Los adolescentes de hoy reciben de la sociedad una vida apática:
confort, acceso a infinidad de datos y desprecio a las Humanidades.
Sobre esta base -endeble- se «educa» a quienes dentro de poco llevarán
las riendas de la cosa pública y privada. Urge que la sociedad asuma su
papel como
responsable, no sólo de informar, sino de formar ética y culturalmente a
los nuevos ciudadanos.
Tiempo de efervescencia y descoordinación afectiva, la adolescencia
constituye un tramo clave en la formación de la personalidad, no sólo
por los frecuentes traumas que condicionan a veces el ulterior curso de
la vida sino, sobre todo, porque es cuando comienzan a despuntar los
ideales que casi
siempre impulsarán el resto de la existencia individual. Se ha dicho,
con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la juventud y
realizado en la madurez.
Los conocedores de la psicología evolutiva señalan la emergencia del
«yo», de la autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos
más característicos de la adolescencia; al tiempo que consideran que el
normal desarrollo de esta conciencia de la propia identidad desemboca
en el
descubrimiento de la alteridad.
La integración en este territorio de más dilatados horizontes se ha
complicado de una manera nueva y sorprendente a partir del final de los
años sesenta. La conciencia del «yo» individual se ha exacerbado o, al
menos, descompensado en toda una generación, denominada precisamente la
me generation
o «generación del yo».
De «la fiebre del sábado por la noche» a «la farra»
La crisis histórica -cuya fecha de partida convencional es mayo del
68- ha adquirido mayor importancia a la habitualmente concedida. Han
desaparecido, en buena parte, los fenómenos más clamorosos de la
revuelta estudiantil de aquellos años. Los jóvenes ya no son
revolucionarios: presentan más
bien un conformismo acrítico y un consumismo desbocado.
Siguen presentes, sin embargo, la resistencia a integrarse a un tipo
de sociedad que consideran ajena y el individualismo que les lleva a
desconfiar de la presunta capacidad de acogida de una sociedad cuya
dureza materialista les desagrada profundamente.
Por eso, como ha dicho Lustiger, «los jóvenes acampan fuera de la
ciudad». Si antes se entregaban a «la fiebre del sábado por la noche»,
hoy «la farra» -prolongada hasta bien entrada la mañana- triunfa también la noche del viernes y comienza a extenderse hasta el jueves.
¿Por qué, ya desde la adolescencia, los jóvenes prefieren la noche
tardía, la madrugada incluso? Quizá porque es un tiempo vacío, libre de
los convencionalismos de una sociedad aburguesada, con la que no se
identifican. Si acaban por integrarse en ella, a edad más avanzada cada
vez, lo harán en
muchos casos sin grandes ilusiones, con planteamientos individualistas
que raramente incluyen proyectos ambiciosos de tipo cultural, religioso o
político.
Ninguno de estos fenómenos es casual o pasajero. Responden a la
quiebra de todo un modelo social propio del capitalismo tardío al que se
suele llamar «Estado del bienestar»: una imbricación entre Estado,
mercado y medios de comunicación, en la que los medios de intercambio
simbólico son el
poder, el dinero y la influencia persuasiva. Las transacciones decisivas
de tal configuración se producen entre poder y dinero, dinero e
influencia, influencia y poder.
Estos son intercambios anónimos y, ocasionalmente, opacos. De manera
que la corrupción generalizada que afecta a los países del entorno no es
una especie de desajuste o trastorno pasajero, sino que está
posibilitada -y no pocas veces casi exigida- por la propia
estructuración social.
No es extraño que -de manera más habitual que consciente- los jóvenes
descubran a temprana edad la índole descarnada y cínica de ese
entramado, sientan escaso aprecio por él y teman (en lugar de esperar)
su integración en un ambiente social poblado por ese tipo de personas
que, a comienzos del
siglo XX, Max Weber anticipó que serían «especialistas sin alma,
vividores sin corazón».
A los jóvenes les faltan maestros
La vigencia de este modelo social imperante no es fatal y sin
alternativa posible. No sólo es deseable que esa configuración dé paso a
comunidades más humanas y solidarias; ese cambio de mentalidad, aunque
de forma escasamente advertida, ya se viene produciendo en las dos
últimas décadas.
En su momento lo denominé «nueva sensibilidad», caracterizada por un
avance de los factores cualitativos respecto a los cuantitativos y por
la importancia concedida al mundo vital y sus solidaridades
interpersonales. Las repercusiones de este nuevo modo de pensar en el
ámbito social y político
las he estudiado en mi libro Humanismo cívico.
El humanismo cívico propone revitalizar las comunidades ciudadanas y
la activa participación en la esfera pública. Es una nueva cultura de
responsabilidad cívica, opuesta tanto al estatismo agobiante como al
economisismo consumista, que también rechaza el narcisismo individual,
el cual lleva a
no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a desentenderse de
lo que antes se llamaba «bien común», hoy denominado -con menor fortuna-
«interés general».
En mi opinión, toda promesa de formación cívica de los jóvenes se ha
de plantear desde una visión del hombre y la sociedad que valore -por
encima del dinero, poder e influencia- la dignidad intocable de la
persona humana y su derecho y deber a participar en las cuestiones
sociales y políticas
que a todos afectan y que comprometen el futuro de esas vitalidades,
estrenadas en la vertiente nueva de la juventud.
Los jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi completamente
desasistidos en lo que concierne a esa preparación ética y cultural que
les capacitaría, no tanto para integrarse en un tinglado mecánico y
desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de regeneración
social y
perfeccionamiento humano. A los jóvenes les faltan auténticos maestros.
Aprender el oficio de la ciudadanía
La formación cívica no consiste en una información teórica impartida
en clases determinadas, sino en aprender el oficio de la ciudadanía: una
especie de saber artesanal, un craft hecho de capacidades de diálogo,
mutua comprensión, interés por los asuntos públicos y prudencia a la
hora de tomar
decisiones.
Es un conocimiento práctico, asequible sólo en comunidades vitales
cercanas a las personas æfamilia, universidad...æ, que las valoran por
sí mismas y con finalidades de mejora ética y social.
Es decir, la educación cívica sólo se logra cuando los jóvenes se
insertan en un ethos: en un ambiente fértil, moralmente denso,
humanamente acogedor, que abra caminos para la autorrealización y
suscite el entusiasmo en ellos. Es la síntesis de bienes, virtudes y
normas que se entrelazan para
configurar un «estilo de vida», una cultura, un modo panorámico de
percibir el entorno social y el mundo físico.
No es un conjunto de reglas de comportamiento ni un artilugio
pedagógico más o menos sofisticado; es vida: el poso y el peso que se
depositan cuando se vive intensamente según unas convicciones que
superan con mucho las convenciones típicas de la sociedad burguesa,
donde lo importante es
«guardar las apariencias».
La sociedad del espectáculo
Según Ratzinger, la realidad hace superflua la apariencia. Y esto
adquiere crucial importancia en una sociedad poblada de simulacros, como
es la «sociedad del espectáculo» en que vivimos, donde lo que se valora
es el brillo, la prestada claridad, el reflejo de luces artificiales en
la superficie
de objetos niquelados.
En cambio, una sociedad que vive a fondo su ética y cultura no valora
el brillo, sino el resplandor, la luminosidad que brota del alma al
rostro, la impronta exterior de una vida interna rica y cultivada. El
resplandor es natural, real y hondamente humano.
Si hoy maleducamos a toda una generación desde el punto de vista
cívico, es porque les enseñamos a que valoren el brillo y ni siquiera
aprecien el resplandor. Les inducimos a pensar según la razón
instrumental y no les dejamos sosiego ni libertad para esforzarse en
ejercitar la inteligencia
meditativa.
Recapacitemos en los mensajes dominantes que reciben hoy los jóvenes.
Tanto la familia como la escuela y los medios de comunicación les
impulsan a valorar el éxito individual sin advertir que, como dice
Leonardo Polo, «todo éxito es prematuro» y les disuaden de comprometerse
con empresas cuyo
fin no sea triunfar, sino servir a los demás y alcanzar una vida lograda
éticamente, la única que ofrece valores absolutos.
Poder decir tonterías en cinco idiomas
La propia enseñanza reglada pone todo el énfasis en los
procedimientos. Se habla, por ejemplo, de «aprender a aprender». Pero no
se contesta -ni siquiera se formula- la pregunta clave: «¿Aprender
qué?».
Los contenidos son lo de menos, se arguye, porque pueden encontrarse
en cualquier base de datos. Lo importante es que estos adolescentes,
llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las nuevas
tecnologías informáticas que van a poner a su disposición inmediata todo
el saber
disponible en el mundo entero.
Tan vano y falso planteamiento hace cada vez más actuales los versos
de T. S. Elliot: «¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en
conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que se nos ha perdido en
información?».
Como decía (injustamente) el castizo Miguel de Unamuno del
cosmopolita Salvador de Madariaga, «es capaz de decir tonterías en cinco
idiomas». Pensemos en el gran esfuerzo y dinero invertido para que los
adolescentes hispanohablantes aprendan inglés, la lingua franca del
siglo XXI.
Pero no se les pregunte a esos muchachos por la política de Tony
Blair, el problema de Ulster o la economía americana, porque
sencillamente lo ignoran. Eso sí, están completamente «al loro» de lo
último en música pop o marcas de ropa.
Informática e inglés como preparación para estudiar administración o
ingeniería y conseguir así una buena posición económica. En esto se
agota el panorama cultural y social abierto ante las prometedoras
inteligencias, potencialmente infinitas, de quienes pronto tomarán el
relevo en la dirección
de la cosa pública y las empresas privadas.
¿Qué se hizo del frondoso árbol de las ciencias? ¿Dónde quedan las
humanidades clásicas y los grandes libros? ¿Qué fue de los ideales para
cambiar el mundo que germinan en la primera juventud? Se ignora: no
saben, no responden. Sobre base tan somera es inviable que se desarrolle
una formación
cívica.
Marginación de las humanidades
La tierra fértil donde se asomarían los primeros brotes de un
humanismo cívico es, precisamente, el cultivo de las Humanidades:
Historia, Filosofía, Literatura, Arte, Lenguas clásicas. Tan maltratadas
están, que incluso algunos políticos han percibido el tremendo error
que supone marginarlas de
los programas de estudio, desde la enseñanza primaria hasta la
Universidad.
Se empieza a notar qué sucede cuando los jóvenes conocen
perfectamente su «entorno», dominan la vida de los héroes locales,
utilizan la jerga de la semiótica y la teoría de conjuntos, pero no
saben nada de historia universal, Shakespeare no les suena ni en inglés,
y cuando se les pregunta qué
significa cogito, ergo sum y quién pronunció tan famosa frase,
responden: «Me han cogido, yo soy. Y la pronunció Jesucristo en el
Huerto de los Olivos».
El olvido de las Humanidades conduce a la incomunicación, la
incomunicación lleva al aislamiento y éste, como advirtió Hannah Arendt,
es pretotalitario. La mejor manera de asegurar que nadie piense algo
«políticamente incorrecto» (por ejemplo, tratar a los inmigrantes
magrebíes como seres
humanos), es sencillamente que no piense. Muerto el perro, se acabó la
rabia. Y así tendremos la paz de cementerios y cárceles.
Las Humanidades facilitan alcanzar cuatro metas educativas de la
mayor trascendencia: la comprensión crítica de la sociedad, la
revitalización de los grandes tesoros culturales de la humanidad, el
planteamiento profundo de las cuestiones fundamentales de la vida
humana, y el incremento de la
creatividad y la capacidad de innovación.
Estas finalidades poseen hoy la mayor actualidad. Porque,
sorprendentemente, el gran desarrollo de los sistemas informáticos no se
ha debido, como inicialmente se pensó, a la construcción de poderosas
máquinas de calcular, sino al proceso de textos desarrollado sobre todo
en laptops.
La cultura posliteraria que se anunciaba para el final del milenio se
transformó en un mundo poblado de libros: el personaje del año 2000,
según la revista Time, es precisamente el promotor y presidente de
Amazon, la librería virtual que envía cualquier libro a cualquier lugar
del mundo, pronto
y sin excesivo gasto.
Padres, políticos y educadores, debemos plantearnos a fondo esta
cuestión, en la que nos jugamos nuestro futuro inmediato. No podemos
olvidar algo que se ha experimentado con indudable éxito desde hace 25
siglos: las mentalidades jóvenes sólo podrán formarse en la ciudadanía
si su educación es
una simbiosis con las grandes creaciones de nuestra civilización
occidental.
Sería una lástima que ahora que existen los medios técnicos para que
todos conozcan los fundamentos de la cultura en la que viven,
dispersaran su vida en aficiones y entretenimientos insustanciales.
Abrirse a otras vidas
El gran acervo de ideas, creencias, valoraciones y narraciones sobre
la vida del hombre en sociedad, se encuentra en los grandes libros, en
los clásicos antiguos y modernos. Al leerlos nuestra vida se abre a
otras vidas, reales o imaginadas. Ahí se reflejan los tipos básicos de
personas y
comportamientos, los discursos y hazañas que nos han conducido a ser lo
que somos.
La mayor proporción de educación cívica posible para un adolescente
se encuentra en la sosegada lectura de la Antígona de Sófocles, de la
Ética a Nicómaco de Aristóteles, de las Confesiones de san Agustín, de
El Quijote, de los cuentos de los hermanos Grimm, de los poetas del 27,
de El señor de
los anillos, de La historia interminable de Michael Ende... y de otras
muchas obras que mejoran tanto a quien por ellas transita, que le hacen
capaz de entender la riqueza humana que contienen.
El conocimiento de la Literatura, la Filosofía y la Historia nos
ayuda a distinguir lo pasajero de lo permanente, lo esencial de lo
accidental, lo humano de lo inhumano, el bien del mal.
La mujer y el hombre de muchas y buenas lecturas es difícil que caiga
en los extremos del dogmatismo o del escepticismo, del relativismo o
del fanatismo. Porque aprenderá que en el ser humano conviven una
vocación sublime y una profunda miseria, que el hombre supera
infinitamente al hombre y que
no hay soluciones automáticas o puramente técnicas para los problemas
sociales.
Las Humanidades nos descubren los maravillosos secretos del lenguaje
como vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación. Nos enseñan
a hablar y escribir correctamente, no como los guionistas o locutores
de radio y televisión, que martirizan hora tras hora el pobre idioma
castellano,
mejor usado hoy en los países hispanoamericanos que en su tierra natal.
Alfonso Aguiló
Conoze.com
Conoze.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario