si estaban en Río o no. De la misma manera, es imposible que alguien sea misionero si no se nota que Cristo es el centro de su vida. Hace falta, entonces, que la fe produzca en nuestra vida, como dijo el Papa el jueves, una «revolución copernicana» que «nos quite del centro y ponga en él a Dios».
Esta centralidad de Cristo fue patente no sólo en los discursos del Papa, sino en todas las actividades que la Iglesia propone en la Jornada, como el mejor itinerario para los jóvenes peregrinos. En el acto de bienvenida, el Papa aseguró que Jesús iba a salir al encuentro de los jóvenes, además de a través del trato con otros jóvenes, en la Penitencia y en la Eucaristía. Él mismo confesó a varios jóvenes, el viernes por la mañana, en uno de los 50 confesionarios situados en la Feria Vocacional, donde también había Adoración eucarística. Subrayaba esta centralidad, asimismo, el esquema de las catequesis, que, de miércoles a viernes, se desarrollaron en casi 300 sedes: los obispos catequistas comenzaron presentando la sed de Dios del hombre de hoy, para a continuación hablar de cómo ser discípulos de Cristo y, por último, de la misión.
También el Papa reservó para el final sus enseñanzas sobre la misión. Antes de ofrecerlas, quiso despertar a los jóvenes, exhortándoles a «jugar para adelante», para ser «protagonistas de la Historia» y construir un mundo mejor, que responda a todas sus inquietudes. Algo que, una vez más, sólo se puede hacer desde Cristo: «Llevar el Evangelio -aseguró en la Eucaristía final- es llevar la fuerza de Dios para arrancar y arrasar el mal y la violencia; para destruir y demoler las barreras del egoísmo, la intolerancia y el odio». Esta misión no es optativa, sino un mandato del Señor, «que no nace de la voluntad de poder, sino de la fuerza del amor» a Cristo. Y no puede dirigirse sólo a «los que nos parecen más cercanos, más receptivos», pues también la indiferencia hacia el Evangelio es unaperiferia existencial a la que hay que salir.
Trabajo serio, dentro de la Iglesia
«Vayan», no «andá (ve)», dijo Jesús. La misión sólo se puede realizar dentro de la Iglesia. «Jesús no ha llamado a los apóstoles para que vivan aislados», sino a formar una comunidad, afirmó el Papa en la Eucaristía de envío. Y, en ella, los jóvenes deben ser protagonistas. Esta llamada seguro que resonó en Natalia, una joven brasileña que, antes del comienzo de la Jornada, lamentaba que «las parroquias aquí no tienen mucha preocupación por los jóvenes», y manifestaba su esperanza de que, tras la JMJ, la Iglesia en Brasil «va a ver que el joven es fuerte y es importante para ella». El sábado, apoyándose en una de las representaciones que se hicieron al comienzo de la Vigilia, el Papa recordó cómo san Francisco de Asís se dio cuenta de que la llamada de Dios a reconstruir su Iglesia, en realidad, le pedía «ponerse al servicio de la Iglesia, amándola y trabajando para que en ella se reflejara cada vez más el rostro de Cristo»; una llamada que se sigue repitiendo hoy: «Dios llama a opciones definitivas -les dijo a los voluntarios-, tiene un proyecto para cada uno: descubrirlo, responder a la propia vocación, es caminar hacia la realización feliz de uno mismo».
Gabriel, el diácono argentino, valoró la gran ayuda que supone que «el Papa mueva a los jóvenes a la misión, porque son ellos los que tienen que hacerla. Se pueden conseguir jóvenes completamente comprometidos con el Evangelio, pero hay que hacer un trabajo serio con ellos, acompañarlos espiritualmente». Añadía esto en línea con el llamamiento que hizo el Santo Padre a los sacerdotes a continuar su trabajo con los jóvenes más allá de la Jornada, para que lo plantado en ella dé buen fruto. Ésa era también la intención de los jóvenes del nordeste de Brasil que, antes de la Eucaristía de envío, repartieron a algunos de sus coetáneos saquitos con pipas de girasol. Les explicaban que esas semillas representaban su oración por la Jornada, e invitaban a plantarlas en casa, al volver, como símbolo del fruto que están llamados a dar. Así, en Copacabana, la arena se hizo suelo fértil.
María Martínez López
enviada especial
El buen recuerdo de una mala organización
La playa de Copacabana será, para siempre, símbolo de la JMJ de Río, pues ningún otro escenario de una Jornada -al menos de las recientes- ha acogido todos sus actos centrales. Millones de jóvenes han vuelto a casa contando que, en una de las playas más famosas del mundo, se protegieron como pudieron de la lluvia y del frío, o que, pocos días después, se bañaron en sus aguas mientras esperaban al Papa. Sobre su arena siguieron el Vía Crucisy, de rodillas, adoraron al Señor Eucaristía. Recordarán la imagen del sol y la luna saliendo sobre los morros -cerros- que la rodean, y la sensación de acostarse bajo unas estrellas distintas a las de España. Al final, el recuerdo es positivo; pero tal vez Copacabana quede también como signo de lo más negativo de la Jornada. La Vigilia y la Misa de envío se celebraron en ella debido al mal tiempo, que sorprendió a todos e hizo impracticable el Campus fidei de Guaratiba. La organización de estos actos finales, además, es el ejemplo más claro de los problemas de organización, que habían comenzado mucho antes: peregrinos que estuvieron un día entero sin recibir su acreditación, colas enormes para conseguir -en un solo sitio- las mochilas... Todo unido al caos de moverse en transporte público en una ciudad muy extensa, pero que sólo tiene dos líneas de Metro. A esto, se añaden las anécdotas de robos de todo tipo: a un grupo español, de camino a Río, le robaron el autobús mientras hacían noche; afortunadamente, sin gente ni equipaje dentro.
Con todo, lo más grave ocurrió el fin de semana. O pudo haber ocurrido, pues al llegar a Copacabana, los tres millones y medio de peregrinos (según la cifra oficial facilitada por el Ayuntamiento de Río de Janeiro) se encontraron con que no se habían delimitado áreas para acampar, ni más caminos que los dejados por ellos mismos, y no había personal de orden a la vista. Esto, además de incómodo, resultaba peligroso, pues la evacuación en caso de emergencia resultaba casi imposible; mucho más antes de la llegada del Papa, pues el acceso y salida de la playa -y con ello el acceso a los pocos servicios disponibles- estaba impedido por las vallas que delimitaban el paso del papamóvil. Por otro lado, no se controló que sólo accedieran a la playa los peregrinos y, durante todos los actos, se permitió que vendedores ambulantes pregonaran sus mercancías por la playa. Sin embargo, nada impidió el buen recuerdo de la JMJ de Río 2013.
El Espíritu tiene nombres
Durante la Vigilia del sábado, a través del testimonio de cuatro jóvenes, los peregrinos comprobaron que la acción del Espíritu Santo es real y, cuando se le deja, interviene en la vida de las personas, con nombres concretos.
El primer testimonio fue el de Carlos, de 30 años, cuya vida era similar a la de muchos jóvenes brasileños. Educado en valores cristianos, tuvo una adolescencia difícil: malas compañías, uso y tráfico de drogas, una novia «que practicaba la magia negra», robos, y «convivir con traficantes y tiroteos». Al surgir los problemas con su familia, «excluí definitivamente a Dios de mi vida. Ya no me reconocía». Su novia quedó embarazada y abortó a los 3 meses de gestación. La experiencia «nos dejó tan chocados que comprendimos que teníamos que cambiar de vida». Y al buscar referentes, «pensé en Jesús crucificado». Poco después, una amiga le invitó a ir a misa y, poco a poco, «fui volviendo a la Iglesia. Dejé los vicios y me acabé confesando». Pidió perdón a sus padres y comprobó que, «aunque nos alejemos de Dios, Él está ahí».
El siguiente en dar testimonio fue el padre Flavio Matías, un joven misionero en la selva de Mato Grosso, que celebra la Eucaristía a las 6 de la mañana para una tribu indígena. Recorre kilómetros por la selva para atender a todas sus comunidades, gente pobre, «una Iglesia que sufre». Pidió más vocaciones misioneras y recordó que, para ayudar al pueblo, «no hay otra forma de ser pastor que estar con las ovejas», desde la fe de la Iglesia y la cultura local.
El tercero fue Felipe, de 23 años, que quedó en silla de ruedas el pasado mes de enero, cuando unos ladrones entraron en su casa a robar el dinero que él y otros jóvenes habían recaudado para viajar a Río, y ante su resistencia, le dispararon. En 2011, había viajado a la JMJ de Madrid, «sin dinero, gracias a la ayuda de muchas personas», y durante la Vigilia de Cuatro Vientos, en mitad del silencio, «oí la voz de Dios. Volví a Brasil con el corazón en llamas, lleno del Espíritu». Cuando le dispararon, «el médico le dijo a mis padres que no sobreviviría», pero tras recibir la unción y la comunión, sanó. Su testimonio versó sobre la cruz de cada uno, que es «la de una nueva generación de adoradores, de jóvenes con fe, con fuego del Espíritu Santo»
El último testimonio fue el de Ana Vitoria, una joven de 21 años que superó los malos tratos de su madre, que era «adicta a los horóscopos y a las blasfemias», y que, al escuchar por azar una radio cristiana, descubrió el amor de Dios, empezó a leer la Sagrada Escritura, volvió a la Iglesia y llevó a su madre enferma a una oración de sanación, y no sólo quedó curada, sino que ha vuelto a la fe.
J. A. Méndez
Alfa y Omega
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