Mil veces se ha acusado a la Iglesia Católica de dogmática, y en verdad lo es, porque tiene dogmas de fe, que no puede imponer por la fuerza, sino con la persuasión, la oferta y, más importante todavía, pidiendo a Dios una fe plena para los creyentes. Pero ahora la novedad está en que son los ayuntamientos los que condenan por temas morales no creados al gusto de la mayoría gobernante. ¡Vamos apañados! El país desangrándose y los ayuntamientos dedicados al dogma.
Es obvio que me refiero al traído y llevado tema de la homilía del Viernes Santo del obispo de Alcalá de Henares, por cierto, un valenciano de ley. He leído y releído la frase condenada y tal vez haya unas palabras de expresión no bien construida, pero nada más. La Iglesia siempre ha predicado la virtud de la castidad para solteros y casados, para heterosexuales y homosexuales. Por una razón bien simple: entiende que es de ley natural y, vista con ojos cristianos, conduce al amor. La castidad no es un conjunto de negaciones, es una afirmación gozosa imprescindible para amarnos rectamente a nosotros mismos y a los demás.
Cada uno es muy libre de vivir como quiera, pero la Iglesia es igualmente libre de recordar el derecho natural y su doctrina. Se me puede decir que también los entes públicos —los ayuntamientos— lo son. Y es cierto, pero me parece que no los elegimos para eso. La Iglesia —jerarquía y fieles— sí tienen esa misión. Declarar a un obispo persona non grata —o algo parecido— o pedir su traslado a otra diócesis por afirmar que la práctica de la homosexualidad es pecado es, como mínimo, hacer "ese asunto" fuera del tiesto. La Iglesia ama y respeta a todo tipo de personas y lo tiene harto demostrado, pero tiene que llamar pan al pan, y al vino, vino. Y los ayuntamientos a pagar deudas.
Comprendo que en nuestro mundo no se entienda la virtud de la castidad, porque hay leyes y costumbres que la degradan, tal vez bajo capa de libertad, una libertad que no respetan en absoluto para opinar de modo contrario. Y hay que decir bien claro que cuando se afirma que la homosexualidad no puede contar con la bendición de la Iglesia, se arma la parda. En el referido caso, se ha llamado imbécil al obispo, se ha dicho que su actuación es anticonstitucional, que debería ir a la cárcel, se ha pedido su separación de la diócesis, se ha dicho que no se le invitará a ningún acto... ¿Se parece todo esto algo a la democracia? ¿Respeta la libertad de expresión el que insulta por lo expresado? ¿Hay alguien con tanto poder como para sacar las cosas de quicio de este modo?
En España se puede opinar de todo menos de este tema. Basta ver los epítetos dirigidos al citado obispo para advertir que contra la Iglesia vale todo, como vale todo para acusarse unos políticos a otros de lo que les viene en gana, para hacer leyes con graves dudas de su constitucionalidad, para tomar decisiones opuestas al programa electoral del partido ganador, para decir en una ley la barbaridad de que matar es un derecho —léase aborto— y para lo que se quiera; pero alguien muestra su rechazo de las prácticas homosexuales y ya tenemos el pitote organizado. Esa afirmación no conlleva nada contra las personas, del mismo modo que nadie quiere que las mujeres vayan a la cárcel porque no se acepte que sea un derecho matar al no nacido.
Dije antes que, tal como está el patio, comprendo que muchos no entiendan la castidad, pero no pueden impedirnos a otros pensar esto: «Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite —con la libre voluntad, otro don de Dios— conocer y amar, y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad. Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad» (Es Cristo que pasa, n. 24).
Sé que hay muchos que, con el argumento de que estamos en el siglo XXI, dicen que la Iglesia anda retrasada en su doctrina sobre la sexualidad, aunque no sea mucho argumento el del siglo en que vivimos, mientras el hombre sigue siendo hombre y la mujer continúa siendo mujer. Por eso, a algunos les parecerá viejo lo que Cervantes pone en boca de su "Gitanilla": «Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en fin, será vendida, será de muy poca estima». Pero es sabiduría: ni el propio cuerpo ni el ajeno son un objeto.
Pablo Cabellos Llorente
Las Provincias / Almudí
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