«Dignidad» es una palabra. Las palabras expresan cosas o valoraciones. Se valora con palabras como «bueno», «malo», «útil», «inútil», «importante», etc. Pero resulta que esta lluvia es buena para el campo y mala para el turismo. Y es que las valoraciones son casi siempre relativas, con muy pocas excepciones: la expresión «dignidad humana» es una de ellas. Significa que todo ser humano es siempre máximamente valioso, que la vida humana debe ser intocable.
Todo esto resultaba muy claro a mediados del siglo xx. Después de las Guerras Mundiales, después de Hirosima y del holocausto nazi, se pensó que la lección sería inolvidable. El deseo de todos se llamó «¡nunca más!»: que nunca más regrese la barbarie. Pero se intentó afianzar la dignidad humana sobre la base de las buenas intenciones. El mundo cometió la ingenuidad de creer que solemnes Declaraciones de Derechos bastarían para defender esos derechos. No fue así: estalló la Guerra Fría, el gran pretexto para que buena parte del Tercer Mundo se desangrase en largas guerras y se empobreciera más allá de toda posibilidad; se levantó el Telón de Acero, losa para enterrar a media Europa durante medio siglo.
El siglo xx tendrá un puesto de honor en la historia de las guerras. Pero será tal vez más recordado por otro atentado contra la dignidad humana sin precedentes, un holocausto de larga duración que se autojustifica y camufla a la sombra de un magnífico eufemismo: «interrupción del embarazo». Ya dijo Hegel que la historia humana es el intento constante de justificar muchas cosas injustificables. Y también dijo que nadie es medianamente inteligente si no es capaz de inventar razones para justificar cualquier cosa.
El fondo de la moderna argumentación contra la vida humana descansa con frecuencia en un concepto de persona cuyo contenido se restringe arbitrariamente a la capacidad de relación por medio de un lenguaje inteligente. Así, Engelhardt, autor de un famoso manual de bioética, sostiene que no son personas los embriones humanos, ni los niños en el primer año de vida, ni los deficientes profundos o los afectados seriamente por la decrepitud de la edad.
Es claro que puedo establecer con mi perro una comunicación más profunda que la que establezco con un deficiente mental profundo, pero no debo decir que mi perro es persona y el niño deficiente no lo es. ¿Quién define dónde comienza el hombre como persona? La respuesta es: nadie. Robert Spaemann asegura que nadie debe estar autorizado para responder a esta pregunta, porque ya la responde la Biología. Si la responde un hombre, sería juez y parte. Nadie debe juzgar si alguien es o no es sujeto de derechos humanos, porque la idea de derechos humanos significa precisamente que el hombre no es miembro de la sociedad humana por poseer determinadas cualidades, sino por derecho propio. Por derecho propio no puede significar más que esto: por su pertenencia biológica a la especie homo sapiens. Cualquier otro criterio convertiría a unos en jueces de otros, y tornaría la sociedad humana en un club privado.
Hay una evidencia biológica. Pero somos especialistas en negar la evidencia. «El robo, el incesto –decía Pascal–, el asesinato de los hijos y de los padres, todo ha encontrado su lugar entre las acciones virtuosas. Existen, sin duda, obligaciones naturales, pero esta bella razón corrompida ha corrompido todo».
Tucídices observó que, en toda guerra, la primera víctima es la verdad. Una observación que se cumple en las múltiples escaramuzas que se libran a diario en esta nueva guerra mundial entre la dignidad humana y sus agresores.
Cuando Ulises regresa a Ítaca –aquella isla «hermosa al atardecer»–, se presenta disfrazado ante su porquero Eumeo, con aspecto de anciano harapiento. Eumeo no le reconoce, pero se compadece y le acoge con hospitalidad. Ulises lo agradece de veras, y el porquero le explica que «no es santo deshonrar a un extraño, ni aunque viniera uno más miserable que tú, pues todos los forasteros y mendigos son de Zeus». Desde Homero, la referencia a la Divinidad se ve como indispensable para dotar al hombre de inviolabilidad. La Biblia, más explícita, define al hombre como hijo de Dios, y sabemos que cualquier otra definición rebaja peligrosamente su dignidad. Si ser considerado hijo de Dios no siempre ha sido suficiente para proteger al hombre, ser mero animal racional o animal social es dar demasiadas facilidades para pisotearlo.
José Ramón Ayllón, Ética razonada, Palabra
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