Jugar es necesario para disfrutar de la vida. Se aprende además a ganar y perder, a usar la imaginación, a estar con los demás... e incluso a tratar a Dios
Hoy,
en muchos países, el sistema educativo da a niños y jóvenes cada vez
más tiempo libre, de modo que muchos padres son especialmente sensibles a
la importancia de esos momentos para la educación de sus hijos.
En ocasiones, sin embargo, el principal temor es que “se pierda el tiempo”
durante los periodos no lectivos. Por eso, muchas familias buscan
actividades extraescolares para sus hijos; no es raro que estas posean
cierto corte académico −un idioma o un instrumento musical−, que
complete sus estudios.
El valor del tiempo libre
El tiempo libre posee unas virtualidades educativas específicas, a las que se refería Juan Pablo II cuando animaba a «potenciar y valorizar el tiempo libre de los adolescentes y orientar sus energías»[1].
En
esas horas diarias en las que las obligaciones académicas se
interrumpen, en mayor o menor medida, el joven se siente dueño de su
propio destino; puede hacer lo que realmente quiere: estar con sus amigos o su familia, cultivar aficiones, descansar y divertirse del modo que más le satisface.
Ahí
toma decisiones que entiende como propias, porque se dirigen a
jerarquizar sus intereses: qué me gustaría hacer, qué tarea debería
recomenzar o cuál podría aplazar... Puede aprender a conocerse mejor,
descubrir nuevas responsabilidades y administrarlas. En definitiva, pone
en juego su propia libertad de un modo más consciente.
Por
eso los padres y educadores deben valorizar el tiempo libre de quienes
dependen de ellos. Porque educar es educar para ser libres, y el tiempo
libre es, por definición, tiempo de libertad, tiempo para la gratuidad,
la belleza, el diálogo; tiempo para todas esas cosas que no son “necesarias” pero sin las que no se puede vivir.
Este
potencial educativo puede malograrse tanto si los padres se
desentienden del ocio de los hijos −siempre que cumplan con sus
obligaciones escolares−, como si lo ven solo como una oportunidad de “prolongar” su formación académica.
En
el primer caso, es fácil que los hijos se dejen llevar por la comodidad
o la pereza, y que descansen de un modo que les exija poco esfuerzo
(por ejemplo, con la televisión o los videojuegos).
En
el segundo, se pierde la especificidad educativa del tiempo libre, pues
este se convierte en una especie de prolongación de la escuela,
organizada por iniciativa casi exclusiva de los padres. Al final,
desafortunadamente, la imagen del vivir que se trasmite es la de una
existencia dividida entre obligaciones y diversión.
Conviene,
por tanto, que los padres valoren con frecuencia qué aportan al
crecimiento integral de los hijos las actividades que realizan a lo
largo de la semana, y si su conjunto contribuye de modo equilibrado a su
descanso y a su formación.
Un
horario apretado significa que el hijo hará muchas cosas, pero quizá no
aprenderá a administrar el tiempo. Si se quiere que los hijos crezcan
en virtudes, hay que facilitarles que experimenten la propia libertad;
si no se les da la posibilidad de elegir sus actividades favoritas, o se
les impide en la práctica jugar o estar con los amigos, se corre el
riesgo de que −cuando crezcan− no sepan cómo divertirse. En esta
situación, es fácil que acaben dejándose llevar por lo que la sociedad
de consumo les ofrece.
Educar
en el uso libre y responsable del tiempo libre requiere que los padres
conozcan bien a sus hijos, porque conviene proponerles formas de ocio
que respondan a sus intereses y capacidades, que les descansen y
diviertan.
Los
hijos, sobre todo cuando son pequeños −y es el mejor momento para
formarles en este aspecto− están muy abiertos a lo que los padres les
presentan; y si esto les satisface, se están sentando las bases para que
descubran por sí mismos el mejor modo de emplear los tiempos de ocio.
Evidentemente,
esto requiere imaginación por parte de los padres, y espíritu de
sacrificio. Por ejemplo, conviene moderar las actividades que consumen
un tiempo desproporcionado o llevan al chico a aislarse (como sucede
cuando se pasan horas frente al televisor o en internet). Es mejor
privilegiar aquellas que permiten cultivar relaciones de amistad, y que
le atraen espontáneamente (como suele ser el deporte, las excursiones,
los juegos con otros niños, etc.).
Jugar para crecer
Pero
de todas las ocupaciones que se pueden desempeñar en el tiempo libre,
hay una que los niños −y no solo ellos− prefieren sobre las demás: el
juego.
Resulta
natural, porque el juego se asocia espontáneamente a la felicidad, a un
lugar donde el tiempo no es pesado, a una vivencia abierta a la
admiración y a lo inesperado. En el juego uno muestra su identidad más
propia: se implica con todo su ser, con frecuencia más incluso que en
bastantes trabajos.
El
juego es, ante todo, una prueba de lo que será la vida: es un modo de
aprender a utilizar las energías que tenemos a disposición, es un tanteo
de capacidades, de lo que podemos realizar. El animal también juega,
pero mucho menos que el hombre, precisamente porque su aprendizaje se
estabiliza. Las personas juegan durante toda su vida, pues pueden seguir
creciendo −como personas− sin limitación de edad.
La
naturaleza humana se sirve del juego para alcanzar el desarrollo y la
madurez. Jugando, los niños aprenden a interpretar conocimientos, a
ensayar sus fuerzas en la competición, a integrar los distintos aspectos
de la personalidad: el juego es un continuo reto.
Experimentan
reglas, que hay que asumir libremente para jugar bien; se marcan
objetivos, y se ejercitan en relativizar sus derrotas. No cabe juego al
margen de la responsabilidad, de forma que el juego contiene un valor
ético, nos ayuda a ser sujetos morales.
Por eso, lo normal es jugar con otros, jugar “en sociedad”.
Tan radicado está este carácter social, que incluso cuando los niños
juegan solos, tienden a construir escenarios fantásticos, historias,
otros personajes con los que dialogar y relacionarse. En el juego los
niños aprenden a conocerse y a conocer a los demás; sienten la alegría
de estar y divertirse con otros; asimilan e imitan los roles de sus
mayores.
Se
aprende a jugar, principalmente, en la familia. Vivir es jugar,
competir; pero vivir también es cooperar, ayudar, convivir. Es difícil
comprender cómo se puedan armonizar ambos aspectos −competir y convivir−
al margen de la institución familiar. El juego es una de las pruebas
básicas para aprender a socializar.
En
definitiva, el gran valor pedagógico del juego reside en que vincula
los afectos a la acción. Por eso, pocas cosas unen de un modo más
inmediato a padres e hijos que jugar juntos. Como decía San Josemaría,
los padres han de ser amigos de sus hijos, dedicándoles tiempo.
Ciertamente, a medida que los hijos crecen, habrá que adaptarse.
Pero
esto sólo significa que el interés de los padres por el ocio de sus
hijos adoptará nuevas formas. Se les puede, por ejemplo, facilitar que
inviten amigos a casa, o asistir a las manifestaciones deportivas en las
que participan… Iniciativas que, además, permiten conocer a sus amigos,
y a sus familias sin dar la errada impresión de que se les quiere
controlar, o de que se desconfía.
También
se puede, con la ayuda de otros padres, crear ambientes lúdicos en los
que se organicen diversiones sanas, y cuyas actividades se desarrollen
teniendo en cuenta la formación integral de los participantes. San
Josemaría promovió desde muy pronto este tipo de iniciativas, en las que
se ofrece un ambiente formativo en que los chicos juegan, al tiempo que
perciben su dignidad de hijos de Dios, preocupándose por los demás:
lugares en los que se les ayuda a descubrir que hay un tiempo para cada
cosa y que cada cosa tiene su tiempo, y que en todas las edades −también
cuando son pequeños− se puede buscar la santidad, y dejar un poso en
las personas que les rodean.
Tomando una expresión de Pablo VI, muy querida por Juan Pablo II, cabría decir que los clubes juveniles son lugares donde se enseña a ser «expertos de humanidad»[2];
por eso, sería una gran equivocación plantear su interés solo en
función de los resultados académicos o deportivos que alcanzan.
Jugar para vivir
En griego, educación (paideia) y juego (paidiá)
son términos del mismo campo semántico. Y es que aprendiendo a jugar se
adquiere, a la vez, una actitud muy útil para afrontar la vida.
Aunque
parezca paradójico, no sólo los niños tienen necesidad de jugar.
Incluso se puede decir que el hombre debe jugar más cuanto más anciano
sea. Todos hemos conocido personas a las que la vejez ha desconcertado:
descubren que no tienen las fuerzas que tenían antes, y creen que no
pueden afrontar los desafíos de la vida.
Una
actitud que, por lo demás, podemos encontrar en muchos jóvenes,
ancianos prematuros, que parecen carecer de la flexibilidad necesaria
para acometer situaciones nuevas.
Por
el contrario, probablemente nos hemos relacionado con personas mayores
que mantienen un espíritu joven: capacidad de ilusionarse, de
recomenzar, de afrontar cada nuevo día como un día de estreno. Y esto
aunque a veces posean limitaciones físicas notables.
Estos
casos ponen de manifiesto que, a medida que el hombre crece, cobra cada
vez más importancia encarar la vida con cierto sentido lúdico. Porque
quien ha aprendido a jugar sabe relativizar los logros −éxitos o
fracasos− y descubrir el valor del juego mismo; conoce la satisfacción
que da ensayar nuevas soluciones para ganar; evita la mediocridad que
busca el resultado, pero arruina la diversión. Disposiciones que pueden
aplicarse a las cosas “serias” de la vida, a las tareas
corrientes, a las nuevas situaciones que, abordadas de otro modo,
podrían llevar al desánimo o a un sentimiento de incapacidad.
Trabajo
y juego tienen sus tiempos diversos: pero la actitud con la que uno y
otro se planean no tiene por qué ser distinta, pues la misma persona es
quien trabaja y quien juega.
Las
obras humanas son efímeras, y por eso no merecen ser tomadas demasiado
en serio. Su valor más alto −como ha enseñado san Josemaría− consiste en
que ahí nos espera Dios. La vida sólo tiene sentido pleno cuando
hacemos las cosas por amor a Él… mejor aún: en la medida en que las
hacemos con Él.
La
seriedad de la vida está en que no podemos bromear con la gracia que
Dios nos ofrece, con las oportunidades que nos da. Aunque, bien visto,
de algún modo, también el Señor se sirve de la gracia para bromear con
el hombre: Él escribe perfectamente con la pata de una mesa[3], decía san Josemaría.
Sólo
la relación con Dios es capaz de dar estabilidad, nervio y sentido a la
vida y a todas las obras humanas. El filósofo Platón intuyó esta gran verdad: «es
menester tratar seriamente las cosas serias, pero no las que no lo son.
Y solo la divinidad es merecedora de toda clase de bienaventurada
seriedad, mientras que los hombres somos juguetes inventados por ella; y
esto es lo más hermoso que hay en nosotros; por tanto es preciso
aceptar esta misión, y que todo hombre pase su vida jugando los juegos
más hermosos»[4].
Los juegos más hermosos son los “juegos”
de Dios. Cada uno ha de asumir libremente que es un juguete divino,
llamado a jugar con el Creador. Y de su mano arrostrar todas las
actividades, con la confianza y el espíritu deportivo con que un niño
juega con su Padre.
De ese modo, las cosas saldrán antes, más y mejor;
sabremos sobreponernos a las aparentes derrotas, porque lo importante
−haber jugado con Dios− ya está hecho, y siempre hay otras aventuras que
esperan. La Sagrada Escritura nos presenta a la Sabiduría divina proyectando
junto a Él, lo deleitaba día a día, actuando ante Él en todo momento,
jugando con el orbe de la tierra, y me deleitaba con los hijos de Adán[5]: Dios, que “juega”
creando, nos enseña a vivir con alegría, seguros, confiando en que
recibiremos −quizá inesperadamente− el regalo que anhelamos, pues todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio[6].
J.M. Martín y J. Verdiá
Notas
[1] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 76
[2] Juan Pablo II, VI Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11-X-1985, n. 13.
[3] Amigos de Dios, n. 117.
[4] Platón, Las leyes, 804d
[5] Pr 8, 30-31.
[6] Rm 8, 28.
OpusDei.es / Almudí
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