Las amistades no son eternas de por sí, sino que se construyen en el tiempo a través del trato afectuoso habitual
Acostumbro a decir a los estudiantes de primero que los años universitarios son los años de las grandes amistades. Esto suele ilusionarles y encenderles en ganas de abrirse a los demás para llegar a conocer a esos amigos ‘para toda la vida’. En su mayor parte se han trasladado desde otra ciudad u otro país y han dejado su familia y sus amigos de la infancia y adolescencia.
Se sienten con el corazón desgarrado al verse arrancados de cuajo de sus raíces afectivas. Están desorientados y a la vez deslumbrados por las chicas o chicos “de película” con los que acaban de encontrarse en clase o en una cafetería de la universidad.
Durante el primer año desarrollan nuevas amistades, a veces muy absorbentes, y con el paso de los cursos van decantándose aquellas relaciones más profundas o llamadas a tener una mayor estabilidad. Aunque a esa edad ya no se lleva lo de hacerse “hermanos de sangre”, en ocasiones se juran amistad eterna, sin saber que eso no es casi nunca así. No solo hay traiciones o quiebras en la confidencia que arrasan con la amistad, sino que −como sabemos bien los mayores− la amistad se apaga si el trato decae.
Aprendí hace años de mi buen amigo Ricardo Yepes que la amistad es “benevolencia recíproca dialogada”. Los tres términos son relevantes: importa el quererse desinteresadamente; también que el afecto sea mutuo −no cabe una amistad “platónica”− y es del todo esencial la comunicación, la conversación. No hace falta proximidad física, puede ser internet, el teléfono o −como se hacía antes− las cartas, pero si se interrumpe la comunicación por un largo tiempo se desvanece la amistad, aunque subsista el afecto. La amistad se nutre de cotidianeidad, venía a decir hace años Jordi Maragall en una entrevista de prensa. Si desaparece el trato frecuente, la amistad se pierde, aunque no se pierda la estima.
De tarde en tarde me llama por teléfono o conecta conmigo por correo electrónico algún compañero de estudios de la secundaria a quien no he visto desde hace cuarenta años para pedirme algún favor. Han pasado ya cuatro décadas, pero al escuchar la voz de aquel viejo amigo me quedo siempre con la impresión de que era solo el día anterior cuando habíamos hablado por última vez. Ha desaparecido la amistad, pero se conserva el aprecio afectuoso. De hecho, si se restablece el trato, muchas veces la amistad puede reanudarse de inmediato como si no hubiera habido ninguna interrupción. “En ocasiones —me escribe mi amigo Rafael Tomás Caldera— puede llevar más tiempo, pues hay que contarse tantas cosas… Y a veces se descubre que ya no vamos en la misma dirección y no hay interés en un nuevo encuentro”.
Con estas líneas lo que quiero decir es que las amistades no son eternas de por sí, sino que se construyen en el tiempo a través del trato afectuoso habitual. Por eso, para cultivar la amistad lo que hemos de hacer es dedicarnos tiempo mutuamente y con gusto. Escucharse “sin mirar el reloj y sin esperar resultados −escribió la Madre Teresa de Calcuta−nos enseña algo sobre el amor”. Así pasa entre los amigos. La amistad sabe esperar, es paciente: “la paciencia −en palabras de Von Balthasar− es el amor que se hace tiempo”. Más aún, el amor de amistad vive del tiempo compartido. El tiempo que dedicamos a los amigos −no solo el afecto− es lo que mantiene viva la amistad.
Jaime Nubiola
filosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com / almudí
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