lunes, 30 de septiembre de 2013

El bien inmenso de la luz de la fe

        

   Que el bien inmenso de la luz de la fe es un tema no de moda y de necesaria actualidad podría ser el resumen más amplio de la encíclica 
La luz de la fe, publicada el 5 de julio por el papa Francisco, preparada por   Benedicto XVI y enmarcada en el ‘Año de la Fe’. Glosarla, resumirla, transmitir lo más esencial de ella, hacerme eco o acusar recibo es lo que pretendo en este artículo. Los números entre paréntesis son referencia a la numeración del texto pontificio.


      La fe no es una virtud con prestigio en los tiempos modernos, se la considera una luz ilusoria que podría bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una forma nueva. Lo refleja bien el consejo del joven Nietzsche a su hermana Elisabeth, recogido en el texto magisterial: «Aquí se dividen los caminos del hombre: si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga». Y continúa con la crítica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida (2). Pienso que no es necesario colorear y abundar más en el panorama hacia la fe del mundo contemporáneo para poder concluir con la encíclica que es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe.

      Es lo que expone el Papa en los cuatro capítulos que desarrolla la encíclica. Como el fenómeno de la difracción de la luz manifiesta las diversas gamas de colores que la componen, también la poderosa luz de la fe está compuesta por estas cuatro realidades: la luz del amor, la luz de la verdad, la luz de la esperanza de la salvación ofrecida a todos, y la luz de la esperanza en el progreso de la comunidad humana.

      Viniendo al Primer Capítulo bien podemos decir que la luz de la fe es luz del amor. Porque la fe no es creer en unas cuantas cosas, ni en los artículos del Credo −aunque los tengamos que creer−, sino que es creer en alguien, en alguien que nos quiere, en Jesucristo, el Hijo de Dios, que se entregó por nosotros para salvarnos y para que nos identifiquemos con Él. Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él (1 Jn, 4, 16), testimonia el apóstol Juan.

      Para la fe Cristo no es sólo Aquél en quien creemos, sino también Aquél a quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación de su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende ante el tribunal. Tenemos también necesidad de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como Aquél que nos explica a Dios (cfr. Jn, 1, 18) (18).

      El Segundo Capítulo de la encíclica se centra en la relación fe y verdad. El hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe sin verdad no salva, no da seguridad a nuestros pasos (24).

      Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy muy necesario, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica. Hoy parece que ésta es la única verdad cierta (25).

      La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor de Dios, y se abre a la fuerza de ese amor, llega al centro más profundo de la experiencia del hombre, que viene a la luz gracias al amor y está llamado a amar para permanecer en la luz (32).

      Explaya el Tercer Capítulo la luz de la esperanza de salvación que se ofrece a todos. Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí, y transmitirá su fe como palabra y como luz, la fe que se confiere en la comunidad de la Iglesia, y se expresa como respuesta a una invitación en la forma dialogada del Credo (39).

      La fe que se transmite en los sacramentos, particularmente en el Bautismo (41), y que alcanza su máxima expresión en la Eucaristía (44). Y en la oración del Padre Nuestro el cristiano aprende a compartir la misma experiencia de Cristo, y comienza a ver con los ojos de Cristo. La fe convierte en cauces de identificación con Cristo los mandamientos del Decálogo, que no son preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del yo y entrar en diálogo con Dios, dejándonos abrazar por su misericordia para ser portadores de misericordia (46).

      En el Capítulo Cuarto se considera cómo el humano progreso social, el desarrollo de la comunidad de los hombres, es abierto y perfeccionado por la luz de la fe cristiana, razón de verdadera esperanza. En los textos sagrados no sólo se presenta la fe como un camino personal, sino también como una edificación, como lugar en el que el hombre pueda convivir. En Noé,Abraham, etc. el Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable. Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios (51).

      El primer ámbito que ilumina la fe en la ciudad de los hombres es la familia: la fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida; hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades (53).

      Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. ¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su bien común! Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella (54).

      Que la Madre del Señor, icono perfecto de la fe, como dice santa Isabelbienaventurada la que ha creído (Lc 1, 45), no nos deje, ni nosotros la dejemos (58).

Pedro Rodríguez Mariño

diariodecadiz.es / almudi


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