domingo, 22 de junio de 2014

El valor de los hábitos humanos

   
   Todo niño es un ser hermosamente torpe: necesita muchos meses para echar a andar, aprender a vestirse, atarse los zapatos y coger al vuelo una pelota. Pero sus imprecisos ensayos y tanteos quedan grabados en su memoria muscular, y cada nuevo movimiento es corregido y afinado desde la última posición ganada. Diez años más tarde, esa patosa criatura puede dominar varios idiomas y ganar –si es niña– una medalla olímpica en gimnasia deportiva.



    Las destrezas juveniles son siempre resultado de repeticiones sumadas durante años, tanto en el deporte como en el dominio de un idioma o de un instrumento musical. José Antonio Marina ha explicado que, en el jugador de baloncesto, la carrera, el salto, la finta, la suspensión, el giro, el cambio de balón de una mano a otra, el lanzamiento a canasta, son una larga frase muscular aprendida durante años. Es imposible que el jugador recuerde los ejercicios realizados en sus primeros entrenamientos, pero han quedado integrados en su conducta. Y cuando el futbolista dispara a gol, su bota es dirigida, más que por la pierna, por una compleja dotación de hábitos, es decir, de habilidades lentamente adquiridas. Si no fuera así, para encestar desde seis metros y para disparar perfectamente a gol bastaría simplemente con querer (Teoría de la inteligencia creadora).

    La repetición de un mismo acto cristaliza en un tipo de conducta estable y fácil que llamamos hábito. Gracias a los hábitos, el hombre no está condenado como Sísifo a empezar constantemente de cero. El hábito conserva la posición ganada con el sudor de los actos precedentes, y hace de la ética una descansada tarea de mantenimiento. Experimentamos los hábitos como una conquista fantástica. Sin ellos, la vida sería imposible: gastaríamos nuestros días intentando hablar, leer, andar..., y moriríamos por agotamiento y aburrimiento. Para valorar nuestro hábito de hablar castellano bastaría considerar el esfuerzo que nos supondría aprender ruso ahora, y dominarlo con la misma fluidez.

    Todo esto se cumple de manera eminente en la conducta ética, y se conoce desde antiguo. Ya dijo Aristóteles que sería inútil saber lo que está bien y no saber cómo conseguirlo, de la misma manera que no nos conformamos con saber en qué consiste la salud, sino que queremos estar sanos. Y el secreto para afianzar una conducta es la repetición. En la Ética a Nicómaco encontramos una respuesta precisa: «Los hábitos no son innatos, sino que se adquieren por repetición de actos (cosa que no vemos en los seres inanimados, pues si lanzas hacia arriba una piedra diez mil veces, jamás volverá a subir si no es lanzada de nuevo)».

José Ramón Ayllon, Ética razonada, Palabra


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