Os ofrezco
la carta que el Prefecto de la Congregación para el Clero, cardenal
Mauro Piacenza, dedica a los Sacerdotes con motivo del comienzo de la
Cuaresma 2013
Queridos Sacerdotes:
La
santa Cuaresma es un tiempo de gracia durante el cual la Iglesia invita
a todos sus hijos a prepararse para comprender y recibir mejor el
significado y los frutos del sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en
el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección: «El
espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.
Él me
envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones
heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los
prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor» (Is
61, 1-2).
“Tiempo de gracia” es aquel tiempo en el que Dios Padre, en su
infinita misericordia, derrama en todos los hombres de buena voluntad,
por medio de su Espíritu Santo, todo beneficio espiritual y material
útil para un ulterior progreso en el camino de perfección cristiana, que
es tensión hacia una total y completa configuración al Hijo: «Sabemos,
además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo
aman, de aquellos que él llamó según su designio. En efecto, a los que
Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su
Hijo» (Rm 8, 28-29).
Para que todo sea posible, Él mismo quiere
morar en nuestra vida, y aún más, desea que nuestra persona se
transfigure hasta tal punto que podamos decir que quien nos ve puede
percibir −en nuestro pensar y en nuestro actuar– los rasgos de Jesús:
«Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive
en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el
Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. Yo no anulo la gracia de
Dios» (Gal 2, 19-21).
El episodio del bautismo del Señor en el Jordán (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-32), al que siguió la experiencia de cuarenta días en el desierto, «para ser tentado por el demonio» (Mt
4, 1), nos invita a pensar que para caminar seguros en la vía de la
santidad y obtener fruto de los tesoros donados por el Espíritu, debemos
adquirir una receptividad y una fertilidad que no nos han sido dadas,
sino que más bien, continuamente amenazadas por la herida del pecado, se
han de conquistar día tras día. El compromiso penitencial aunque no nos
conquista por sí mismo la salvación, es en todo caso condición
indispensable para obtenerla: «Tú no necesitas nuestra alabanza, pero
por un don de tu amor nos llamas a darte gracias; nuestros himnos de
bendición no aumentan tu grandeza, pero nos obtienen la gracia que nos
salva, por Cristo nuestro Señor» (Misal Romano, Prefacio Común
IV). Dios mismo contribuye, mediante las dificultades de la existencia
humana (que deliberadamente no ha querido ahorrar
a su amado Hijo) a la necesaria purificación de nuestro pensar, querer y
actuar en vista de nuestro mayor bien: «Yo soy la verdadera vid y mi
Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al
que da fruto, lo poda para que dé más todavía» (Jn 15, 1).
Para
un ministro de Dios, todo esto debe asumir una importancia muy
particular. No sólo porque el sacerdote debe dar “buen ejemplo” −«Así,
yo corro, pero no sin saber a dónde; peleo, no como el que da golpes en
el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea
que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede
descalificado» (1Cor 9, 26-27)− sino también por una razón
teológica y sobrenatural mucho más profunda. En realidad, el sacerdote
no sólo está llamado a administrar la gracia divina y a perpetuar en el
tiempo la misión de Cristo, en espera de su venida. No es un simple
funcionario de lo sagrado. Él está llamado sobre todo, como se deduce
del célebre párrafo, ya citado, de la Carta a los Gálatas, no obstante
sus debilidades, a revivir en su ser, en su carne y en su sangre, el
mismo ser de Cristo, que se hace cordero inmaculado, víctima de amor.
A
algunos puede parecer erróneamente restrictivo afirmar que lo que más
caracteriza al sacerdote es la celebración de la Santa Misa. Ésta no es,
ciertamente, su única actividad, pero podemos afirmar con certeza que
es la única a través de la cual el misterio del sacerdote-otro Cristo, que al mismo tiempo inmola y se
inmola, se significa y al mismo tiempo se realiza en la forma suma y
más eficaz. En realidad, la potencia del sacramento de la Eucaristía,
transforma la Iglesia en imagen de su Esposo, comenzando por quienes,
antes de aquel Esposo, son figura y Misterio, signo y Realidad. Podemos
afirmar, por tanto, que toda la grandeza del sacerdote está en esto. Y
no en la profundidad de la cultura, ni en la habilidad pastoral, ni en
el espíritu de piedad, todo ello necesario y que exige una preparación y
un cuidado que no admite ningún género de mediocridad. Pero nada de
todo esto se puede comparar con el ser misteriosa participación del sacrificio de Cristo. Por tanto, dicha participación, antes que en el actuar vive en el ser del
ministro. De aquí se deduce que para un sacerdote la celebración de la
santa Misa no se puede entender solamente como práctica de alabanza, de
acción de gracias, de intercesión y expiación, como cualquier momento de
oración o práctica penitencial. Es, en todo y para todo, la vida y la
razón de ser del sacerdocio cristiano, el verdadero y propio “respiro”
de cuantos, a través del sacramento del Orden sagrado, están indisoluble
y eternamente unidos a Aquel que se ha hecho don de amor hasta el
extremo de las fuerzas: «A esto han sido llamados, porque también Cristo
padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus
huellas» (1P 2, 21).
Que
este tiempo de Cuaresma pueda ser para todo sacerdote un tiempo de
penitencia y de purificación, de misericordia dada y recibida, pero
sobre todo de un nuevo descubrimiento, en la celebración cotidiana, del
valor y de la relación de sí mismos con la Eucaristía, misteriosa
presencia del misterio del Dios Amor, en cuanto fuente de vida para sí y
para los hermanos. Que María, Mujer eucarística en cuanto perfecta
discípula del amor que se hace sacrificio, nos ayude a comprender el
inestimable don que se nos ha hecho y a vivirlo, siguiendo su ejemplo y
con su protección, con humildad, intensidad y fidelidad.
Mauro Card. Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero
clerus.org / almudí.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario