No
entiendo el perdón como liberación de la pena correspondiente, sino
como una actitud interior de todos y cada uno que evite posos de
amargura, rencores, odios, malquerencias, etc.
Como
afirmó un viejo político español, no nos conviene instalarnos en el
triunfalismo de la catástrofe, es decir, no debemos refocilarnos en los
males que padecemos para verlo todo negro y huir de algo tan estupendo
como es el espíritu positivo. Pero nada de eso impide que, con la debida
serenidad, este país nuestro limpie la lacra de la corrupción. Un
estado de cosas que adquiere por momentos carácter de pandemia. Además,
con la secreta y dura certeza, de que casi nadie hará nada.
Si
fuera cierto que dos grandes partidos políticos han realizado un pacto
para el entierro de las propias miserias están machacando la nación. La
razón es sencilla: la miseria tapada, huele muy mal y hace mucho daño.
De mil maneras: porque es robar, porque engendra una espiral en la que
progresivamente crecen los envueltos en ella, porque determinados cargos
−muy necesarios− se desprestigian al podrirse, porque se acaba dañando
al más necesitado... Y no estoy inmiscuyéndome en el terreno político o
económico: es un asunto moral de proporciones incalculables.
Se
corrompe el político, se han depravado algunos directivos financieros,
se vende un policía, se compra a un juez, hace enjuagues sucios algún
empresario, juegan contaminados algunos sindicalistas y hasta artistas
de todo tipo apoyan a unos u otros por conveniencia, en lugar de hacerlo
con la justicia propia del creativo. Cuando la marea de la corrupción
se generaliza, somos todos arrollados como víctimas o como verdugos. La
picaresca del Lazarillo de Tormes frente a la avaricia de sus diversos amos sólo es una tenue imagen de lo nuestro.
La
Justicia verdaderamente independiente debe hacer frente a ese estado de
cosas con verdadera urgencia y sin venderse los magistrados por dinero o
ideología. Recuérdese el caso italiano de "Manos limpias", con
jueces aparentemente impolutos persiguiendo a políticos corruptos y con
la triste conclusión de jueces igualmente deshonestos. También pueden
realizar una gran tarea los líderes políticos que se encuentren
dispuestos a limpiar sus partidos, y los sindicales, y los financieros...
Sólo
la justicia puede acabar con este estado de cosas, dando a cada cual su
merecido, restableciendo el orden normal de las cosas. Pero hay un "pero":
¿Cuál es el orden normal? ¿No habría que restablecerlo volviendo a la
naturaleza de la realidad corrompida por leyes y conductas inaceptables?
Entre todos hemos pervertido el modo humano de vida aceptando como
normal lo que, desgraciadamente, ha devenido "normal"
estadísticamente hablando. Vale lo que hace la mayoría. Si ésta engaña,
pues vale engañar; si roba, pues se acaba oyendo que si otros pueden
robar, yo también; que se hace costumbre abandonar a la propia esposa,
pues allá que vamos todos. Y, claro, si uno se la juega a su mujer, o al
revés, ¿por qué razón va a ser más limpio conmigo? Sí, ya sé que piso
cristales, pero hay que decir la verdad de una vez por todas. Porque la
resultante está siendo un engaño monumental.
¿Y
qué pinta aquí el perdón? Me parece fundamental porque el perdón es
compatible con el deseo de una justicia rigurosa para el prevaricador o
el ladrón de largo alcance. No lo entiendo como liberación de la pena
correspondiente, sino como una actitud interior de todos y cada uno que
evite posos de amargura, rencores, odios, malquerencias, etc. Que se
haga justicia desde la serenidad, desde el deseo de restablecer el orden
conculcado, desde esa actitud del alma que consiste en tener buen
corazón, la sabiduría del corazón que mira las personas y situaciones
con ojos de una misericordia no reñida con la justicia.
Muy
probablemente una de las actitudes más humanas es la de saber perdonar y
saber pedir perdón. Desde lo mejor del ser humano se puede pensar en un
delincuente encarcelado que solicita perdón por su delito, como es
también pensable un damnificado que perdona al que se encarcela como
causante del daño.
Ni
paños calientes, ni justicierismo vengativo, ni ocultamientos con pacto
o sin él. Pero de veras, sin engaños, sin la mera apariencia de que
algo ya se hace. Es necesario sacar la podadora y cortar las ramas
putrefactas que corroen el árbol entero. Y, perdóneseme la insistencia,
eso sólo se hace desde la vuelta a la naturaleza, a la realidad del ser
de cada persona, de cada sociedad, de las instituciones una a una, de la
verdadera puesta en marcha de esa regeneración tan traída y llevada en
la boca y tan estéril en los hechos.
La
mía es una muy modesta llamada a las conciencias de los que podemos
tener unas u otras responsabilidades en este terreno. Por supuesto, los
católicos en primer lugar. Quizá sea preciso lavar antes los corazones
encallecidos por una especie de basura que hasta hemos convertido en
material apetecible. Ha sido un parto de decenios, precipitado en
nuestro tiempo, cuyo fruto es el cinismo de un mundo sin Dios, en el que
sólo importan el poder y las ganancias. Destruidos los criterios
morales, nos hemos quedado con la corrupción.
Pablo Cabellos Llorente
Las Provincias / Almudí
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