Quince mil sacerdotes dieron vida, el viernes pasado, a la mayor concelebración eucarística de la historia de Roma, en la clausura del Año Sacerdotal. Fue un acontecimiento histórico, más allá de los números, pues, como explicó Benedicto XVI, la Misa coronó un año de purificación para la Iglesia. En este Año, el Papa ha insistido en la necesidad de reforzar la identidad del sacerdote, con una vida centrada en la celebración de los sacramentos, frente a un activismo que, en última instancia, se revela estéril.
En medio de un calor asfixiante, en la plaza de San Pedro del Vaticano, ante sacerdotes de todas las edades arrodillados sobre los adoquines, durante la consagración, el Papa subrayó que este Año, convocado con motivo del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars y Patrono de los párrocos, buscaba mostrar que el sacerdocio no es un oficio, «como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida». El sacerdote «pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo», prosiguió.
Ése era el meollo del Año Sacerdotal. Aunque, como reconoció el Papa, «era de esperar que al enemigo no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario».
En medio de un calor asfixiante, en la plaza de San Pedro del Vaticano, ante sacerdotes de todas las edades arrodillados sobre los adoquines, durante la consagración, el Papa subrayó que este Año, convocado con motivo del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars y Patrono de los párrocos, buscaba mostrar que el sacerdocio no es un oficio, «como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida». El sacerdote «pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo», prosiguió.
Ése era el meollo del Año Sacerdotal. Aunque, como reconoció el Papa, «era de esperar que al enemigo no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario».
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