El
pasado sábado, 5 de mayo, tuvo lugar en la Basílica de San Eugenio, de
Roma, la ordenación sacerdotal de 35 miembros del Opus Dei
Os ofrezco un video, resumen de las ordenaciones, la homilía que pronunció Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei y entrevistas a 5 de los 35 nuevos sacerdotes.
Homilía del prelado del Opus Dei
1.
La antífona de entrada de la Santa Misa resume el significado de la
celebración litúrgica de hoy. Por boca del profeta Isaías, Dios había
prometido: os daré pastores que sean conformes a mi corazón y que os guíen con sabiduría (cfr. Is
61, 1). Y, en efecto, una vez más, el Señor es fiel a su promesa.
Treinta y cinco diáconos de la Prelatura del Opus Dei van a recibir la
ordenación sacerdotal, que hace presente en este mundo el sacerdocio de
Cristo.
Demos
gracias a Dios por el inconmensurable amor que nos ha manifestado. No
sólo ha enviado a esta tierra al Hijo Unigénito para redimirnos de
nuestros pecados, sino que además ha querido que su Sacrificio redentor
estuviese presente entre nosotros, hasta el fin de los siglos, en la
Santa Misa. Ésta es la principal misión que se confía a los sacerdotes,
sacramentalmente identificados con el Sumo y Eterno Sacerdote. El Santo
Padre Benedicto XVI lo recordaba el pasado domingo, durante una
ordenación sacerdotal. «En efecto —decía—, el presbítero está
llamado a vivir en sí mismo lo que Jesucristo ha experimentado
personalmente; es decir, a entregarse plenamente a la predicación y a la
curación de todos los males del hombre, en el cuerpo y en el espíritu,
y, finalmente, a resumir todo en el supremo gesto de "dar la vida" por
los hombres, gesto que encuentra su expresión sacramental en la
Eucaristía»[1].
2. El Concilio Vaticano II enumera del siguiente modo las tareas encomendadas a los presbíteros: «Predicar el evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento»[2]. Las lecturas de la Misa se refieren, de algún modo, a esos mismos puntos.
Hemos escuchado cómo san Pablo, después de su conversión, había ido a Jerusalén, donde intentaba unirse a los discípulos; pero todos le temían (Hch
9, 26). Estaba aún reciente la persecución encabezada por Saulo contra
aquella comunidad cristiana y, de modo comprensible, la gente
desconfiaba de él. Sin embargo, gracias al testimonio de Bernabé, que
conocía bien lo que había sucedido a las puertas de Damasco, las dudas
se disiparon. Bernabé les contó cómo en el camino había visto al
Señor, y que le había hablado, y cómo en Damasco había predicado
abiertamente en el nombre de Jesús. Entonces entraba y salía con ellos
en Jerusalén, hablando claramente en el nombre del Señor (Hch 9, 28-29).
Los
Hechos de los Apóstoles se refieren varias veces a la primera
predicación apostólica. Esta insistencia indica que, al cumplir la
misión de comunicar el mensaje cristiano, no hay que detenerse antes los
respetos humanos, ni tener miedo de ser criticados a causa de nuestra
fe y de nuestra conducta cristiana, tampoco cuando el ambiente sea
adverso. Todos nosotros, sacerdotes y seglares, podemos y debemos sacar
provecho de esta lección. Como los primeros discípulos, frente a
situaciones contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, hemos de decir: no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído (Hch 4, 20).
En
efecto, como cristianos, todos estamos llamados al apostolado, mediante
el testimonio de la vida y con la palabra. Además, las personas con
quienes nos encontramos, con mucha frecuencia no han oído hablar de
Jesucristo, o lo han olvidado. El Año de la Fe, que comenzará en el mes
de octubre, será una buena ocasión para incrementar nuestra
participación en la misión evangelizadora de la Iglesia. A propósito de
esto me vienen a la memoria unas palabras de san Josemaría dirigidas a
los sacerdotes, pero que son oportunas para todos nosotros. Decía: que
os vean hablar con fe, en la presencia de Jesucristo (...). Entonces el
pueblo se moverá, y Dios derramará gracias abundantes sobre las almas
de los fieles, y sobre vosotros[3].
3.
En el Evangelio, Jesús se compara con una vid plantada por su Padre
celestial; y añade que todos los bautizados somos los sarmientos. Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5).
Sin
la ayuda del Señor, sin la intervención del Espíritu Santo, nuestra
vida y nuestras acciones no tienen ningún valor desde el punto de vista
sobrenatural. Y si esto es válido para todos, con más razón aún ha de
afirmarse de los sacerdotes. Sabemos que el Señor no ha querido que la
eficacia de los sacramentos dependiera de la santidad personal del
ministro. Es Jesús quien nos otorga la gracia; por eso, cuando uno
bautiza o administra los demás sacramentos, es Cristo mismo el que actúa
por medio de su instrumento visible[4].
Pero sin duda la gracia será más abundante, encontrará menos obstáculos
para llegar a las almas, si los ministros sagrados —como les pide la
Iglesia en el rito de la ordenación— buscan sinceramente estar siempre más unidos a Cristo sumo sacerdote, que como víctima se ha ofrecido al Padre por nosotros, consagrándose a sí mismos a Dios, junto con Él, para la salvación del mundo[5]. Como escribió nuestro Padre en un apunte antiguo: tu labor, sacerdote, no es sólo salvar almas, sino santificarlas[6].
Sigamos con la meditación de las palabras del Señor: permaneced
en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí
mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis
en mí (Jn 15, 4). San Pablo, a quien tanto amaba nuestro Fundador, repetía: sollicite cura teipsum (2 Tm
2, 15); tened cuidado de vosotros mismos, tratad de mejorar
constantemente vuestra vida espiritual. El Papa insistía en este mismo
punto la semana pasada: la «dimensión eucarístico-sacramental es
inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y
de fuerza salvadora (...). La misma predicación, las obras, los gestos
de vario tipo que la Iglesia cumple con sus múltiples iniciativas,
perderían su fecundidad salvífica, si llegase a faltar la celebración
del Sacrificio de Cristo»[7].
4.
Veamos ahora la tercera tarea sacerdotal de la que el Señor os hace
partícipes: guiar a las almas mediante la dirección espiritual y las
demás actividades pastorales. San Juan nos transmite el mandamiento del
Señor: éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo,
Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, conforme al mandamiento que
nos dio (1 Jn 3, 23).
Este mandatum novum, promulgado por Jesús en la Última Cena, asume en vuestro caso un significado especial. Caridad pastoral
es el nuevo nombre de este precepto del Señor para vosotros; debéis
amar como Cristo-Pastor, que ha dado la vida por sus ovejas. En este
punto resulta muy actual otra enseñanza de san Josemaría: Hijos
míos sacerdotes, para cumplir por entero, con fidelidad, los deberes de
vuestro ministerio, necesitáis un corazón grande, universal, capaz de
comprender las miserias ajenas y las propias (...). Ésa es la vida
nuestra: amar, decir de verdad con las obras: caritas mea cum omnibus vobis! (1 Cor 16, 24), mi cariño para todas las almas. Este modo de proceder nos hará contemplativos, en un constante diálogo con Dios[8].
Quizá
en algunas ocasiones sea difícil comportarse de este modo, pero no
olvidemos que nunca estamos solos. El Espíritu Santo inhabita en
nuestras almas; es Él quien nos impulsa a salir de nosotros mismos para
darnos a los demás, porque el amor de Cristo nos urge: caritas Christi urget nos (2 Cor
5, 14). Y si alguna vez aflorase la tentación del desánimo, al
considerar nuestros defectos personales, pensemos en esas otras palabras
de san Juan, escritas para nosotros, con tal de que todos los días
renovemos el propósito de servir sin condiciones: en esto conoceremos
que somos de la verdad, y en su presencia tranquilizaremos nuestro
corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande
que nuestro corazón y conoce todo (1 Jn 3, 19-20).
Este
precepto ha de suscitar en nosotros una gran paz: Dios nos conoce bien,
no ignora las más profundas aspiraciones de nuestro corazón y nuestras
debilidades, nos ama con todo su amor infinito. Abandonémonos llenos de
confianza en las manos de Nuestro Señor, Buen Pastor, que cuida de
nosotros y nos devuelve la salud por medio de los ministros de Dios.
Antes
de terminar, deseo dar las gracias de todo corazón a los padres,
hermanos y hermanas, a las familias de los nuevos sacerdotes, por la
importante parte que han tenido en la vocación sacerdotal de estos
hombres. A todos os pido que recéis por ellos, para que sean sacerdotes a
la medida del Corazón de Jesús.
Como
siempre —es un deber— os invito a rezar con afecto y gratitud por el
Santo Padre Benedicto XVI, unidos a su Persona y a sus intenciones; por
los obispos en comunión con el Papa, por todos los presbíteros y
diáconos de la Iglesia, por los candidatos al sacerdocio en todo el
mundo. Podemos hacer nuestra la súplica de san Josemaría: Pide
para los sacerdotes, los de ahora y los que vendrán, que amen de
verdad, cada día más y sin discriminaciones, a sus hermanos los hombres,
y que sepan hacerse querer de ellos[9].
El
hecho de que esta ordenación se celebre en los primeros días de mayo,
el mes dedicado a la Virgen, es una clara invitación a pedir la
intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra. Le suplicamos que se
cuide de estos hermanos nuestros y de todos los sacerdotes que recibirán
la ordenación en el transcurso de los años, para hacer presentes en la
Iglesia y en el mundo los frutos de la obra redentora de su Hijo Jesús,
el Buen Pastor que ha dado la vida por sus ovejas. Así sea.
Notas
[1] Benedicto XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 29-IV-2012.
[2] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 28.
[3] San Josemaría, Notas de una reunión familiar con sacerdotes, 26-X-1972.
[4] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 7.
[5] Misal Romano, Rito de la ordenación sacerdotal.
[6] San Josemaría, Manuscrito sin fecha, en "Romana", XVI (2000) 49-50.
[7] Benedicto XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 29-IV-2012.
[8] San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 31.
[9] San Josemaría, Forja, n. 964.
OpusDei.es / Almudí
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