Cristo de la Expiración, Sevilla |
Puede suceder que nos quedemos en los bellos gestos externos del Papa Francisco y no sepamos penetrar en la hondura de su mensaje. Oriento ahora la atención hacia unas breves palabras pronunciadas en la Misa de inicio del ministerio petrino: «No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura», decía el Romano Pontífice hablando de San José.
Alguien
apuntó que la ternura es la columna central que sostiene la vida. Estos
días de Semana Santa, bien podemos pensar que ese amor y esa ternura
solicitados por el Papa derivan de la Cruz de Cristo.
Durante la homilía dirigida a los cardenales en la Eucaristía celebrada con ellos, afirmaba: «Quisiera
que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor,
precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz
del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada
en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la
Iglesia avanzará». Por eso, aparte de ser una verdad de fe que toda gracia deriva de Cristo crucificado, Francisco lo recordó expresamente.
La
cruz es el gran disparate de un Dios enamorado del ser humano hasta tal
extremo que se hace uno de nosotros para morir en la Cruz salvadora del
hombre. El calvario condensa toda la ternura de Dios con cada persona.
Podría parecer que un ensangrentado, colgado de un madero no es la mejor
expresión de un amor tierno, tal vez aparentemente mejor simbolizado en
la sonrisa de un niño, por ejemplo. Y, sin embargo, es justamente la
mejor expresión del amor misericordioso de Dios. Ese Dios dispuesto
siempre al perdón, ese Jesús que va al Jordán para ser bautizado con un
bautismo de penitencia que no necesitaba pero, como escribió Benedicto XVI, entra en aquellas aguas cargando con las culpas de la humanidad para llevarlas hasta la Cruz.
Hizo tan propias nuestras culpas que san Pablo
escribe en la segunda epístola a los corintios que a Él, que no conoció
pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros. Quizá por eso afirmó Tomás de Aquino,
siguiendo la etimología de la palabra misericordia, que puso en su
propio corazón toda la miseria ajena. ¿Se puede dar mayor muestra de
ternura? Cristo convertido en un retablo de dolores, hecho un ser
despreciable a los ojos humanos, quebrantado por el sufrimiento, sin
parecer ni hermosura alguna −como escribió el Profeta− por amor al
hombre. Necesitamos orar con las escenas de la Pasión y Muerte de
Cristo, para no pasarla con la prisa de lo ya conocido. Porque todo eso
sucedió «para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos
al fin “in libertatem gloriae filiorum Dei” en la libertad y gloria de
los hijos de Dios» (san Josemaría, Introducción al Via Crucis).
Pero
volvamos al Papa Francisco que, en sus pocos días como Obispo de Roma,
ha hablado reiteradamente de la misericordia divina. En la parroquia de
Santa Ana, decía
que también nosotros somos como aquel pueblo que, por una parte, quiere
escuchar a Jesús, pero al que, por otra, a veces le gusta cebarse con
los demás, condenar a los demás. «El mensaje de Jesús es éste:
misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje principal del
Señor: la misericordia. Él mismo lo ha dicho: “No he venido por los
justos: los justos se justifican solos (...) Yo he venido por los
pecadores”». Siempre he pensado −seguramente desde que lo aprendí
del fundador del Opus Dei− que la misericordia es la manifestación más
hermosa del corazón de Cristo y del alma cristiana. Esa actitud,
hondamente entendida en Cristo, nos debería conducir a perdonar,
comprender, disculpar, escuchar a los demás. Y, por supuesto, a hacer
propias todas las necesidades de los hombres para servirles.
Estamos
en un tiempo de graves carencias materiales, escasea el raciocinio
humano, nos faltan voluntades fuertes y existe la gran penuria de Dios
que padecen muchos. Bien sabemos que al nuevo Papa no le son ajenas
todas estas cuestiones pero, para evitar la superficialidad en la
comprensión de su discurso y no quedarnos exclusivamente en las
privaciones materiales, él mismo decía a los cardenales que «podemos
caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no
confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG
asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor. Cuando no se camina,
se está parado. ¿Qué ocurre cuando no se edifica sobre piedras? Sucede
lo que ocurre a los niños en la playa cuando construyen castillos de
arena. Todo se viene abajo».
La
ternura de la Cruz no puede quedar en la solidaridad mostrada por una
ONG, es el cariño de Cristo mismo entregando su vida por amor, un amor
desproporcionado para el hombre pero posibilitado por la vida en gracia
hasta capacitarnos para amar a los demás con el mismo corazón de Jesús,
para dispensar la ternura cristiana capaz de cuidar de los otros, como
también afirmaba el Papa. Es la ternura depositada en María, tan
bellamente expresada en la imagen de la Piedad con el hijo muerto sobre
su regazo.
Pablo Cabellos Llorente
Almudí
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