domingo, 15 de junio de 2014

El fundamento de la realidad

 
 A 2.000 metros de altura, en una cresta caliza del parque nacional que él fundó, se encuentra la tumba de don Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa de Asturias. Grabado sobre la roca, este epitafio: 

   «Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente, pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo».


    Kant decía que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. Por eso, si Dios no existiera, se haría necesario explicar cómo el hombre ha podido crear una noción que ha estado presente en la conciencia humana no sabemos cuántos miles de años antes de que llegase a la consideración de los primeros filósofos. Y no como el centauro o las hadas: miles de millones de hombres no han dudado y no dudan en referir la noción de Dios a un ser realmente existente.

    Se podría pensar en un error colectivo, pero nadie acusaría de error a toda la humanidad sin una razón muy poderosa. Si se objeta que se trata de un consenso que no se apoya en un razonamiento lógico, se puede responder que quizá se apoye en algo más sólido que la lógica, pues una creencia que se mantiene en todo tipo de civilizaciones, estructuras sociales y niveles de cultura parece que nos habla de una ley psicológica de la naturaleza humana.

    En este sentido, a Dios apunta la primera pregunta filosófica: «¿por qué el ser, y no la nada?». Si en algún momento del pasado no hubo nada, ahora tampoco habría nada, y tampoco lo habría en el futuro, pues de la nada no se obtiene nada. Por tanto, parece evidente que siempre ha existido algo. Por otra parte, entre los seres que existen no conocemos ninguno que se haya dado la existencia a sí mismo: todos, tanto los vivos como los inertes, son eslabones de una larga cadena de causas y efectos. Pero esa cadena ha de tener inicio, pues pretender que un número infinito de causas pudiera dispensarnos de encontrar una primera, sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar por sí solo con tal de tener un mango muy largo.

    Si el cosmos no se da a sí mismo la existencia, debe haber algo más. Las tuberías contienen agua a condición de haberla recibido. Por eso, detrás del más complejo sistema de tuberías debe haber algo que no sea tubería: un depósito que contenga el agua por derecho propio. Pues bien, detrás de todo el complejo universo de seres que no se han dado la existencia a sí mismos, debe haber un ser que exista por derecho propio y comunique a los demás la existencia.

    El problema no se resuelve, como vimos, con un número infinito de seres, de igual forma que unas tuberías de longitud infinita no explicarían la existencia del agua que corre en su interior. Y si dijéramos que los seres simplemente existen y no hay nada más que hablar sobre ello, entonces estaríamos diciendo –como señaló Hegel– que no se debe pensar.

    Es importante saber si la primera causa es algo o alguien. Si es capaz de conocer y querer, entonces nuestro universo puede considerarse como algo concebido, querido y puesto en la existencia. Por el contrario, si el primer ser es irracional y ciego, entonces el cosmos ha sido producido a trompicones sin sentido. Sin embargo, la realidad que vemos es tan increíblemente compleja y ordenada, que solo parece haber sido capaz de causarla una mente inmensamente superior a la humana. La cooperación inconsciente de los seres materiales en la producción de un sistema cósmico estable no parece posible sin un ser inteligente que coordine el conjunto. En vista de ello, «nadie debe ser tan arrogante como para admitir la presencia en sí mismo de la razón y de la inteligencia, y negarla en el cielo y en el mundo; o como para sostener que un universo cuya complejidad casi supera el alcance de la más aguda razón no responde en su movimiento a ningún impulso racional» (Cicerón).

    Un párrafo de San Agustín: Pregunté a la tierra, y me dijo: No, no soy yo. Y todas las demás cosas de la tierra me dijeron lo mismo. Pregunté al mar y a sus abismos y a sus veloces reptiles, y me dijeron: No, no somos tu Dios; búscale más arriba. Pregunté a la brisa y al aire que respiramos, y a los moradores del espacio, y el aire me dijo: Anaxímenes se equivocó: yo no soy tu Dios. Pregunté en el cielo al sol, a la luna y a las estrellas, y me respondieron: No, tampoco somos nosotros el Dios que buscas. Dije entonces a todas estas cosas que están fuera de mí: Aunque vosotras no seáis Dios, decidme al menos algo de Él, decidme algo de mi Dios. Y todas dijeron a grandes voces: ¡Él nos hizo!

    (San Agustín, Confesiones).

José Ramón Ayllón, Ética razonada, Palabra


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