¿Por qué permite Dios el mal? Sin resolver el misterio de esta cuestión, una respuesta clásica dice que Dios puede no crear seres libres, pero si los crea, no puede impedir que hagan el mal: ha de respetar las reglas que Él mismo ha puesto. Otra de las respuestas tradicionales afirma que, aunque el mal no es querido por Dios, no escapa a su providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a algún fin. Todo lo que para nosotros es incierto, incomprensible y azaroso, está en Su mano.
En este sentido cuenta Viktor Frankl que, en su clínica psiquiátrica de Viena, en una sesión de terapia de grupo, preguntó si un chimpancé al que se había utilizado para producir el suero de la poliomelitis y, por tanto, había sido inyectado una y otra vez, sería capaz de aprehender el significado de su sufrimiento. Al unísono, todo el grupo contestó que no, rotundamente. Debido a su limitada inteligencia, el chimpancé no podía introducirse en el mundo del hombre, que es el único mundo donde se comprendería su sufrimiento.
Entonces, el psiquiatra continuó formulando las siguientes preguntas: ¿Y qué hay del hombre? ¿Están ustedes seguros de que el mundo humano es el punto final en la evolución del cosmos? ¿No es concebible que exista la posibilidad de otra dimensión, de un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta? (El hombre en busca de sentido).
Aunque el dolor puede parecer un regalo siniestro, muchos pensadores han visto en él una gran oportunidad para rectificar una mala conducta, o para mostrar lo mejor de uno mismo. En The problem of pain, C. S. Lewis supone que Dios nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo. Una mala persona, dice el mismo autor, no siente la necesidad de corregirse mientras la vida le sonríe. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien, «es la única oportunidad que el hombre injusto tiene de corregirse: porque quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde».
Lo cierto es que, si Dios es bueno y todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Y, entonces, la historia humana se convierte en el juicio a Dios. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Ya sucedió en el siglo de Voltaire. Y sucede ahora. Conocemos la interpelación del periodista Messori al representante oficial de la Iglesia Católica. La contestación del Pontífice, sin suprimir el misterio de la cuestión, es de una radicalidad proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana?
¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. «Si no hubiera existido esa agonía en la cruz –dice Juan Pablo II–, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar" (Cruzando el umbral de la esperanza).
¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. «Si no hubiera existido esa agonía en la cruz –dice Juan Pablo II–, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar" (Cruzando el umbral de la esperanza).
José Ramón Ayllon, Ética razonada, Palabra
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