El gobierno francés acaba de aprobar una ‘Carta del laicismo’ que cuelga desde este lunes en espacios visibles de todas las escuelas públicas del país vecino. La iniciativa parte de la reforma educativa impulsada por el actual inquilino del Elíseo desde los postulados de la llamada refundación de la escuela republicana.
A poco que se lean los quince mandamientos de la Carta se cae en la cuenta de que el ministerio de educación, lejos de los postulados de la laicidad abierta, se echa en manos del laicismo militante. Dos conceptos, por cierto, bien distintos. La laicidad, como sabemos, se apoya en la separación existente entre Iglesia y Estado, de forma y manera que ambas dimensiones tienen su campo de actuación en los ámbitos que les son propios.
Su representación constitucional es el modelo de Estado aconfesional. Es decir, no existe una religión oficial del Estado. El Estado, desde esta perspectiva, lejos de adoptar posiciones beligerantes contra las instituciones religiosas, es consciente de que la dimensión religiosa de la persona es una dimensión real que configura el ejercicio de las libertades innatas del ser humano.
Por eso, desde las instancias públicas se debe facilitar el pluralismo, también en esta materia, para que los ciudadanos puedan libremente desarrollar su personalidad en sentido completo e integral. Como sabemos, la cláusula del Estado social dispone que los poderes públicos deben hacer posible la libertad y la igualdad de los ciudadanos y los grupos en que se integran, eliminando incluso los posibles obstáculos que impidan su realización efectiva.
El tufillo autoritario que destila el laicismo, la nueva religión oficial, se pone de manifiesto en la Carta con toda claridad. No sólo cuándo dispone que la república laica organiza la separación entre religión y Estado, sino cuándo afirma que el fundamento de la libertad de conciencia es, nada menos que el laicismo. La separación entre Iglesia y Estado es un hecho que los poderes públicos deben respetar, en modo alguno organizar, pues al ser administrado desde las instancias públicas aparece la intervención estatal y, con ella, el sometimiento del poder espiritual a restricciones impuestas desde el poder público. Por otra parte, sostener que nuestra libertad de conciencia deriva del laicismo, y no de la dignidad del ser humano, es, a estas alturas, algo ya superado.
El ejercicio de la ciudadanía, y la conciliación entre libertad, igualdad y fraternidad, lejos de proceder, como su fuente, del laicismo, traen causa, igualmente, de la dignidad del ser humano. Afirmar, como señala otro de los mandamientos, que la Carta del laicismo asegura la libertad de expresión de los alumnos es otra exageración inaceptable. Por una razón bien sencilla: los derechos fundamentales, uno de los cuales es la libertad de expresión, se fundan en la dignidad de la persona.
Por eso, afirmar categóricamente, como se señala en otro mandamiento de esta Carta del laicismo, que el personal escolar está obligado a transmitir los valores del laicismo, que los alumnos no pueden invocar una convicción religiosa para discutir una cuestión del programa, o que nadie puede rechazar las reglas de la escuela de la República invocando su pertenencia religiosa, suena a imposición del pensamiento único. Algo incompatible con un Estado social y democrático de Derecho desde el cuál se debe fomentar el pluralismo y, por ende, la libertad de las conciencias
El autor francés Max Gallo, conocido por su militancia laica y republicana decía hacía algunos años, no muchos, que el laicismo implica una posición valorativa, contraria a la religión, convirtiéndose así en una confesión estatal que haría perder al Estado su aconfesionalidad y neutralidad. Por el contrario, si partimos, como debe ser, de la neutralidad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado −laicidad− resulta que, como es lógico y obvio, todas las manifestaciones sociales que regulen la dignidad del ser humano −también las públicas del hecho religioso− son perfectamente compatibles, en un Estado aconfesional y neutral, con la laicidad del Estado y, por ello, tienen la plena legitimidad que, por ejemplo, reconoce positivamente el artículo 16 de la Constitución Española de 1978.
Para terminar, unas consideraciones de este autor francés:
«Soy laico, republicano y católico. Sería una estupidez contraponer estas identidades. Los que se niegan a vibrar con el recuerdo de Reims y los que leen sin emoción el relato de la fiesta de la Federación no comprenderán jamás la historia de Francia. Mi trabajo de escritor, desde hace algunos años, consiste precisamente en tratar de dar la imagen más completa posible de la diversidad de nuestra historia nacional. Les Chretièns se inscriben en la misma línea que una biografía de Napoleón, de De Gaulle o de Víctor Hugo. Todo esto gira en torno a una interrogación sobre los fundamentos de nuestra colectividad nacional y de la identidad francesa. (…). Más profundamente, frente a todos los fanatismos y a todas las tentaciones sectarias, me parece necesario que nos paremos y dediquemos un tiempo a plantearnos algunas cuestiones fundamentales, espirituales, que afectan al sentido de nuestra vida. A este respecto, el cristianismo me parece que es una religión que trata de evitar las oclusiones, teniendo en cuenta al mismo tiempo la fuerte demanda de espiritualidad de nuestros contemporáneos. Esta religión se apoya en una convicción firme e innovadora: en cada hombre hay algo divino y sagrado. Esta convicción es también la mía».
Pensamiento compatible, pensamiento complementario, no más pensamiento único, no más imposiciones desde la cúpula. Que caiga este despotismo tecnoestructural que tanto daño hace a las libertades de las personas. Europa está como está porque se resiste a mirar hacia delante y se encastilla y aísla en polémicas del pasado que como mucho, no hacen más que alimentar prejuicios, impidiendo caminar con la mente abierta hacia el futuro. Qué pena.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho administrativo
analisis digital / almudí
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