Giotto, El lavatorio de los pies (1303-1305) Padua, Capilla de los Scrovegni |
El cristianismo no es, no debe ser, un moralismo; es decir: una exaltación desmedida de los valores morales, que conduciría a una vida centrada en el “cumplimiento” de unas reglas o un código moral.
Esto lo explicó Benedicto XVI en su visita al Seminario de Roma, el 12 de febrero de 2010, en una meditación sobre el capítulo 15 del evangelio de San Juan.
La Iglesia es la viña que Dios ha plantado –ya en el Antiguo Testamento, al elegir al Pueblo de Israel– y esperaba de ella muchos frutos. Ahora la viña es la Iglesia y por eso hemos de “permanecer” en Cristo (Él es la vid y nosotros los sarmientos, cf. Jn cap. 15), especialmente por medio de la Eucaristía. En ella encontramos y nos unimos a esta “gran historia de amor, que es la verdadera felicidad”.
Como consecuencia de ese “permanecer” con Cristo –el nivel que el Papa llama “ontológico”, es decir, perteneciente al ser– vienen otras palabras –que expresan el nivel del obrar–: “Guardad mis mandamientos”.
Por tanto, es la unión con Cristo la que procura el fruto anticipado de nuestro amor; no somos nosotros los importantes –nuestras obras y nuestras valoraciones–, sino que lo más importante es ese darse de Dios mismo, que precede a nuestro obrar:
“No somos nosotros los que hemos de producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros los que debemos hacer cuanto Dios espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en ese misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amar, precede a nuestro obrar, y, en el contexto de su Cuerpo, en el contexto de su estar con Él, indentificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros obrar con Él”.
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Ramiro Pellitero
http://iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com
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