miércoles, 15 de julio de 2015

La familia, evangelizadora


En este año dedicado por el Papa Francisco a la familia y a la preparación del Sínodo de la familia, es buen momento para que miremos hacia atrás y contemplemos, aunque sea brevemente, cómo se fue desarrollando la familia cristiana en los primeros siglos del cristianismo
Ofrecemos este artículo por gentileza deRevista Palabra, que lo publica en el número 628-629 (julio-agosto 2015). Seguro que retomando los orígenes podremos avizorar el futuro.
Sorprende en primer lugar cómo la familia está presente tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, pues el cristianismo es vida y se transmite con la vida. Es una fe viva en Cristo muerto y resucitado que se vive en la plenitud de la existencia. Como contestaron Pedro y Juan al Sanedrín judío cuando fueron amonestados por llenar las calles de Jerusalén del nombre de Jesús: “No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20).
Lógicamente, en el ambiente del hogar, de puertas adentro, en la conversación diaria, los primeros cristianos comunicaron lo que habían visto y oído a sus hijos, sirvientes y, en general, al ámbito familiar en su sentido más amplio: padres, hermanos, tíos, sobrinos, etc.

La mujer en el mundo antiguo

Hemos de comenzar afirmando con toda claridad el llamativo tratamiento que Jesús da a las mujeres y que se recoge en el Nuevo Testamento. Es claro que Jesús supera las estructuras patriarcales existentes y se dirigió a la mujer como mujer, en plena igualdad con los hombres.
A lo largo del Nuevo Testamento se muestra la presencia de la mujer: acompaña a Jesús (Lc 8, 1 3); se le da la palabra en sus conversaciones (Mc 5, 25 34; Lc 11, 27); Jesús habla incluso con mujeres a solas (Io 4, 1 30); también ellas son testigos privilegiados de la pasión, muerte y resurrección (Mc 15, 40; Mt 27, 55; Lc 23, 49). Asimismo, están presentes en la predicación en la primitiva Iglesia (Rom 16, 7; 1 Cor 9, 5). Finalmente, está unida al hombre en la vida de la primitiva comunidad cristiana que cumplía los preceptos de Dios y conservaba la caridad: “Y se hallaban todos perseverantes y unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús y sus hermanos” (Hch 1, 14).
Así pues, la igualdad radical entre hombre y mujer ante Dios y ante la Iglesia estará llamada a influir una y otra vez en la historia de la humanidad, hasta nuestros días. Es más, no hay nada despectivo respecto a las mujeres en la predicación evangélica. De hecho, el tratamiento de fraternidad de Jesús es habitual frente al planteamiento patriarcal de la sociedad de la época donde el padre de familia se enseñoreaba sobre la mujer, los hijos, los esclavos y los siervos. (Mc 3, 31 35; Mt 12, 46; Lc 8, 19 21).
En cualquier caso, el cristianismo acabó aceptando el modelo patriarcal, aunque atenuado, pues las mujeres cristianas se adaptaron a la situación social. Como recuerda María Antonia Bel Bravo, “desde un primer momento, en la época romana, muchas veces fueron las mujeres las primeras que se convirtieron y luego evangelizaron a sus familias. Posteriormente el Derecho Canónico, aunque reconocía la autoridad del marido sobre la mujer, insistía también en la necesidad de que hubiera libre consentimiento por ambas partes para constituir un matrimonio válido” (La familia en la historia, Madrid 2000, p. 94).
De hecho, cuando se estudia de la figura de la mujer en Atenas, Esparta, Palestina y Roma, se descubre el avance que refleja el Evangelio. Tanto la condena del infanticidio, del aborto, así como la posición de la mujer en la Iglesia, rompieron los moldes de la antigüedad. Así lo ha subrayado Rodney Stark en su obra sobre la expansión del cristianismo (La expansión del cristianismo, Madrid 2009, p. 105): “La vida diaria giraba en torno a ella, y el poder residía en los cargos eclesiásticos. Las mujeres cristianas, al ejercer funciones importantes dentro de la Iglesia, disfrutaron de un mayor poder y estatus que las paganas”. La mujer cristiana fue clave en el desarrollo y expansión del cristianismo a través de su vivencia de la fe y a través de los vínculos matrimoniales. Muchas de ellas se casaron con hombres paganos y los ganaron para la Iglesia, así como educaron a sus hijos en la verdad cristiana.

La familia cristiana

En interesante subrayar que la incorporación al cristianismo en muchas ocasiones significaba romper con la familia. Ya lo decía con fuerza Jesús en su predicación: “En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna” (Mc, 10, 29 30). Y comentaba el Rafael Aguirre: “Los discípulos de Jesús rompen sus vinculaciones anteriores y encuentran en la comunidad cristiana una nueva familia, en la cual, sin embargo, no se menciona la existencia del padre. La comunidad de Jesús no reproduce las relaciones patriarcales vigentes, sino que es una alternativa fraterna ante ellas” (Rafael Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, 2009, pp. 214-215).
Finalmente, comenzaron a darse las nuevas familias cristianas cuando el padre y la madre eran cristianos, donde los hijos nacían, crecían en la fe y en la seguridad del hogar. De ese modo acabaron por constituirse en la estructura base de la Iglesia.
Es más, esas casas tuvieron lugar muchas las reuniones de los cristianos, por eso algunas de ellas fueron domus ecclesiae, es decir, lugares de reserva del Santísimo y de celebración. Los Hechos de los Apóstoles muestran la conversión de mujeres de buena posición (Hch 17, 422), y también en las cartas de San Pablo se señalan familias en cuyas casas había una iglesia doméstica: Priscila y Aquila (1 Cor 16, 19; Rom 16, 3.5), Lidia en Filipo (Hch 16, 15).
San Juan Crisóstomo indicaba en su Comentario a la Epístola a los Efesios el sentido profundo del amor humano sustentado en el amor divino, con una clara nueva dimensión respecto a la antigüedad: “A la compañera de tu vida, a la madre de tus hijos, a la que es fundamento de toda felicidad no hay que sujetarla con miedo y amenazas, sino con amor y afecto” (PG 62, 147).

El matrimonio cristiano

Así pues, las familias cristianas se construyeron en el matrimonio cristiano, donde los esposos eran los ministros del sacramento del matrimonio que la Iglesia bendecía. La celebración del matrimonio de los casados ante la ley romana se completaba con las enseñanzas de la Iglesia. Por ejemplo la indisolubilidad, que tenía para los cristianos un sólido fundamento en el Evangelio, y en la doctrina Paulina. Respecto a la fidelidad, el cristianismo marcó una clara diferencia con las costumbres de la época, como se ve en elPastor de Hermas, a mediados del siglo II, donde la infidelidad del esposo se igualaba a la de la esposa, considerándose en ambos casos una falta grave (VI, 1 8).
San Agustín compuso en el año 410 un tratado titulado El bien del matrimonio. El motivo de su redacción fue la intención de salir al paso de los ataques de Joviniano contra la virginidad. La tesis fundamental del libro es que el matrimonio es un bien, y no un bien relativo en comparación con la fornicación, sino un bien en su género, en sí mismo. Por tanto, es un sacramento santo. Contra los que defendían el matrimonio frente a la virginidad, San Agustín demuestra que tanto el matrimonio como la continencia son dos bienes positivos, aunque la virginidad sea superior. Es Dios quien llama y entrega sus carismas: “Yo no puedo creer, en ningún modo, que haya podido el matrimonio tener tanta eficacia y cohesión si, dado el estado de fragilidad y de mortalidad a que estamos sometidos, no se diera en él el signo misterioso de una realidad más grande aún, es decir, de un sacramento cuya huella imborrable no puede ser desfigurada, sin castigo, por los hombres que desertan el deber o que tratan de desvincularse del sagrado lazo” (capítulo 7).
En definitiva, la donación total e incondicionada de los esposos tiene un referente en la tradición con la unión entre Cristo y su Iglesia. Así lo había expresado San Juan Crisóstomo en su Comentario a la Epístola a los Efesios: “Todas las cosas son tuyas y también yo soy tuyo” (PG 62, 148). Así, la igualdad del hombre y la mujer en el matrimonio cristiano fue otra novedad en la sociedad de la época.
El amor de Dios es el único y verdadero amor, pues cualquier otro amor será un reflejo de él. El matrimonio cristiano y el don del celibato son para la Iglesia caminos para llegar al único y total amor, el que alcanzaremos en plenitud en el cielo. Lo importante, por tanto, será ir al cielo por el camino que Dios haya preparado para cada uno.
José Carlos Martín de la Hoz. Academia de Historia Eclesiástica

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