«No existe el amor por entregas, el amor en porciones. El amor es total: y cuando se ama, se ama hasta el extremo»: así dijo el Papa Francisco hablando justamente de los mártires, en su mensaje dirigido a cuantos en Tarragona se disponían a participar en la beatificación ¡nada menos que de 522! «¿Quiénes son los mártires?», preguntaba el Santo Padre.
La respuesta no podía ser más luminosa: «Son cristianos ganados por Cristo, discípulos que han aprendido bien el sentido de aquel amar hasta el extremo que llevó a Jesús a la Cruz». Martirio y amor, en efecto, van unidos, del mismo modo que «amor y verdad -subraya la encíclica Lumen fidei- no se pueden separar». Y es que el martirio cristiano muestra a los cuatro vientos el resplandor infinito de la verdad.
Justo todo lo contrario de la mentira, que está en las antípodas del amor y que sume al mundo en la más mortífera oscuridad. El mártir, testigo de Cristo, lo es justamente de la fe, que no es oscuridad, sino luz, y luz que no conoce el ocaso, que resplandece amando hasta el extremo.
«Quien cree ve -afirma Lumen fidei-; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino», y esa Luz es Cristo, y cuantos son iluminados por Él, que es amor, ¡que es el Amor mismo! Para el mundo sin fe, sin amor, la muerte es completa oscuridad; por el contrario, en la muerte por amor, los mártires de Cristo veían la luz infinita del cielo. Y en ellos mismos resplandecía esta Luz. Son «un fruto precioso del Año de la fe», en palabras del cardenal arzobispo de Madrid, que recogemos hoy en nuestra portada. Su beatificación en este Año de la fe no es una casual coincidencia, es expresión de la poderosa luminosidad de la fe. Ellos son el más rotundo mentís a la objeción de que, «al hablar de la fe como luz -nos dice el Papa en la encíclica-, podemos oír de muchos contemporáneos nuestros: Esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón...
De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino».
Los mártires, no con razonamientos, sino con su testimonio vivo, son, ciertamente, un rotundo mentís a tal objeción. Al publicarse Lumen fidei, así lo decía el Presidente de Comunión y Liberación, Julián Carrón: «No se derrota la oscuridad hablando de la luz, sino encendiendo una lámpara. Sólo se puede derrotar la oscuridad con la luz. El testimonio luminoso de la fe que ilumina la vida de quien la acoge es lo único que puede responder a tal objeción». Y añade: «Así es como nació la fe cristiana. Los que se encontraron con Jesús quedaron impresionados por la luz que Él arrojaba sobre la realidad en la que estaban inmersos... El mismo Jesús se concebía así: Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas».
Los 522 mártires beatificados el pasado domingo dan buena fe de ello. No sólo tenían luz en su interior, ¡la irradiaban a su alrededor, hasta iluminar el mundo entero! Mostraban con indudable claridad la verdad de las palabras del Maestro: «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Ni se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa».
No cabe luz más alta ni más potente que ésta del martirio por amor a Cristo, pues su luz lo ilumina todo y nos ilumina a todos. La nueva evangelización a que con tanta urgencia nos llaman el Papa Francisco y sus predecesores, en un mundo a oscuras, no se hará con razonamientos, enfrascados en discusiones estériles, sino teniendo bien encendida y puesta en todo lo alto la luz de la propia vida, llena de la fe y el amor de Cristo. Como los mártires dejaban claro que su valor y su fuerza no eran de ellos, ¡eran recibidas de lo Alto!, de modo que, ni siquiera ante las amenazas y las torturas más atroces, como dijo en su homilía el cardenal Amato, «no se avergonzaron del Evangelio», así el valor y la fuerza de toda verdadera evangelización no puede proceder más que de lo Alto. En la encíclica Redemptoris missio, de 1990, el Beato Papa Juan Pablo II nos lo decía así: «Ante todo, debemos afirmar con sencillez nuestra fe en Cristo, único salvador del hombre; fe recibida como un don que proviene de lo Alto, sin mérito por nuestra parte. Decimos con san Pablo: No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree», a lo que añadía: «Los mártires cristianos de todas las épocas -también los de la nuestra- han dado y siguen dando la vida por testimoniar ante los hombres esta fe»: ¡la lámpara encendida en lo alto!
ALFAYOMEGA
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