Las palabras y los gestos del Papa Francisco están siendo bien recibidos dentro y fuera de la Iglesia católica. Sin embargo, da la impresión a veces de que la información está hecha por "becarios" −tan explotados, por cierto, en empresas no sólo periodísticas−, que no conocen los antecedentes, ni la historia reciente de los pontífices de Roma.
El propio Francisco ha prevenido en ocasiones contra el "buenismo" o, en general, los populismos. No se trata de caer bien, sino de vivir al servicio de las almas con espíritu abierto y fidelidad a Cristo.
Esta tarea corresponde a todos los fieles, no sólo a la jerarquía episcopal o a los sacerdotes, como se deduce de tantas noticias y comentarios. Se sigue reflejando, cincuenta años después del Concilio Vaticano, sobre todo paradójicamente en páginas laicistas, una visión clerical del Pueblo de Dios.
Entre los temas que atraen la atención periodística, destacan −en contraste con la mente y el deseo del Papa− los relacionados con la moral sexual, el matrimonio y el derecho a la vida. Tendrían que aceptar que los profesionales de la comunicación están mucho más obsesionados por estas cuestiones que los cristianos en general. El riesgo, al que me refiero hoy sobre un punto concreto, es la banalización de la doctrina.
Se habla mucho de la necesidad de revisar la acción pastoral dirigida a personas divorciadas que han vuelto a contraer matrimonio (no canónico, lógicamente) y, por tanto, no son admitidas a la plena participación en la liturgia eucarística mediante la comunión.
El problema es más amplio, y preocupaba mucho a Benedicto XVI, como recordó también Francisco en su reciente sesión con el clero de la diócesis de Roma. No parece que los llamados "cursos prematrimoniales" hayan resuelto la estabilidad. Los creyentes, gente de su tiempo, están inmersos en la cultura de lo instantáneo, reacia a los compromisos permanentes para toda la vida. Parte de la crisis de nuestra civilización proviene del deterioro de la virtud de la justicia, cuyo objeto es dar a cada uno lo suyo (su derecho). Primero, quizá desde Ihering, se consolidó una visión del ordenamiento jurídico anclada en la voluntad de la persona, y no en la racionalidad de las normas. Luego, poco a poco, fueron recibiendo rango de derechos subjetivos protegidos por las leyes, facetas humanas que en realidad se sitúan en el orden del deseo.
En el mundo occidental han surgido muchas iniciativas para reforzar la vida de la familia, tan necesaria en ese contexto cultural adverso. No se llega a los extremos alcanzados por China en 2010, cuando se divorciaron más parejas de las que se casaron. Pero las cifras de divorcios son graves: en España, hubo 126.952 divorcios en 2006 (el 65,3% consensuados) y 174 nulidades. Cinco años después, en 2011, se producían 103.604 divorcios (66,8% de mutuo acuerdo) y 132 nulidades, con una cifra decreciente de separaciones (sólo 6.915), como consecuencia de la ley de 2005 que no la exige para la ruptura definitiva.
Benedicto XVI trató estos temas en múltiples ocasiones, desde las jornadas mundiales de la familia de Valencia en 2005 hasta la última, en Milán en junio de 2012. Pero quizá el texto más expresivo fue su discurso a los miembros del Tribunal de la Rota Romana, en la apertura del año judicial el pasado mes de enero. Constituye una síntesis teológica y jurídica, con referencias de afecto hacia el cónyuge abandonado o que padece el divorcio. Vale la pena releerla, frente a las simplificaciones. Baste aquí un leve resumen.
Ante todo, «en la decisión del ser humano de unirse con un vínculo que dure toda la vida influye la perspectiva básica de cada uno, es decir, si está anclada en un terreno puramente humano o si se abre a la luz de la fe en Señor». El Papa Ratzinger señalaba cómo el rechazo de Dios «conduce, de hecho, a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas, incluida la matrimonial». En cambio, frente a egoísmos y egocentrismos, la fe hace al hombre capaz de la entrega de sí y le revela «la amplitud de ser persona humana». Incluso, el rechazo de la sacralidad del matrimonio podría «llegar a socavar la validez misma del pacto», como consecuencia de la no aceptación de la fidelidad o de otros elementos esenciales.
En definitiva −y se trata de principios repetidos por Francisco−, «fe y caridad se necesitan mutuamente, de modo que la una permite a la otra realizar su camino». Esto debe tener aún más valor en la unión matrimonial: «la fe hace crecer y fructificar el amor de los esposos, dando espacio a la presencia del Dios Trino y haciendo que la misma vida conyugal, vivida así, sea “alegre noticia” ante mundo». Todo, menos centrar el debate en un escolio, como la pastoral de los divorciados. Más prioritaria parece la atención de las familias.
Salvador Bernal
religionconfidencial.com
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