Tendríamos
que encontrar el equilibrio entre ejercer activamente (sin
desentendernos de la grave situación política) nuestra ciudadanía y no
dejar que la podredumbre altere nuestra vida íntima
Cuando
me tocaba documentarme para este artículo, tenía que preparar una
charla sobre la belleza y la verdad, nada menos. Como últimamente todo,
se me había echado encima. De modo que en vez de estar empapándome
meticulosamente de las noticias sobre corrupción, he pasado dos tardes
repasando viejos textos platónicos e ideas gozosas de Cézanne y de Van Gogh, de Camus y de Joubert. Eso que he ganado. Verdad y belleza: nada más contrario a nuestra rabiosa actualidad.
Aunque
mi propósito era cumplir después con el arduo oficio del articulista y
hablar de la corrupción que lo mancha todo, ahora no me siento con
fuerzas para ese descenso brusquísimo a las profundidades. Y he pensado
que la mayoría de ustedes estará en las mismas.
Nuestros
trabajos y ocupaciones, por suerte, ponen una barrera de cumplimiento
del deber y falta de tiempo entre la marea de malas noticias públicas y
el fluir de agua dulce, más o menos agitado, de nuestras vidas
cotidianas. Tenemos clases que dar a alumnos que quieren aprender,
textos que corregir, verdades que pensar, sentimientos que cuidar, niños
que bañar y dormir y volver a dormir, conversaciones triviales −tan
esenciales− que mantener, paisajes que mirar, amigos que escuchar,
facturas que cuadrar y libros que leer si no caemos rendidos antes de
pasar la página.
No
quiero posar hipócritamente de inmaculado: también tenemos cosas que
corregir, pero son privadas y nuestras. La corrupción pública nos
indigna, como es lógico; y a la vez nos queda lejos, lejísimos, aunque
nos afecte tanto, y vayamos a pagar nosotros al final los platos rotos o
robados. Tendríamos que encontrar el equilibrio entre ejercer
activamente (sin desentendernos de la grave situación política) nuestra
ciudadanía y no dejar que la podredumbre altere nuestra vida íntima. Al
menos la de aquellos a los que la crisis aún nos medio respeta, aquellos
que no sufrimos de manera dramática los estragos político-económicos.
El
justo medio entre la preocupación y la despreocupación es delicado y
difícil, pero nos va mucho en encontrarlo. Sería triste cosa que la
corrupción del sistema tuviésemos que pagarla, además de económica y
políticamente, al precio desorbitado de perder la paz interior y el
gusto de ir viviendo. Hasta ahí podríamos llegar. No permitamos que la
corrupción ponga sus sucias manos encima de la verdad y la belleza que
aún brillan a cada paso, si nos fijamos.
Enrique García-Máiquez
Diario de Cádiz / Almudí
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