Pascal, científico y humanista, proponía a mediados del s. XVII un sugerente criterio para medir el éxito de la educación: un adolescente podía considerarse bien formado si era capaz de pasar varias horas solo en su habitación, sentado y a oscuras. ¿Qué ocurriría si sometiéramos a nuestros jóvenes a ese test? ¿Podrían soportar unas horas a solas consigo mismos, desconectados de pantallas, móviles y auriculares? Me temo que no.
Desde luego que la conexión permanente y la interactividad tienen notables ventajas, para el trabajo, el ocio y la vida social en general. La globalización, que entroniza la economy of speed, sería imposible sin los recursos de internet. Pero después del inicial deslumbramiento ante las capacidades de las nuevas tecnologías, empiezan a surgir reparos, algunos avalados por la ciencia empírica.
Aparece aquí la conocida dialéctica entre cantidad y calidad. La conexión con decenas, con cientos o incluso con millares de amigos implica una inevitable superficialidad. El mundo virtual tiene sus ventajas: permite maquillar el propio perfil, incluso inventarlo, y evita las aristas propias del trato cara a cara. Pero las relaciones interpersonales se empobrecen.
Estudios recientes en Norteamérica ponen de relieve que muchos jóvenes sufren trastornos psiquiátricos simplemente porque carecen del vocabulario necesario para expresar sus sentimientos y emociones. Las seis horas diarias de media que pasan ante las pantallas —multitasking— tienen mucho que ver con estas patologías.
La variable que mejor predice el éxito escolar es el número de libros en el hogar familiar. Sin duda que nuestros jóvenes pueden utilizar sus pantallas para acceder a los clásicos de la literatura o a los cuadros del Museo del Prado, pero mientras sólo lo haga una exigua minoría hay razones para la inquietud.
Alejandro Navas
Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
La Razón / Almudí
No hay comentarios:
Publicar un comentario