Dar ejemplo, dedicar tiempo, rezar... la transmisión de la fe a los hijos resulta una tarea que exige empeño
Cuando se busca educar en la fe, «no cabe separar la semilla de la doctrina de la semilla de la piedad»[1]:
es preciso unir el conocimiento con la virtud, la inteligencia con los
afectos. En este campo, más que en muchos otros, los padres y educadores
deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No bastan unas
cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una doctrina
que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de
tratarle, de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer
apostolado. Es preciso que la doctrina se haga vida, que se resuelva en
determinaciones, que no sea algo desligado del día a día, que desemboque
en el compromiso, que lleve a amar a Cristo y a los demás.
Elemento
insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el testimonio
vivo de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al acostarse, al
bendecir las comidas); dar la importancia debida al papel de la fe en
el hogar (previendo la participación en la Santa Misa durante las
vacaciones o buscando lugares adecuados —que no sean dispersivos— para
veranear); enseñar de forma natural a defender y transmitir su fe, a
difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan profundamente en el
corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores
acontecimientos de la vida no lograrán borrar»[2].
Es necesario dedicar tiempo a los hijos: «el tiempo es vida»[3],
y la vida —la de Cristo que vive en el cristiano— es lo mejor que se
les puede dar. Pasear, organizar excursiones, hablar de sus
preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión de la fe, es
preciso, sobre todo, “estar y rezar”; y si nos equivocamos, pedir
perdón. Por otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón,
que les lleva a sentir que el amor que se les tiene es incondicional.
De profesión, padre
Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, «desde
que son pequeños, tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de
percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración y de los
ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal.
Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna»[4].
Lograr en los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es
un desafío que debe afrontarse evitando la improvisación, y con cierta
mentalidad profesional. La educación en la fe debe ser equilibrada y
sistemática. Se trata de transmitir un mensaje de salvación, que afecta a
toda la persona, y que debe arraigar en la cabeza y el corazón de quien
lo recibe: y esto, entre aquellos a quienes más queremos. Está en juego
la amistad que los hijos tengan con Jesucristo, tarea que merece los
mejores esfuerzos. Dios cuenta con nuestro interés por hacerles
asequible la doctrina, para darles su gracia y asentarse en sus almas;
por eso, el modo de comunicar no es algo añadido o secundario a la
transmisión de la fe, sino que pertenece a su misma dinámica.
Para
ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay que
estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos.
Para ser padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar
en la propia labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber hacer
es indispensable y el querer hacer es determinante. Puede no ser fácil,
pero no cabe auto-engañarse excusándose en las otras tareas que
tenemos: conviene siempre sacar unos minutos al día, o unas horas en
periodos de vacaciones, para dedicarlos a la propia formación
pedagógica.
No
faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan los
libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los
padres encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente
eficaces los cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un
conocimiento, o unas técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de
la educación de los hijos y el de la mejora personal, matrimonial y
familiar. Conocer con más claridad las características propias de la
edad de los hijos, así como el ambiente en el que se mueven sus
coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué les
mueve, qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso
facilita educarlos de un modo más consciente y responsable.
Mostrar la belleza de la fe
Lograr
que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las diferentes
situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones
humanas y las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí,
proponer metas, pero mostrando la belleza de la virtud y de una
existencia cristiana plena. Conviene, pues, abrir horizontes, sin
limitarse a señalar lo que está prohibido o es obligatorio. Si no fuera
así, podríamos inducir a pensar que la fe es una dura y fría normativa
que coarta, o un código de pecados e imposiciones; nuestros hijos
acabarían fijándose «sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave"»[5].
Por el contrario, en la educación debe estar muy presente que los
mandamientos del Señor vigorizan a la persona, la aúpan a un desarrollo
más pleno: no son insensibles negaciones, sino propuestas de acción para
proteger y fomentar la vida, la confianza, la paz en las relaciones
familiares y sociales. Es intentar imitar a Jesús en el camino de las
bienaventuranzas.
Sería,
por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales” al cumplimiento de
encargos, o de tareas, o de “obligaciones” que les resultan costosas. No
es bueno, por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se tome
la sopa como un sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de
piedad y de su edad, puede resultar conveniente, pero hay que buscar
otros motivos que le muevan. Dios no puede ser el “antagonista” de los
caprichos; más bien hay que intentar que no tengan caprichos, y lleguen a
estar en condiciones de alcanzar una vida feliz, desasida, guiada por
el amor a Dios y a los demás.
La
familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo,
cuando se vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y
olvidarse de las propias preocupaciones para atender a los demás, «a
pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría
convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de
que está compuesta la convivencia diaria»[6].
Una
vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal atractivo
para una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos lo
creemos del todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El
secreto está en relacionar los objetivos de la educación con motivos que
nuestros interlocutores entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser
útiles o valientes… Cada chico tendrá sus propias inquietudes, que
haremos aparecer cuando se planteen por qué vivir la castidad, la
templanza, la laboriosidad, el desprendimiento; por qué ser prudentes
con internet, o por qué no conviene que pasen horas y horas ante los
videojuegos. Así, el mensaje cristiano será percibido en su racionalidad
y en su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no como un
“instrumento” con el que los padres logran pequeñas metas domésticas,
sino como quien es: el Padre que nos ama por encima de todas las cosas, y
a quien hemos de querer y adorar; el Creador del universo, al que
debemos nuestra existencia; el Maestro bueno, el Amigo que nunca
defrauda, y al que no queremos ni podemos decepcionar.
Ayudarles a encontrar su camino
Pero
sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los hijos
conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como
enseña el Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece»[7]: en la adoración encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: «si
las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas
formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la
ciencia, la belleza…»[8].
Promover esta actitud pasa necesariamente porque los chicos descubran
en primera persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde
que son pequeños, propiciando que aprendan a hablar personalmente con
Él. ¿No es acaso hacer oración con los hijos contarles cosas de Jesús y
sus amigos, o entrar con ellos en las escenas del Evangelio, a raíz de
algún incidente cotidiano?
En
el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que
pongan el corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los
malos; que escuchen la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela
su voluntad, y que intenten ponerla en práctica. Los niños adquieren
estos hábitos casi como por ósmosis, viendo cómo sus padres tratan al
Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues la fe, más que con
contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una persona, a
la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar
cómo una Vida —la de Jesús— cambia la existencia del hombre, implicando
todas las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que,
en primer lugar, nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de
la fe en Jesucristo implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión
a su Persona[9].
Ser un buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por
ser santo: los hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar
imitarlo.
Los
buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean
felices en todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo
cultural, en lo afectivo; es lógico, por tanto, que deseen también que
no se queden en la mediocridad espiritual. No hay proyecto más
maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada uno. El mejor
servicio que se puede prestar a una persona —a un hijo de modo muy
especial— es apoyarla para que responda plenamente a su vocación
cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de
una cuestión accesoria, de la que depende sólo un poco más de
felicidad, sino que afecta al resultado global de su vida.
Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar «la piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe»[10]:
es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de sentido a la
existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la
generosidad con que afronte las distintas opciones que Dios le
presentará: pero, en todo caso, la felicidad propia y la de muchas otras
personas dependerá de esas respuestas.
Vocación de los hijos, vocación de los padres
La
fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni
siquiera indirectamente, mediante argumentos “irrefutables”: creer es un
don que hunde sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre
correspondencia humana. Por eso, es natural que los padres cristianos
recen por sus hijos, pidiendo que la semilla de la fe que están
sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el Espíritu Santo se
servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias
cristianas, vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.
Sin
duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega de
planes y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto,
pues forma parte de la maravillosa vocación a la maternidad y a la
paternidad. Podría decirse que la llamada divina es doble: la del hijo
que se da, y la de los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor el
mérito de estos últimos, elegidos por Dios para entregar lo que más
quieren, y hacerlo con alegría.
La vocación de un hijo se convierte así en «un motivo de santo orgullo»[11], que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo explicaba el Beato Juan Pablo II: «Estad
abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que,
como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más
miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una
alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed
generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra
hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su
vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a
una elección hecha con libertad»[12].
Las
decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación
cristiana: se podría decir que son como su culmen. La familia se
convierte así, gracias a la solicitud de los padres, en una verdadera
Iglesia doméstica[13],
donde el Espíritu Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea
educadora de los padres trasciende la felicidad de los hijos, y llega a
ser fuente de vida divina en ambientes hasta entonces ajenos a Cristo.
Alfonso AguilóOpusDei.es / Almudí
Notas
[1] Forja, n. 918.
[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 60.
[3] Surco, n. 963.
[4] Benedicto XVI, Discurso al congreso eclesial de la diócesis de Roma, 13-VI-2011.
[5] Surco, n. 198.
[6] Es Cristo que pasa, n. 23.
[7] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 36.
[8] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-VI-2011
[9] Santo Tomás, S. Th.
II-II, q. 11, a. 1: «dado que el que cree asiente a las palabras de
otro, parece que lo principal y como fin de cualquier acto de creer es
aquel en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades
a las que se asiente creyendo en él».
[10] Ap 2, 17.
[11] Forja, n. 17.
[12] Juan Pablo II, Homilía, 25-II-1981.
[13] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.
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