domingo, 8 de junio de 2014

El fundamento de la responsabilidad humana

Helena en Somalia

    Helena pasó el verano de 1992 en Somalia. Acompañaba a su padre, un cirujano al que Médicos Sin Fronteras había encomendado la dirección de un campo de refugiados. 

   El país se abrasaba en una sequía total. Veinte meses de guerra civil lo habían sembrado de niños cubiertos de llagas, malogrados para siempre por el miedo y la desnutrición. «Un día, nos contaba Helena en clase, al caer la tarde, llegó una desvencijada carretilla llena de cadáveres de niños somalíes. 

   Los descargamos bajo un árbol frondoso y nos dispusimos a enterrarlos. Cuando toqué uno de aquellos cuerpos inmóviles, el niño se movió y abrió los ojos. Tendría diez años. Estaba paralizado por la debilidad, así que le acaricié y le abrí los labios para darle sales hidratantes. Pareció que volvía a la vida. Un poco de leche le reanimó algo más: dijo que se llamaba Mohamed, y que sus padres habían muerto días atrás. Él había pasado muchas horas tumbado junto a un vertedero, cubierto por una caja de cartón, esperando la muerte».


    Una televisión europea preguntó al padre de Helena por los responsables de la tragedia somalí: quiénes, ante quién, en qué medida. Helena nos leyó parte de la respuesta de su padre: «La tragedia tiene varias vertientes: la sequía, las luchas intestinas y el desprecio que Naciones Unidas y Occidente han mostrado ante un problema que era una muerte anunciada. Somalia es un ejemplo de desprecio al ser humano, de la falta de humanidad de la política internacional, que es insolidaria, hipócrita y cruel, quizá porque el país no tiene petróleo ni fuentes de energía importantes».

    «Existen responsables», concluyó Helena, «pero todo el mundo sabe que no existe autoridad internacional capaz de exigir responsabilidades personales a ciertos líderes políticos. ¿Quién hará entonces justicia a tantos miles de víctimas inocentes?».

    Fundamento de la responsabilidad
    
    La pregunta de Helena está en el aire desde que, en palabras de Hobbes, «el hombre es lobo para el hombre». Y su respuesta ha comprometido a todos los grandes pensadores de la humanidad. Sócrates advirtió que, «si la muerte acaba con todo, sería ventajosa para los malos», es decir, sería una profunda injusticia hacia las víctimas. Kant pensaba lo mismo: que la inmensa deuda por la injusticia acumulada a lo largo de la historia justifica la inmortalidad personal y la sanción después de la muerte. Más explícito, Gandhi espetó al juez que debía condenarle, esta amenaza: «Si existe un Dios por encima de nosotros, los ingleses tendrán que responder ante Él de lo que han hecho en la India».

    Al estudiar la libertad vimos que la responsabilidad es, en cierto modo, el precio que hemos de pagar por nuestros actos libres, la obligación de justificar nuestras acciones en la medida en que afectan a los demás.

    Ser responsable significa tener que responder de algo ante alguien. Desde Homero, ese alguien es, en última instancia, Dios: fundamento último de toda responsabilidad. En la Ilíada y en la Odisea se nos repite el deber de la hospitalidad porque todos los huéspedes y mendigos son protegidos de Zeus; de un Dios que vigila a los hombres y castiga a quien yerra; y también leemos que los dioses han castigado a Polifemo por sus malvadas acciones. En el mundo homérico, «no aman los dioses felices las acciones impías, sino que honran la justicia y las obras discretas de los hombres».

    Si el sofista Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas, Sócrates y Platón puntualizaron que el hombre está, a su vez, medido por Dios. Solo sentirse responsable ante el gran testigo invisible es lo que pone al hombre en la ineludible tesitura de colmar un sentido concreto y personal para su vida, y de ver que su existencia tiene un valor absoluto e incondicionado.

    En su Carta VII, Platón recomienda «dar crédito a esas antiguas y santas tradiciones que nos revelan la inmortalidad del alma, y la existencia de juicios y terribles castigos cuando ella se vea libre del cuerpo. Por esta razón preferimos ser víctimas de grandes crímenes e injusticias, antes que cometerlos. El hombre que ambiciona las riquezas y tiene el alma pobre, no escucha este lenguaje. Si lo escucha, cree que debe reírse de él, y sin ningún pudor se arroja como un animal salvaje sobre lo que puede comer o beber, y sobre lo que puede saciarle del indigno y grosero placer que llama equivocadamente amor. Es un ciego que no ve cuáles de sus acciones llevan en sí la impiedad».

    Tomás Moro, el célebre Lord Canciller decapitado por Enrique VIII, es de la misma opinión que Platón. En su Utopía nos dice que los utopienses «creen que los vicios tienen castigo señalado en la otra vida, y las virtudes, su esperada recompensa. A quienes sostienen lo contrario ni siquiera se les considera como personas, por degradar la sublime naturaleza del alma a la vil condición del cuerpo de los brutos. Lejos están de tomarlos como unos ciudadanos más, pues de no contenerles el miedo, les importarían un bledo instituciones y costumbres. ¿Es que cabe la menor duda de que un individuo de esta clase no intentaría burlar con mañas las leyes de su patria o infringirlas con violencia, buscando el satisfacer sus ambiciones personales?, pues no existe para él temor alguno más allá de la ley, ni esperanza alguna más allá del cuerpo. Por eso, a quien abriga tales sentimientos, ni se le honra con distinciones, ni se le encomiendan cargos de autoridad, ni se le pone al frente de la función pública. En todo caso, se le desprecia como a sujeto de naturaleza desidiosa y mezquina».

    Pero la reflexión más famosa sobre la responsabilidad última del hombre la escribe Shakespeare. Se trata del soliloquio en el que Hamlet considera la posibilidad del suicidio: «¡Ser o no ser: he ahí el problema! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno? Temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos».

    Evelyn Waugh habla de sí mismo: «A la edad de 16 años notifiqué formalmente al capellán de mi colegio que Dios no existía. Aquellos que hayan leído mis obras quizá entenderán el carácter del mundo en el que exuberantemente me zambullí. Diez años de ese mundo bastaron para mostrarme que la vida allí, o en cualquier otro lugar, era incomprensible e insoportable sin Dios».

José Ramón Ayllon, Ética razonada, Palabra

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