jueves, 16 de julio de 2015

Cooperadores del amor

La apertura a la vida no es un detalle sin importancia en la vida de un matrimonio y de una familia; es fruto y signo del amor de los esposos, testimonio vivo de su mutua entrega
La creación propiamente dicha no es un atributo del hombre. Cuando decimos que un artista crea y que tiene mucha creatividad, estamos hablando de modo figurado. Crear es hacer algo de la nada, con una novedad total. Y nosotros somos incapaces de esa proeza: siempre necesitamos algo de lo cual partir.
Esto es muy claro en la caso de una nueva vida humana. Un hijo es completamente desproporcionado con respecto a las fuerzas de sus padres. Crear personas rebasa nuestras posibilidades humanas. Pero podemos colaborar. “Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla»” (San Juan Pablo II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 28).

La historia de las generaciones está atravesada por un designio de amor, del que los esposos son cooperadores. “Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre” (idem).
La apertura a la vida no es un detalle sin importancia en la vida de un matrimonio y de una familia. Es fruto y signo del amor de los esposos, testimonio vivo de su mutua entrega. “El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia” (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 50).
Pero la cooperación con el amor creador de Dios no se limita a la procreación, sino que tiene múltiples facetas a lo largo del tiempo: “se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo” (idem).
Por la especialísima relevancia de la familia y del matrimonio para el bien de la humanidad, no debe el cristiano desentenderse de sus problemas. “Precisamente porque el amor de los esposos es una participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha recibido la misión especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana” (idem, n. 29).
Así decía San Juan Pablo II: “De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad eclesial a través de la historia, el reciente Concilio Vaticano II y el magisterio de mi predecesor Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae vitae, han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana” (idem).
Rafael María de Balbín

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