«La
fuerza con la que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es
su expresión más clara. La unidad no se consigue mediante la polémica ni
tampoco mediante teorías académicas, sino con la irradiación de la
alegría pascual (…) y en ella los cristianos deberían darse a conocer al
mundo». (Ratzinger, La Fiesta de la Fe, Ed. Desclée de Brouwer, 1999)
Sumario
La fuente de la alegría es el gozo de Dios − Dios
tiene sentido del humor − Jesús vino a la tierra para traernos una gran
alegría − Alegría y comunión − Alegría, libertad y ley moral − Gracia,
pecado y “sacramento de la alegría” − Testigos de la alegría − Alegría y
realismo − Soledad y tristeza − Esperanza y alegría
La fuente de la alegría es el gozo de Dios
¿Cómo
podemos definir la alegría? En una primera aproximación podemos decir
que la alegría o gozo es el descanso en la posesión del bien amado, y
esta alegría es tanto mayor cuanto más grande es el bien amado y más
clara la conciencia de su posesión. Y puesto que lo más noble que
podemos amar, después de Dios, es al mismo hombre, la felicidad está
estrechamente relacionada con la amistad con Dios y con los demás. Por
eso, por el mismo motivo que Dios hizo al hombre para la felicidad, lo
creó para el amor.
Esta
felicidad, que deriva del amor, se da originariamente en Dios, porque
Él mismo es amor entre las tres divinas personas. «En realidad ―escribe
Benedicto XVI― todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del
día a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no
lo parezca a primera vista, porque Dios es comunión de amor eterno, es
alegría infinita que no se encierra en sí misma, sino que se difunde en
aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a su imagen
por amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su
presencia y su gracia. (…) Jesús quiere introducir a sus discípulos y a
cada uno de nosotros en la alegría plena, la que Él comparte con el
Padre, para que el amor con que el Padre le ama esté en nosotros (cf. Jn 17,26). La alegría cristiana es abrirse a este amor de Dios y pertenecer a Él» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012)
Hasta
tal punto es capital la alegría en el mensaje cristiano, que cuando
Jesús hace referencia al momento de la salvación de cada uno utiliza la
expresión “entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,23). No es un
simple dar alegría o poner algo en el hombre, sino sumergir al hombre en
la alegría de Dios: ese es nuestro destino. «Dios creó al hombre para
ampliar de ese modo, valga la expresión, el radio de su amor». (Dios y el mundo,
p. 94). La esencia misma de la bienaventuranza es la comunión de los
santos con su Creador. Desde esta perspectiva se comprende una
afirmación de Ratzinger que podría parecer radical para la mentalidad
individualista contemporánea: «La meta del cristiano no es la
bienaventuranza privada, sino la totalidad» (Introducción al cristianismo, p. 296).
Dios tiene sentido del humor
Esta
alegría ya operativa, por la amistad actual y por la esperanza de una
intimidad mucho más intensa y eterna, debe potencia también nuestro
sentido del humor. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que los cristianos
sabemos, o hemos de saber, que todo lo que nos preocupa, hasta las
cosas más serias, como las relativas a la salud, al trabajo, a la
familia… están completamente en manos de Dios, y sus designios son
designios de amor. Nos lo explica el propio Ratzinger respondiendo a la
sorprendente pregunta de si Dios tiene sentido del humor: «Personalmente
creo que tiene un gran sentido del humor. A veces le da a uno un
empellón y le dice: “¡No te des tanta importancia!”. En realidad, el
humor es un componente de la alegría de la creación. En muchas
cuestiones de nuestra vida se nota que Dios también nos quiere impulsar a
ser un poco más ligeros; a percibir la alegría; a descender de nuestro
pedestal y a no olvidar el gusto por lo divertido» (Ratzinger, Dios y el mundo, p.12)
Jesús vino a la tierra para traernos una gran alegría
Con
frecuencia, hasta en su reciente libro sobre la infancia de Jesús,
Benedicto XVI nos recuerda que la noticia más importante de la historia,
la encarnación del hijo de Dios, de donde arranca el cristianismo,
viene siempre acompañado de una expresa llamada a la alegría: «En el
saludo del ángel llama la atención el que no dirija a María el
acostumbrado saludo judío, shalom ―la paz esté contigo―, sino que use la fórmula griega chaíre (…) ¡Alégrate! (cf. Lc
1, 28). Con este saludo el ángel ―podríamos decir― comienza en sentido
propio el Nuevo Testamento. La misma palabra reaparece en la Noche Santa
en labios del ángel, que dijo a los pastores: “Os anuncio una gran
alegría” (cf. Lc 2,10). Vuelve a aparecer en Juan con ocasión del
encuentro con el Resucitado: “Los discípulos se llenaron de alegría al
ver al Señor” (Jn 20,20). En los discursos de despedida en Juan
hay una teología de la alegría que ilumina, por decirlo así, la hondura
de esta palabra: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie
os quitará vuestra alegría”» (La infancia de Jesús,
p. 33). Igualmente expresaba esta misma idea veinticinco años antes:
«En el Evangelio, la historia de Jesucristo empieza con las palabras que
el ángel dirigió a María, en forma de saludo, “¡Alégrate!”. Y en la
noche de su nacimiento, los ángeles también repetían: “os anunciamos una
gran alegría”. El propio Jesucristo manifiesta que viene a traernos una
buena nueva, es decir, que el meollo nuclear del mensaje es siempre
este: “vengo a anunciaros una gran alegría, Dios está aquí, os ama y así
será para siempre”» (La sal de la tierra,
p.21). Y en el mensaje para la JMJ de Brasil vuelve sobre la misma idea
con otras palabras: «En el Evangelio vemos cómo los hechos que marcan
el inicio de la vida de Jesús se caracterizan por la alegría. Cuando el arcángel Gabriel anuncia a la Virgen María que será madre del Salvador, comienza con esta palabra: “¡Alégrate!” (Lc 1,28). En
el nacimiento de Jesús, el Ángel del Señor dice a los pastores: “Os
anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo:
hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el
Señor” (Lc 2,11). Y los Magos que buscaban al niño, “al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios, que se ha hecho uno de nosotros. Esto
es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía a los cristianos de
Filipos: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5). La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me ama» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012).
Alegría y comunión
San
Agustín, con una frase redonda y llena de significado escribió: «poseer
un bien sin compartirlo no es alegría»: (S. Agustín, De Trin.
l.9 c.4). Lo que en Dios es un acto de gratuidad, en el hombre es una
necesidad vital: Dios no necesita comunicarse como lo necesita el
hombre, que es de por sí incompleto. Dios nos hizo indigentes para que
viviéramos juntos, entre nosotros y con Él, y así manifestar el
esplendor de su amor en la comunión de los hombres. Dios no quiso
hombres aislados, completos y autosuficientes. Dios creó una familia, un
pueblo unido, formado por hombres que sólo pueden llamarse hermanos
porque tienen un mismo Padre. Cada uno es demasiado estrecho para sí
mismo: sólo abriéndose por el amor, la vida se llena de sentido y de
valor. Y este amor se ha de dirigir en primer término a Dios, y por él a
sus criaturas, o mejor dicho, amándole en sus criaturas. La actitud
correcta, que conduce derechamente a la alegría, es precisamente la de
apertura a Dios y al prójimo, pero no en un esfuerzo sobrehumano de
entrega, sino en un acto de sencillo abandono. «Tengo que comenzar por
dejar de mirarme, y preguntarme qué es lo que Él quiere. Tengo que
empezar aprendiendo a amar, pues el amor consiste en apartar la mirada
de mí mismo y dirigirla hacia Él. Si a partir de esta tendencia
fundamental, en lugar de preguntarme qué es lo que puedo conseguir para
mí mismo, me dejo sencillamente guiar por El, si me pierdo realmente en
Cristo, si me dejo caer, me desprendo de mí mismo, entonces me doy
cuenta de que ésa es la vida correcta, porque de todos modos yo soy
demasiado estrecho para mí solo. Cuando salgo al aire libre, valga la
expresión, entonces y sólo entonces comienza y llega la grandeza de la
vida» (Dios y el mundo, p.37).
Amar
y saberse amado, esta es la causa primordial de la alegría. «Lo
importante para cualquier persona, lo primero que da importancia a su
vida, es saber que es amada. Precisamente quien se encuentra en una
situación difícil, resiste si sabe que alguien le espera, que es deseado
y necesitado. Dios está ahí primero y me ama. Ésta es la razón segura
sobre la que se asienta mi vida, y a partir de la cual yo mismo puedo
proyectarla» (Dios y el mundo, p.20).
Para
acrecentar la alegría, acrecentar el amor. Nos lo dice claramente
Benedicto XVI: «haced que crezca en vuestra vida y en la vida de
vuestras comunidades la comunión fraterna. Hay vínculo estrecho entre la comunión y la alegría. No
en vano san Pablo escribía su exhortación en plural; es decir, no se
dirige a cada uno en singular, sino que afirma: “Alegraos siempre en el
Señor” (Flp 4,4). Sólo juntos, viviendo en comunión fraterna, podemos experimentar esta alegría. El
libro de los Hechos de los Apóstoles describe así la primera comunidad
cristiana: “Partían el pan en las casas y tomaban el alimento con
alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,46). Empleaos
también vosotros a fondo para que las comunidades cristianas puedan ser
lugares privilegiados en que se comparta, se atienda y cuiden unos a
otros» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012).
Es
más, un hombre voluntariamente aislado de sus semejantes no es que
renuncie a su condición de cristiano, sino de persona. La noción de
persona evoca esta intersubjetividad, tanto en el hombre como en Dios.
En su libro Introducción al cristianismo, Ratzinger escribía: «La fe
cristiana confiesa a Dios, la inteligencia creadora, como persona y, por
tanto, como conocimiento, palabra y amor. Confesar a Dios como persona
implica necesariamente confesarlo como relación, como comunicabilidad,
como fecundidad. Lo que es exclusivamente único, lo que no tiene ni
puede tener relaciones, no puede ser persona. No existe la persona en la
absoluta singularidad. Lo vemos en las palabras que han servido para
desarrollar el concepto de persona: la palabra griega prosopon significa literalmente respecto; la partícula pros significa a, hacia e incluye la relación como elemento constitutivo de la persona. Con la palabra latina persona sucede lo mismo; significa resonar a través de; la partícula per significa a, hacia e indica relación, pero ahora como comunicabilidad» (Introducción al cristianismo, p.153).
Esta
misma idea la vuelva a abordar Ratzinger desde una perspectiva
psicológica, explicando la experiencia universal que siente hombre de
ser aceptado y acogido por otro, en primer lugar por Dios mismo. Este
reconocimiento y aceptación es como el marchamo de su identidad: «el sí al tú,
la afirmación de su ser (y en tal modo del ser en el amor y por el
amor). Este tú es un acto creador, una nueva creación. Para poder vivir
el hombre tiene necesidad de este sí. El nacimiento biológico no es
suficiente. El hombre puede asumir su propio yo únicamente en la fuerza
de aceptación de su ser, que viene de otro, del tú. Este sí del
amante le proporciona su existencia de forma nueva y definitiva,
recibiendo una especie de renacimiento, sin el que su primer nacimiento
quedaría incompleto y le enfrentaría a una contradicción consigo mismo.
Para reforzar la validez de esta afirmación, será suficiente pensar en
la historia de algunas personas que en los primeros meses de su vida han
sido abandonadas por sus padres y no han sido recogidas con un amor,
que afirmase y abrazase sus vidas. Sólo el renacimiento del ser amado
completa el nacimiento y abre al hombre al espacio de una existencia
significativa» (Mirar a Cristo, p. 93).
Lo
dicho en el párrafo anterior no se debe confundir con un vivir
pendiente del aplauso del público, de la gente que nos rodea, sino del
reconocimiento sincero de nuestro ser por parte de aquél que de verdad
nos ama. Es más, Ratzinger critica duramente la actitud de los que viven
sólo pendientes de lo políticamente correcto, de las presumibles
reacciones de los otros: «El hombre tiene más miedo del poder de la
opinión pública, que de la lejana e inerme luz de la verdad. Y se
doblega al poder de la opinión, convirtiéndose en su aliado, en uno de
sus portadores. Se hace esclavo de la apariencia. (...) En sus acciones
ya no se orienta según la realidad, sino según las presumibles
reacciones de los otros. Se llega así a un dominio de la opinión, de lo
falso. De este modo toda la vida de una sociedad, las decisiones
políticas y personales, puede basarse en una dictadura de lo falso» (Mirar a Cristo, p. 89)
Alegría, libertad y ley moral
Hoy
en día se tiende a ver la moral como un límite a la libertad, entendida
como autonomía e independencia, en la que el hombre alcanzaría su mayor
felicidad posible. La imagen contemporánea de rivalidad entre moralidad
y felicidad es uno de los mitos que Benedicto XVI trata continuamente
de desmentir. El Papa explica una idea básica del cristianismo: Dios
crea al hombre para que sea feliz, y las normas que le da no son una
especie de prueba de obstáculos, que si supera, le compensa con el
premio de la felicidad, sino que las normas son las mismas instrucciones
de la felicidad, son, valga, la expresión “las normas de uso de la
existencia humana”. «La voluntad de Dios es que nosotros seamos felices. Por ello nos ha dado las indicaciones concretas para nuestro camino: los Mandamientos. Cumpliéndolos encontramos el camino de la vida y de la felicidad. Aunque
a primera vista puedan parecer un conjunto de prohibiciones, casi un
obstáculo a la libertad, si los meditamos más atentamente a la luz del
Mensaje de Cristo, representan un conjunto de reglas de vida esenciales y
valiosas que conducen a una existencia feliz, realizada según el
proyecto de Dios. Cuántas veces, en cambio, constatamos que
construir ignorando a Dios y su voluntad nos lleva a la desilusión, la
tristeza y al sentimiento de derrota. La experiencia del pecado como rechazo a seguirle, como ofensa a su amistad, ensombrece nuestro corazón» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012).
Pero
los Mandamientos no son sólo relevantes para los cristianos: todos los
hombres necesitan respetar esas normas si quieren estar a la altura de
su naturaleza. La vida moral es por tanto el camino de la felicidad, es
el arte de vivir conforme al fin en vista del cual hemos sido creados y
en cuya consecución cobran sentido todas nuestras pasiones. «Puesto que
la existencia cristiana no es un arte más junto a otros, sino
simplemente la existencia humana vivida tal y como se debe, se podría
afirmar que queremos ejercitar el arte de la vida justa. Queremos
aprender el arte de las artes: la existencia humana». (Mirar a Cristo,
p. 11). Y en otro lugar añade: «Si el Decálogo, interpretado
activamente por la reflexión racional, es la respuesta a la exigencia
interna de nuestro ser, no puede considerarse el polo opuesto a nuestra
libertad, sino la forma real de la misma. Por tanto, el Decálogo es el
fundamento de todo el derecho de la libertad y la fuerza genuinamente
liberadora de la historia humana» (Fe, verdad y tolerancia, p.220).
Por
otra parte, desde la perspectiva cristiana no puede haber separación
entre ética y religión: la relación del hombre con su creador es la
primera exigencia moral. Sin religión el hombre está radicalmente
incompleto, mutilado, y por tanto, infeliz. No puede haber verdadera
alegría en una vida vuelta de espaldas a Dios. «La religión existe
precisamente para integrar al hombre en la totalidad de su ser, para
vincular entre sí el sentimiento, el entendimiento y la voluntad; para
que estas facultades se comuniquen unas con otras y para dar una
respuesta al desafío planteado por el todo, al desafío que suscita la
vida y la muerte, la comunidad y el yo, el presente y el futuro» (Fe, verdad y tolerancia, p.126)
Gracia, pecado y “sacramento de la alegría”
Cuando
vemos a una niña o un niño que nos produce cierta complacencia solemos
decir: ¡qué gracia tiene! Y es que el verdadero encanto aflora cuando
uno refleja en su vida el atractivo divino, la gracia de Dios. Benedicto
XVI en más de una ocasión ha empleado la metáfora de la luna que
refleja la luz del sol. Toda su fulgor no es más que un reflejo de la
luz originaria que procede del sol. Señor, quiero ser tu luna: una
oración preciosa del hombre fiel que en más de una ocasión ha repetido
Benedicto XVI. Si volvemos otra vez sobre el libro de la infancia de
Jesús, el Papa nos hace notar que la alegría es fruto de la gracia, de
la amistad con Dios: «”Alégrate, llena de gracia”. Es digno de reflexión
un nuevo aspecto de este saludo, chaire: la conexión entre la alegría y
la gracia. En griego, las dos palabras, alegría y gracia (chará y cháris), se forman a partir de la misma raíz. Alegría y gracia van juntas.» (La infancia de Jesús, p. 35)
¿Y
cuándo se pierde la alegría? ¿Cuál es en el fondo la razón de la
tristeza? La alegría se pierde cuando se niega el amor. ¿Qué decimos de
un hombre enemistado con todos? Pues que es un triste. La ruptura de la
comunión es la esencia de todo pecado: es una autolesión que no sólo
perjudica al que lo comete, sino también al resto de la comunidad. Nadie
es un verso suelto. En el fondo no hay pecado solitario, porque toda
autolesión moral perjudica la capacidad de amar.
Pero
Dios es misericordioso (la palabra misericordia deriva de miseria y
corazón, de llevar en el corazón la miseria del prójimo), y Él en su
corazón ardiente consume la miseria de nuestra vida cuando acudimos en
busca de perdón. Si como consecuencia del pecado perdemos la alegría,
ésta no se recupera olvidándonos de la falta, porque la deformidad de la
voluntad está ahí, aunque el tiempo pase, porque el olvido no borra la
culpa. Se precisa un acto positivo de Dios que borre nuestro pecado, lo
cual presupone el reconocimiento de la propia culpa. Lo peor que podemos
hacer para no curar una enfermedad es no reconocerla. Pero si acudimos a
Dios, y exponemos la verdad de nuestra falta, siempre nos perdona. «El
yugo de la verdad se hace “ligero” (Mt 11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su amor» (Verdad, valores, poder, p. 77).
Desde
esta perspectiva se comprende perfectamente que el Papa llame a la
confesión “sacramento de la alegría”. «Queridos jóvenes, ¡recurrid a
menudo al Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación! Es el
Sacramento de la alegría reencontrada. Pedid al Espíritu Santo la luz
para saber reconocer vuestro pecado y la capacidad de pedir perdón a
Dios acercándoos a este Sacramento con constancia, serenidad y confianza. El
Señor os abrirá siempre sus brazos, os purificará y os llenará de su
alegría: habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte
(cf. Lc 15,7)» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012).
No
nos engañemos, la psicoterapia puede calmar un poco nuestro dolor, pero
no puede quitarnos la culpa. Recuerdo hace años que contaba el famoso
psiquiatra Enrique Rojas que una chica acudió a su consulta con un
sufrimiento tremendo porque acababa de matar a su hijo todavía en su
seno. El doctor trató de consolarla como pudo, pero reconocía a la chica
que él no podría extirpar la raíz de su pena, que era su culpa, porque
la voluntad deformada sólo Dios la puede reconstruir, y le aconsejó que
acudiera también al sacramento de la penitencia. La tristeza crece en la
misma proporción que la culpa. Dios vino a la tierra precisamente para
salvarnos de nuestras propias culpas y llenarnos de alegría. Lo dice el
Papa claramente: «sólo existe salvación si hay absolución. Aunque la
psicoterapia puede hacer mucho para descubrir y subsanar circuitos
defectuosos en la estructura anímica, no logra superar la culpa. Ahí
rebasa sus límites y por eso fracasa con tanta frecuencia. La culpa sólo
puede superarla de verdad el sacramento, el poder pleno procedente de
Dios» (Dios y el mundo, p. 399).
Cuando
se niega al hombre la posibilidad de perdón, se le confirma en su
tristeza. De ahí que la gente sin Dios niegue la posibilidad del mismo
pecado. Podemos pensar que la gente rechaza el perdón porque no se
siente culpable de nada, pero ¿no será más bien al revés?: “porque no
hay nadie capaz de perdonar mi culpa, no puedo tenerla”, “como no
podemos ser perdonados, no podemos pecar”. «El núcleo de la crisis
espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el eclipse de la gracia
del perdón (…) donde el perdón, el verdadero perdón lleno de eficacia,
no es reconocido y no se cree en él, hay que tratar la moral de tal modo
que las condiciones de pecar no pueden nunca verificarse propiamente
para el individuo» (La Iglesia, p. 90)
Testigos de la alegría
En
su discurso convocando a la Jornada Mundial de la Juventud de Brasil,
Benedicto XVI nos dice, citando a la Beata Teresa de Calcuta, que la
alegría es como “una red de amor para capturar a las almas”. La alegría
no se puede simular: cuando uno es feliz de verdad, salta a la vista. Y
cuando uno está triste, difícilmente lo puede disimular.
Por
eso la alegría no es propiamente una “estrategia apostólica”, porque
las estrategias se planifican, y la felicidad se tiene o no se tiene, y
ahí precisamente reside su fuerza atractiva. La Iglesia, entendida como
pueblo de Dios, se extiende por la vida de sus miembros, por el
testimonio de su fidelidad, que tiene como fruto la alegría. El cardenal
Ratzinger mantenía una cierta actitud de recelo frente a esos planes o
estrategias apostólicas, en contraste con la eficacia de la fidelidad:
«La Iglesia ―decía― no tiene que ser construida, sino más bien vivida» (Ser cristiano en la era neopagana, p. 118)
Por
otra parte, puesto que es difícil ser feliz cuando las personas que
queremos no lo son, condición de supervivencia de la felicidad es que se
difunda. «Queridos amigos ―nos dice el Papa― para concluir quisiera
alentaros a ser misioneros de la alegría. No se puede ser feliz si los demás no lo son. Por ello, hay que compartir la alegría. Id a contar a los demás jóvenes vuestra alegría de haber encontrado aquel tesoro precioso que es Jesús mismo. No podemos conservar para nosotros la alegría de la fe; para que ésta pueda permanecer en nosotros, tenemos que transmitirla. San
Juan afirma: “Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que
estéis en comunión con nosotros… Os escribimos esto, para que nuestro
gozo sea completo” (1Jn 1,3-4). Y si el modo de vivir de
los cristianos parece a veces cansado y aburrido, entonces sed vosotros
los primeros en dar testimonio del rostro alegre y feliz de la fe» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012)
Si
recordamos de nuevo la escena del anuncio del nacimiento de Jesús,
ahora estamos en condiciones de comprender mejor que la esencia del
mensaje cristiano es la alegría. «La alegría aparece en estos textos
[del anuncio del nacimiento de Jesús] como el don propio del Espíritu
Santo, como el verdadero don del Redentor. Así pues, en el saludo del
ángel se oye el sonido de un acorde que seguirá resonando a través de
todo el tiempo de la Iglesia y que, por lo que se refiere a su
contenido, también se puede percibir en la palabra fundamental con la
cual se designa todo el mensaje cristiano en su conjunto: el Evangelio,
la Buena Nueva» (La infancia de Jesús, p.34).
Dios
ha querido que su relación con los hombres estuviera condicionada por
la relación de los hombres entre sí. Un misterio tremendo por el cual el
hombre se hace corresponsable de trasmitir la alegría a los demás. Si
Dios es la fuente de la alegría, y el acceso de los hombres a Dios está
condicionado por la ayuda que nos prestan otros hombres, buena parte de
mi alegría depende de que otros me ayuden. «¿No sería mejor ―preguntaba
retóricamente el joven Ratzinger― que cada hombre tuviera acceso
inmediato a Dios, si la “religión” es una realidad que atañe a todos y
si cada uno tiene la misma necesidad de Dios? ¿No deberían tener todos
“igualdad de oportunidades”? ¿No deberían tener todos la misma
seguridad? Nuestro planteamiento quizá deja ya claro que esta cuestión
no lleva a ningún sitio: el diálogo de Dios con los hombres se realiza
en el diálogo de los hombres entre sí. Las distintas aptitudes
religiosas, que dividen a los hombres en “profetas” y en “oyentes”, les
obliga a vivir juntos, a vivir para los demás. El lema del joven
Agustín, “Dios y el alma, nada más”, es irrealizable; más aún, ni
siquiera es cristiano. En definitiva, no hay religión en el camino
solitario del místico, sino en la comunidad de la predicación y de la
audición» (Introducción al cristianismo, pp.82-83).
La
felicidad no es por tanto patrimonio exclusivo de nadie. Decir eso es
una contradicción. Incluso el mismo hecho de la elección de Dios de
ciertas personas con una vocación específica, o incluso de un pueblo
entero, como es el pueblo judío, del que surgió la Iglesia, tiene
carácter medial. «Dios elige. Pero no elige para excluir a los demás,
sino para llegar a unos por medio de otros y entrar en el juego de la
historia» (Dios y el mundo, p. 137).
Alegría y realismo
«La
alegría cristiana no es una huida de la realidad, sino una fuerza
sobrenatural para hacer frente y vivir las dificultades cotidianas» (Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, 2012).
La alegría del cristiano se funda en la misma realidad de su origen, de
su estado actual y de su destino eterno. La fe cristiana no es una
terapia para consolarnos en los momentos difíciles. Y menos todavía es
un mero sentimiento desvinculado de la realidad. Una de las constantes
en el magisterio de Benedicto XVI es la afirmación de la verdad del
cristianismo. «La fe cristiana no se basa en la poesía ni en la
política, esas dos grandes fuentes de la religión [precristiana], sino
en el conocimiento» (Fe, verdad y tolerancia, p.149)
Ratzinger
se enfrenta decididamente contra la tesis tan extendida hoy en día,
según la cual la religión es un estado de ánimo, útil para la vida, pero
desvinculado de la realidad. Es significativo leer los comentarios de
muchos “intelectuales” ante el espectáculo conmovedor de los jóvenes de
las Jornadas Mundiales de la Juventud: “entusiasmos de juventud”,
“fervor pasajero”, “arrebatos masivos” como los de los conciertos de
rock… pero, al final, nada: cuando vuelvan a sus casas se enfrentarán
con la cruda realidad de su existencia.
En
esa misma línea, pero con una argumentación más sutil, se encuentra la
crítica de los que, como Wittgenstein, consideran con respeto la
religión, pero no ven en ella más que una especie de juego conceptual y
afectivo, con la que no se diría nada sobre la realidad como tal. «Según
Wittgenstein exactamente igual que no se dice nada tampoco en un juego
de ajedrez o en un juego de damas, fuera de lo que corresponde al juego.
Por tanto, la religión no debería interpretarse en forma de
proposiciones significativas con pretensiones de enunciar la verdad,
sino únicamente de manera antropológica y enteramente subjetiva, como se
interpreta de manera puramente personal un juego preferido (…) Ideas
parecidas se han venido difundiendo entretanto en la teología católica, y
pueden escucharse más o menos claramente en la predicación. Los fieles
lo experimentan y se preguntan si no se les estará tomando el pelo.
Vivir en bonitas ficciones podrá ser bueno para los teóricos de la
religión, pero para el hombre moderno, que se plantea la cuestión acerca
de con qué y para qué vivir y morir, esas ficciones no son suficientes.
El abandono de la pretensión de expresar la verdad, que sería, como
tal, el abandono de la fe cristiana como tal, se endulza aquí diciendo
que podría dejarse que la fe siguiera subsistiendo como una especie de
enamoramiento con sus hermosos consuelos subjetivos, o como una especie
de mundo del juego que existiera junto al mundo real. La fe se traslada
al mundo del juego, mientras que hasta entonces había afectado al plano
de la vida como tal. En todo caso, la fe “jugada” es algo
fundamentalmente diferente de la fe “creída y vivida”. No existe
indicación alguna de un camino, sino que únicamente se embellecen las
cosas. La fe no nos sirve de ayuda en la vida ni en la muerte; a lo sumo
hay un poco de variedad, unas cuantas bonitas apariencias, pero sólo
apariencias. Y eso no basta para la vida y para la muerte» (Fe, verdad y tolerancia, p.187-188).
El realismo de la fe cristiana, que nos llena de inmensa alegría, no es sólo fruto de un sí
decidido a Dios, a la realidad de Dios, sino a la Creación entera. El
cristiano es una persona que afirma y se goza en el mundo creado, porque
descubre en él la obra de Dios y el escenario de su amor a los hombres.
«Porque la fe se basa, fundamentalmente, en sabernos amados por Dios, y
eso significa, no sólo una respuesta afirmativa a Dios, sino también a
la Creación, a las criaturas, sobre todo a los hombres, donde tratamos
de ver la imagen de Dios para amarle mejor» (La sal de la tierra, p.126).
Soledad y tristeza
La
tristeza es el lado opuesto de la alegría, y como el mal, la tristeza
no tiene entidad: es lo que se experimenta al verse privado de lo que
reclama nuestra naturaleza, que reclama la plenitud del amor. La
tristeza es la negación del amor, o mejor dicho, cuando damos la espalda
al prójimo (Dios es el más prójimo) nos instalamos en la tristeza.
Más
radicalmente, el entonces cardenal Ratzinger, con una clara impronta
agustiniana, explicaba que la historia en su conjunto es una lucha entre
el amor y la privación del amor. «La historia está marcada por una
polémica entre el amor y la incapacidad de amar, esa desolación de las
almas, propia de los hombres que sólo reconocen valores y realidades
cuantificables... Esta destrucción de la capacidad de amar produce un
aburrimiento mortal. Es un veneno para el hombre. Cuando se impone,
destruye al hombre y al mundo con él (…) Yo creo que el auténtico drama
de la historia es que, siempre, en todos los frentes, al final aparece
el mismo planteamiento: un sí o un no al amor» (La sal de la tierra, p. 307).
Nadie
puede aguantar la tristeza, y por contraste con la alegría, en la que
uno permanece sereno, de la tristeza deriva un deseo de novedades y
divagación, un activismo que no para quieto, que huye del silencio,
porque teme escuchar la voz de su conciencia que le reclama un poco de
atención al prójimo y a Dios. Ratzinger lo explica con la doctrina de
Santo Tomás: «Junto con la desesperación, del seno del perezoso alejado
de la grandeza del hombre amado de Dios, nace la “evagatio mentis”, el
espíritu errante, porque ―así dice Tomás― “ningún hombre puede habitar
en la tristeza”. Por eso si el fondo del alma es la tristeza, se llega
necesariamente a una continua huida del alma de sí misma, a una profunda
inquietud. El hombre al hablar huye del pensamiento. Y puesto que se le
ha quitado la visión hacia lo Infinito, busca insaciablemente
sustitutos. Actitudes ulteriores reforzarán este comportamiento: la
inquietud interior (importunitas, inquietudo), es decir
una ininterrumpida búsqueda de cosas nuevas que sustituyan la pérdida de
la inagotable sorpresa del amor divino; en fin la instabilitas loci vel propositi» (Mirar a Cristo, p.80)
¿Si
la religión cristiana es causa de tanta alegría, por qué se le ataca
impunemente, por qué se ridiculiza su doctrina y su historia, por qué se
presenta como triste y oscura, enemiga de la verdadera felicidad del
hombre? Prescindiendo de consideraciones referentes a los espíritus
demoníacos, podemos decir con Ratzinger, que buena parte de ese odio
surge precisamente de personas que han abandonado su vocación divina,
actuando contra su conciencia, y, cuando no se arrepienten, para
justificarse quieren también deshacer todo lo que le dio voz a esa
conciencia. «Afín a esta actitud es el odio del apóstata, que ha
arrojado lejos de sí mismo el peso de la vocación cristiana y se ha
procurado un significado a la vida, aparentemente más simple que el de
la existencia cristiana. Y les describirá ese nuevo significado a los
demás como el verdadero contenido del mensaje cristiano, porque nadie
puede soportar considerarse a sí mismo como un apóstata. Pero de esta
forma nace un odio siniestro a todo aquello que le recuerde la verdadera
grandeza del mensaje. Todo le despertará su propia conciencia y le hará
dudar de la autojustificación en la que se ha refugiado, después de
haber perdido la fe. La conciencia ha sido pisoteada, y ahora se debe
pisotear también todo lo que le dio voz a esa conciencia. En un sentido
general podríamos decir que el hombre que se niega a su grandeza
metafísica, es un apóstata de la divina vocación de la humanidad» (Mirar a Cristo,
p. 82). No es extraño por eso que las principales críticas contra la fe
cristiana procedan de cristianos, o mejor dicho, de ex-cristianos
(raramente vemos críticas contra el cristianismo surgidas en el seno de
otras culturas o religiones).
Si
llevamos las cosas al extremo, el infierno es el lugar de la tristeza
por excelencia, porque el infierno consiste en la soledad, en aquel
lugar donde no llega ni la luz ni el calor del amor divino, de la que
procede el amor humano. El infierno es la consagración de la autonomía
del hombre, de su máxima independencia, y por tanto, de su máxima
tristeza. «Porque, hablando claro, el infierno consiste formalmente en
que el hombre no quiere recibir nada, en que quiere ser autónomo. Es la
expresión del enclaustramiento en el propio yo. Esta profundidad, este
abismo consiste, pues, en que el hombre no quiere recibir ni tomar nada,
en que sólo quiere permanecer en sí mismo, bastarse a sí mismo. Si esta
actitud se lleva al extremo, el hombre se vuelve intocable y solitario.
El infierno consiste en que el hombre quiere ser únicamente él mismo, y
esto se lleva a cabo cuando se encierra en su yo. Por el contrario, ser
de arriba, eso que llamamos cielo, consiste en que sólo puede
recibirse, igual que el infierno consiste en querer bastarse a sí mismo.
El «cielo» es esencialmente lo que uno no ha hecho ni puede hacer por
sí mismo. Utilizando términos de escuela, alguien ha dicho que, como
gracia, es donum indebitum et superadditum naturae (un don
indebido y añadido a la naturaleza). El cielo, como cumbre del amor
realizado, siempre es un regalo que se hace al hombre, pero el infierno
es la soledad de quien rechaza el don, de quien rehúsa ser un mendigo y
se encierra en sí mismo» (Introducción al cristianismo, p. 259).
Esperanza y alegría
En
la esencia misma de la voluntad está el anhelo de plenitud, un deseo
profundo que preside todas nuestras elecciones, y sin el cual no
haríamos nada, seríamos pura apatía. Este deseo es en el fondo un deseo
de Dios, de la eternidad de su belleza y compañía, que nos envuelva y
nos endiose. San Agustín lo expresó maravillosamente: «nos creaste Señor
para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones,
L.1, Cap.1, §1). Es importante dejar claro que este anhelo del corazón
es patrimonio común de todos los hombres sin excepción.
Pero
si no hubiera un objeto proporcionado a este apetito capaz de saciarlo
establemente, el hombre sería una criatura llamada a la frustración, y
Dios, un tirano cruel, que habría puesto en nosotros un deseo
insaciable. Sin embargo, los cristianos sabemos que no es así, que la
vida tiene un objeto, y que todas las bellezas de la tierra, todos los
bienes que apetecemos, nos atraen porque participan de la belleza
infinita de Dios. Todos nuestros deseos, todas nuestras esperanzas son
preludios de la vida eterna.
La
esperanza es la actitud propia de quien acepta la realidad de su ser:
una criatura amada por Dios y llamada a unirse estrechamente a él por el
amor. El pecado, por contraste, implica siempre un dar la espalda a
esta realidad. Todo pecado contiene un punto de desesperación, un no
fiarse de la plenitud a la que está llamado quien es fiel al amor de
Dios.
Pero
cuando uno permite a la desesperanza instalarse establemente en su
alma, es como si anticipara su propia condenación. La actitud del que
nada espera no es pura indiferencia: es sufrimiento, porque el hombre,
lo quiera o no, es un ser naturalmente en tensión (estar en tensión es
estar tendiendo), y cuando uno no espera la realización que anhela su
naturaleza, entonces sufre. Puede simular apatía o indiferencia, pero es
una pose que oculta la violencia interior de negar lo que su naturaleza
le reclama. Dicho con otras palabras, la desesperación supone lo mismo
que la esperanza: un anhelo. Lo decía claramente Santo Tomás: «Aquello
que no anhelamos no puede ser objeto m de nuestra esperanza ni de
nuestra desesperación» (Suma Teologica I-II, 40, 4 ad 3).
La
esperanza de alcanzar un bien nos llena de tanta alegría cuanto mayor y
más cercano es el bien que esperamos. Esto se ve muy claro hasta con la
esperanza de bienes sencillos como el descanso del fin de semana:
comparemos el estado de ánimo del trabajador un viernes por la tarde,
que se ilusiona al pensar en la proximidad del fin de semana, y el ánimo
de la misma persona un domingo por la tarde. El viernes todavía trabaja
(igual que un lunes o un martes), pero se goza anticipadamente por lo
que le espera. El domingo, aunque descansa, está pensando en el
siguiente lunes. El hombre es un ser que no puede evitar pensar en el
futuro, y con él compone su estado de ánimo del presente. El cristiano
sabe que a la vuelta de la esquina le espera una plenitud de amor, y por
tanto de alegría.
Pero
la esperanza no sólo produce gozo, sino también aumenta las fuerzas.
Decía Santo Tomás: «La esperanza causa o aumenta el amor no sólo por
razón del deleite que produce, sino también por razón del deseo que
fortalece, pues no deseamos tan intensamente las cosas que no esperamos»
(Suma Teologica, I-II, q.27, a.4, ad.3). Más bellamente lo dice
la Sagrada Escritura: «Los que confían en Yavé renuevan sus fuerzas y
echan alas como de águila y vuelan velozmente sin cansarse y corren sin
fatigarse» (Is 40, 31). De ahí el carácter alentador que tiene
para el hombre hacerle ver la posibilidad de alcanzar realmente la
plenitud de su ser. San Agustín decía «El que no tiene esperanza de
alcanzar una cosa, o la ama tibiamente o no la ama en absoluto, aunque
vea cuan bella es» (San Agustín en X De Trin.13)
Al
ateo, el paso de los años le deprime, porque le aleja de su momento
“ideal”, que fue la juventud; en cambio, el cristiano se alegra, porque
cada día que pasa está más cerca de su “momento” ideal, que es la
Eternidad. El cristiano, a medida que pasa el tiempo, va acumulando
juventud en su alma, pues la juventud sobrenatural deriva de la
participación en la vida divina, que nos es más íntima que nosotros
mismos. Y, como dice San Agustín, «Dios es más joven que todos» (S De Genesi
VIII, 26, 48). Y el propio San Pablo escribe: «Mientras nuestro hombre
exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (1Cor
4, 16). En este sentido Joseph Pieper habla del “remozamiento” que
provoca la esperanza: remozar es volver a ser mozo (cf. Pieper, Las virtudes fundamentales, 386).
Aun
gozando en esta tierra de la participación por la gracia en la vida
divina, esto no es nada en comparación con la gloria que nos espera. «El
más allá forma parte de la perspectiva vital del cristianismo. Si se
pretendiera suprimirlo, nuestra perspectiva se convertiría en un extraño
fragmento, quedaría hecha añicos. La vida humana quedaría burdamente
mutilada si sólo la considerásemos desde la óptica de esos setenta u
ochenta años que podemos vivir» (Dios y el mundo, p. 37).
Diego Poole Derqui
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