Una brújula para el bien
Sabemos que por ser libres estamos obligados a elegir, pero no estamos obligados a acertar. Por eso necesitamos una brújula que nos oriente en la azarosa navegación de la vida. Si en el primer tema dijimos que esa brújula es la ética, esa respuesta es muy general. Ahora damos un paso más al identificar a la conciencia como el instrumento ético que se encarga de señalar el rumbo, de distinguir el bien y el mal.
La conciencia es la misma inteligencia que juzga sobre la moralidad de nuestros actos. Por tanto, no se trata de una voz misteriosa ni de un oráculo profético: es, simplemente, la razón que juzga la bondad o maldad de nuestras acciones. La conciencia no echa en cara ser mal deportista o mal dibujante; su juicio es absoluto: eres malo. Por la presencia de ese criterio absoluto intuye el hombre su dignidad absoluta. Por eso entendemos a Tomás Moro cuando escribía a su hija Margaret, antes de ser decapitado: «Esta es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y aun así no ser dañado».
La conciencia se presenta como exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es una imposición externa: ni la fuerza de la ley, ni el peso de la opinión pública, ni el consejo de los más cercanos. Cuando el poderoso Critón ofrece a Sócrates la posibilidad de escapar de la cárcel y de la muerte, se encuentra con una negativa rotunda, porque las razones que le impiden huir «resuenan dentro de mi alma haciéndome insensible a otras». En la historia de quienes tomaron decisiones de vida o muerte tampoco se aprecia una previa inclinación a la disidencia. No les guía el afán de rebeldía, sino el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. «He desobedecido a la ley», dirá Gandhi, «no por querer faltar a la autoridad, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia».
Un párrafo de Harper Lee: en la novela Matar un ruiseñor, el abogado Atticus Finch defiende a un muchacho negro acusado injustamente de haber violado a una chica blanca. Pero toda la ciudad, donde los prejuicios racistas son fuertes, se le echa encima. También su hija le reprocha su conducta, contraria a lo que todos piensan. Atticus, al responder a la niña, ofrece uno de los argumentos más elegantes sobre la dignidad de la persona: «Tienen derecho a creerlo, y tienen derecho a que se respeten por completo sus opiniones, pero antes de poder vivir con los demás tengo que vivir conmigo mismo: la única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la propia conciencia».
Un freno para el mal
Un animal lucha con lo que tiene: dientes, garras, veneno. En cambio, el animal racional lucha con lo que tiene –uñas y dientes– y con lo que inventa: garrotes, arcos, espadas, aviones, submarinos, gases, bombas. Para bien y para mal, la inteligencia desborda los cauces del instinto animal y complica extraordinariamente los caminos de la criatura humana.
Pero la misma inteligencia, consciente de su doble posibilidad, ejerce un eficaz autocontrol sobre sus propios actos. Las grandes tradiciones culturales de la humanidad, desde Confucio y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de contención del mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cualidades humanas. Así, toda la cultura cristiana es unánime al considerar la conciencia como el santuario del alma donde se escucha la voz de Dios. Confucio define la conciencia con palabras sencillas y exactas: luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal.
Un repaso a la historia revela que este sexto sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, se encuentra en todos los individuos y en todas las sociedades. También se manifiesta a diario en la opinión pública tomada en conjunto, con una energía que disipa cualquier duda sobre su presencia: no se puede hablar dos minutos con alguien, o abrir un periódico, sin encontrarse con que se denuncia un abuso o se protesta contra una injusticia.
Hablan Hamlet y Raskolnikov: Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales cosas podría acusarme, que más valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso y vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra? (Shakespeare, Hamlet).
¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crimen matar a un parásito vil y nocivo? No puedo concebir que sea más glorioso bombardear una ciudad sitiada que matar a hachazos. Ahora comprendo menos que nunca que pueda llamarse crimen a mi acción. Tengo la conciencia tranquila. (Dostoiewski, Crimen y castigo).
Una pieza insustituible
No es correcto concebir la conciencia como un código de conducta impuesto por padres y educadores, algo así como un lavado de cerebro que pretende asegurar la obediencia y salvaguardar la convivencia pacífica. En cierta medida, la conciencia es fruto de la educación familiar y escolar, pero sus raíces son más profundas: está grabada en el corazón mismo de la persona.
La conciencia es una pieza necesaria de la estructura psicológica del hombre. También hemos sido educados para tener amigos y trabajar, pero la amistad y el trabajo no son inventos educativos sino necesidades naturales: debemos obrar en conciencia, trabajar y tener amigos porque, de lo contrario, no obramos como hombres.
Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tenemos inteligencia, ¿podríamos impedir sus juicios éticos? Desde este planteamiento se entiende que la conciencia moral, lejos de ser un bello invento, es el desarrollo lógico de la inteligencia, pertenece a la esencia humana, no es un pegote, forma parte de la estructura psicológica de la persona. No podemos olvidar que el juicio moral no es un juicio sobre un mundo de fantasía, sino sobre el mundo real. Puedes impedir el juicio de conciencia, y también puedes negarte a comer, conducir y cerrar los ojos. Lo que no puedes es pretender que los ojos, el alimento y los juicios morales sean cosas de poca monta, sin grave repercusión sobre tu propia vida.
Un actor, un médico y un estadista: «Vivo mejor con la conciencia tranquila que con una buena cuenta corriente» (Tom Cruise). «Es mucho menos pesado tener a un niño en brazos que cargarlo sobre la conciencia» (Jèrôme Lejeune). «He desobedecido a la ley no por querer faltar a la autoridad, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia» (Gandhi).
Educación de la conciencia
Al estar en la raíz de toda elección moral, la conciencia nos hace libres. Por eso, un principio moral básico es no obligar a nadie a obrar contra su conciencia. Esto no significa que todas las decisiones que se toman en conciencia sean correctas, puesto que la conciencia no es infalible: también se engaña y en ocasiones puede estar corrompida. Incluso con muy buena voluntad, todos podemos equivocarnos por falta de datos, por la complejidad del problema, por un prejuicio invencible. Entonces será bueno que desde fuera, sin obligarnos a ver lo que no vemos, nos ayuden a ver nuestra equivocación.
Como cualquier instrumento, la conciencia puede funcionar correctamente o con error. Aunque se encuentra en todos los individuos y en todas las sociedades, su medición siempre corre peligro de ser falseada por el peso de los intereses, las pasiones, los prejuicios, las modas. De hecho, parece un instrumento tan sólido como difícil de regular, como un reloj que, sin dejar de funcionar, tampoco marca la hora exacta.
Por eso, ante la necesidad de decidir moralmente, resulta necesario educar la conciencia. Una educación que debe empezar en la niñez y no interrumpirse, pues ha de aplicar los principios morales a la multiplicidad de situaciones de la vida. Una educación necesaria, pues los seres humanos estamos siempre sometidos a influencias negativas. Una educación que lleva consigo el equilibrio personal y que supone respetar tres reglas de oro: hacer el bien y evitar el mal; no hacer a nadie lo que no queremos que nos hagan a nosotros; no hacer el mal para obtener un bien.
Una idea de Gustave Thibon: la grandeza del hombre consiste en no poder ahogar la voz de su conciencia, y su miseria estriba en encontrar instintivamente (lo que no quiere decir inocentemente) las desviaciones más fáciles para aplacar esta conciencia con pocos gastos.
Contra la conciencia
«Sin conciencia no habría sentimiento de culpa, y sin sentimiento de culpa viviríamos felices». Así razonan los que intentan suprimir la conciencia, como si fuera un residuo anacrónico de épocas ya superadas. Pero su pretensión es tan antigua como Caín. Desde el punto de vista teórico fue brillantemente defendida por los sofistas griegos y por Nietzsche.
Algunos sofistas del siglo v a.C. propugnaron una conducta humana al margen de la justicia y de la moral. Frente a ellos, Sócrates afirmó que la medida de todas las cosas no debe estar en el hombre, sino en Dios. Por eso, desde Sócrates, la conciencia ha sido considerada como la misma voz de Dios, que habla al hombre por medio de su inteligencia.
Nietzsche, en la segunda mitad del xix, se propone pasar a la historia como el provocador de un conflicto de conciencia de proporciones universales: «Hasta ahora no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera verdad lo contrario?». Para lograr esa inversión de todos los valores debe arrancarlos de su raíz fundamental. Así se entiende su obsesión por decretar la muerte de Dios: «Ahora es cuando la montaña del acontecer humano se agita con dolores de parto. ¡Dios ha muerto: viva el superhombre!».
La conclusión de Nietzsche es coherente: si Dios no existe, todo le está permitido al hombre. Ya lo había dicho Dostoiewski. En el mismo sentido, diversos pensadores han afirmado que contra la libertad de asesinar no existe, a fin de cuentas, más que un argumento de carácter religioso. Porque la imposibilidad de matar a un hombre no es física: es una imposibilidad moral que nace al descubrir cierto carácter absoluto en la criatura finita, la imagen y los derechos de su Creador.
La tragedia de Macbeth
La inversión de valores no es un invento de Nietzsche. Cualquier justificación de la injusticia –piénsese en las razones de los terroristas– apunta hacia esa meta. Es la propuesta de las brujas que incitan a Macbeth al asesinato. Su lema es: «Lo bello es feo, y lo feo es bello». Por tanto, se puede pisotear la conciencia. Y Macbeth, con la complicidad de su mujer, asesina a su rey. Pero no le salen las cuentas. La conciencia pisoteada se revuelve contra él y le produce la picadura venenosa del remordimiento: «¡Oh, amor mío, mi mente está llena de escorpiones!».
Macbeth, la inolvidable tragedia de Shakespeare, es un retrato del hombre perdido en el vértigo de una pasión, ahogado en su propia inversión de valores. De forma casi vertiginosa, el protagonista y su mujer se ven envueltos y absorbidos por su culpabilidad progresiva, al intentar alcanzar a cualquier precio el poder. Shakespeare nos muestra la tragedia de dos personas con ambición sin límites. Más en concreto, la obra es una reflexión sobre la naturaleza de la conciencia y las consecuencias de su transgresión.
Macbeth siente su propia conciencia como un «potro de tortura» insoportable, y entonces empieza a desear no haber nacido, y «que la máquina del universo estalle para siempre en mil pedazos». Su mujer le anima a resistir: «Que se bloqueen todas las puertas al remordimiento», porque «si damos a esto tanta importancia, nos volveremos locos». Palabras que se cumplieron en ella al pie de la letra: muere loca, obsesionada porque «aún queda olor a sangre. Ni todos los perfumes de Arabia perfumarían esta pequeña mano».
Al final de la tragedia, Macbeth sentencia que «la vida es un cuento sin sentido narrado por un idiota». Los grandes personajes literarios que han intentado sepultar la conciencia –entre otros, Macbeth, Rodian Raskolnikov en Crimen y castigo, Lobo Larsen en El lobo de mar– han pagado siempre las consecuencias de sus propios actos. Sus vidas trágicas nos enseñan que nadie debe amordazar la conciencia con la esperanza de triunfar, pues fuera de la ley moral no se hacen más grandes: al contrario, se sienten atrapados en un cerco que cada vez se estrecha más. El hombre sin conciencia suele acabar como una bestia acorralada.
José Ramón Ayllon, Ética razonada, Palabra
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