Ayer asistí a una espléndida conferencia del profesor Ayllon en el marco de los Diálogos de Teología 2013 organizados por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia. Comparto con vosotros su exposición.
Mi
propósito en esta conferencia es poner de manifiesto la muy estrecha
relación entre fe y ciencia; tan estrecha que la fe cristiana ha hecho
posible la ciencia, y la ciencia bien enfocada predispone a creer
1.
¿Qué fe y qué ciencia? − 2. ¿Por qué nace la ciencia en la Europa
Cristiana? − 3. Relación de complementariedad − 4. La argumentación
cosmológica − 5. El caso Flew − 6. El caso Hawking − 7. Fe y ciencia en
Pascal
1. ¿Qué fe y qué ciencia?
Cuando hablamos de fe y ciencia, ¿de qué fe estamos hablando?
La
respuesta es sencilla: de la única fe que se plantea la relación con la
razón, con la ciencia. ¿Qué sucede con las demás religiones? Pues
sucede que:
• Unas pertenecen al ámbito del sentimiento, no de la razón.
• Otras, al ámbito de la burocracia del Estado.
• y otras creen que Dios modifica a su gusto las leyes del Universo.
Hablamos
de una fe cuya pasión por la razón produce la extraordinaria invención
de la Universidad: esa forma superior de investigación, enseñanza y
convivencia culta, sin la que no existiría el primer mundo.
Hablamos
de una fe con una potencia creadora capaz de generar el Románico y el
Gótico, el Gregoriano y el Barroco, la música de cámara
y el canto polifónico. De una fe que ha hecho posibles a Buonarrotti y a
Dante, a Cervantes y a San Juan de la Cruz, a Haendel y a Bach, a
Chesterton y a Dostoievski, integrantes de una nómina, interminable e
incomparable, de genios cristianos.
Hablamos de una fe de la que se ha podido decir (y cito a Messori):
“Cuando repaso el Denzinger
−la colección de las resoluciones de los Concilios− me asombro de la
coherencia de un pensamiento que ha pasado a través de la Historia
−desde el imperio romano hasta la posmodernidad− sin desmentirse jamás,
haciéndose cada vez más actual y profundo. Estamos, realmente, ante la
mayor de las catedrales del pensamiento”.
¿De qué ciencia estamos hablando?
Sobre todo, de la ciencia empírica, pero también de la Filosofía, de la Historia, del Derecho, de la Ética…
En cualquier caso, de la ciencia capaz de alcanzar verdades, no solo opiniones o conjeturas.
Estamos
hablando de la razón lógica no ideológica: de la razón que juega
limpio, no de la que barre descaradamente para casa.
Darwin,
por ejemplo, fue un científico riguroso y un hombre ponderado, pero la
posterior mitología evolucionista perdió muy pronto ambas virtudes.
Uno
de los directores de Atapuerca afirma que “el descubrimiento más
asombroso de la humanidad es la evolución, y sin esta revelación no se
puede entender nada del ser humano”. Viene a decir, por tanto, que
Shakespeare y Dante, que Cervantes y San Agustín, que Platón y Séneca,
que Cicerón y Quevedo, que Sócrates, Confucio, Leonardo, Tomás Moro…, no
entendieron en absoluto la condición humana.
Mi
propósito, en esta conferencia, es poner de manifiesto la muy estrecha
relación entre fe y ciencia. Tan estrecha que la fe cristiana ha hecho
posible la ciencia, y la ciencia bien enfocada predispone a creer.
2. ¿Por qué nace la ciencia en la Europa cristiana?
Responder
a esta pregunta exige que nos preguntemos, al mismo tiempo, por qué la
ciencia no nace en Grecia, China o el Islam.
Tres
revoluciones copernicanas se dan, al menos, en la ciencia moderna. La
primera, como es lógico, protagonizada por el propio Coopérnico. La
segunda, por Mendel y su descubrimiento de las leyes genéticas. Una
tercera, por Georges Lemaître, cuando formula la teoría del Big Bang, en
1927.
Sorprendentemente,
Copérnico, Mendel y Lemaître son sacerdotes católicos. Aunque tal vez
no debamos decir “sorprendentemente”.
Sabemos
que los griegos sentaron las bases para el uso de la razón. Pero la
aplicaron con timidez a la hora de conocer la realidad material del
mundo. Aristóteles, padre de la Lógica, afirma que los cuerpos caen más
rápido cuanto mayor es su peso. El juicio es lógico, pero un experimento
en el acantilado más próximo le hubiera sacado de su error.
Ese
apriorismo, aplicado igualmente por Platón a las órbitas de los
planetas, supuso en realidad un lastre para el desarrollo científico. Si
Kepler descubre las órbitas elípticas es porque observa el firmamento
con su telescopio, desoyendo la propuesta platónica de hacer astronomía
“solo pensando”, sin observación empírica. Y el error de Aristóteles
sobre la velocidad de caída de los cuerpos es refutado por Galileo,
veinte siglos más tarde, con una sencilla verificación desde lo alto de
la torre de Pisa. Por eso se ha dicho -aunque resulte muy duro de oír-
que la ciencia pudo surgir en Occidente, en los siglos XVI y XVII, no
gracias a los griegos, sino más bien a pesar de ellos.
Sin
embargo, al hablar de las raíces de Europa, el tópico repite que Atenas
no tiene nada que ver con Jerusalén, pues los griegos descubrieron la
razón y la ciencia, mientras los judíos y los cristianos aportaron la
religión. De ahí procede la distorsión de un cristianismo que,
enarbolando la bandera de la fe, obstaculiza durante siglos el camino de
la razón y de la ciencia.
Alfred
North Whitehead ha sido el primer filósofo de la ciencia en reivindicar
justamente lo contrario: que la ciencia nace, de hecho, en la Europa
cristiana, y no se hubiera podido desarrollar en un contexto diferente.
Después de Whitehead, numerosos filósofos e historiadores de la ciencia
−Edward Grant, David Lindberg, Stanley Jaki, Rodney Stark, Mariano
Artigas, Evandro Agazzi− constatan que en las grandes culturas antiguas
faltaba la idea decisiva de un Dios racional, creador de un cosmos
inteligible, autónomo y estable, sometido a leyes que pueden ser
conocidas por el hombre.
Joseph
Needham, un historiador marxista que se especializó en la historia de
la tecnología china, llegó a la misma conclusión: China no fue capaz de
saltar desde los tanteos tecnológicos a la ciencia porque allí “no llegó
a desarrollarse la noción de un legislador divino que impone cierta
ordenación a la naturaleza”.
En
el Islam encontramos un Dios personal y legislador. Pero falta la
noción de la “retirada” divina tras la creación, y el respeto a la
autonomía de lo creado. Alá, todopoderoso, se reserva siempre la
facultad de irrumpir cuando le plazca en su propia creación. La idea de
unas leyes naturales que el propio Alá se obliga a respetar le parece al
sabio musulmán una limitación blasfema de la omnipotencia divina.
Si
el Dios cristiano es como un monarca constitucional, que otorga a su
reino unas leyes fundamentales y las cumple, el Dios islámico viene a
ser un rey absoluto, que no admite restricciones a su autoridad. Como
indica Stark, “si Dios se reserva la facultad de hacer en todo momento
lo que le plazca, y lo que le place es variable, entonces el universo no
puede ser legiforme”: ¿para qué molestarse en buscar uniformidades y
regularidades naturales, si todo está sometido al designio inescrutable,
impredecible y oscilante de Alá?
Para
los cristianos, a diferencia de las posturas anteriores, Dios respeta
sus propias leyes. Al mismo tiempo su absoluta libertad creadora implica
un universo que no necesita ceñirse a ningún modelo particular, regido
por unas leyes que no pueden ser deducidas a priori. Por tanto, será la
experiencia −elemento esencial del método científico− la que nos permita
conocer la naturaleza del universo que Dios decidió crear.
Esta
idea −clave para la aparición de la ciencia− no la formula Newton sino
un franciscano del siglo XIII, Roger Bacon: “Nada puede conocerse con
certidumbre −dice- sin experimentación. Los argumentos más sólidos no
prueban nada mientras las conclusiones no se hayan verificado mediante
la experiencia”.
Hoy,
cuatro siglos de éxito científico nos han acostumbrado a dar por
supuesta la docilidad de la naturaleza a las matemáticas. Pero lo
esperable no era un cosmos obediente a nuestras ecuaciones. Más bien,
eso es algo muy sorprendente. Einstein no dejaba de preguntarse “cómo es
posible que la matemática, un producto del pensamiento humano
independiente de la experiencia, se ajuste de modo tan perfecto a los
objetos de la realidad física”.
¿Por qué es comprensible el mundo? Esta pregunta abre un auténtico agujero negro en la cosmovisión materialista. Vuelvo a citar a Einstein:
“Yo
considero la comprensibilidad del mundo como un milagro o un eterno
misterio, porque a priori debería esperarse un Universo caótico, que no
pudiera en absoluto ser comprendido por el pensamiento. Ahí está el
principal punto débil de los positivistas y de los ateos profesionales”.
Sabemos
que la ciencia presupone la inteligibilidad del mundo, pero no la
explica. Mientras el ateo recurre al azar y piensa que “hemos tenido
suerte”, el cristiano cree que el mundo ha sido creado por un Dios
inteligente, del que cabe esperar un cosmos racional, pues Dios, como
afirma la Biblia, “ha regulado todas las cosas con medida, número y
peso”.
Los
primeros científicos se atrevieron a hacer ciencia porque creían en la
racionalidad del universo; y creían en ella porque creían en el Dios de
la Biblia. Por eso solían decir que, en realidad, Dios había escrito dos
libros: la Biblia y la Naturaleza. Uno, con palabras reveladas. Otro,
con el lenguaje de las matemáticas y de la geometría.
Se
ha investigado las creencias religiosas de los 50 científicos más
citados en las enciclopedias e historias de la ciencia, durante el siglo
y medio que va de Copérnico a Newton. De los 50, solo dos (Paracelso y
Edmund Halley) parecen haber sido escépticos; 16 son lo que llamaríamos
“cristianos normales”; en cambio, 32 fueron cristianos comprometidos, y
entre ellos hubo 15 eclesiásticos.
Ante
estos datos, si alguien piensa que la Iglesia se opone al progreso
científico, por la injusticia cometida con Galileo, también deberá
pensar que la democracia se opone a la libertad de expresión, por la
condena a muerte de Sócrates.
A
propósito de Galileo, todos los años suelo preguntar a mis alumnos qué
les parece su muerte en la hoguera, condenado por la Inquisición
medieval, por sostener que la Tierra era redonda. A casi todos les
parece una atrocidad, pero les parece una atrocidad porque no saben que
Galileo no vivió en la Edad Media, no murió en la hoguera, y no tuvo
ningún problema con la redondez de la Tierra.
3. Relación de complementariedad
La estrecha relación entre fe y ciencia bien puede traducirse en un concepto preciso: complementariedad. Todos ustedes conocen estas palabras:
“La fe y la razón son las dos alas con las cuales el entendimiento humano se eleva hasta la contemplación de la verdad”.
Es el magnífico arranque de la carta encíclica Fides et ratio. Si el pensamiento de Juan Pablo II no nos sorprende, bien puede sorprendernos Darwin, cuando escribe en la última página de El origen de las especies:
“Hay
grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes
facultades, fue originariamente alentada por el Creador en unas cuantas
formas o en una sola. Y que, mientras este planeta ha ido girando según
la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están
desarrollando -a partir de un comienzo tan sencillo- infinidad de formas
cada vez más bellas y maravillosas”.
Yo
diría, en consecuencia, que entre ciencia y fe hay complementariedad si
hay juego limpio. A propósito de la eterna polémica entre
evolucionistas y creacionistas, Ernst Jünger viene a decirnos, en cuatro
líneas, que es un problema ficticio:
“La
teoría de Darwin no plantea ningún problema teológico. La evolución
transcurre en el tiempo; la creación, por el contrario, es su
presupuesto. Por tanto, si se crea un mundo, con él se proporciona
también la evolución: se extiende la alfombra y ésta echa a rodar con
sus dibujos”.
Un globo muy parecido lo pincha, con elegancia, Francis Collins, el primer lector del genoma humano. En su famoso libro The language of God, escribe:
“El
Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en
la catedral o en el laboratorio, porque su creación es majestuosa,
sobrecogedora, complejísima y bella, y no puede estar en guerra consigo
misma. Solo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales
batallas. Y solo nosotros podemos terminarlas”.
4. La argumentación cosmológica
La perfecta complementariedad entre ciencia y fe muestra su mejor concreción en la argumentación cosmológica.
El
Salmo 18 nos dice que “el cielo proclama la gloria de Dios y el
firmamento pregona la obra de sus manos”. San Pablo escribe a los
romanos que, “desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su
eterno poder y su divinidad son conocidos mediante las criaturas”. En
ambos textos, la Biblia afirma que el mero conocimiento de la existencia
de Dios es un conocimiento natural, cierto y fácilmente asequible.
Se
trata de una argumentación tan sólida como persistente, que recorre el
pensamiento humano y se hace explícita, por primera vez, en los
presocráticos, hasta alcanzar la incomparable exposición de las 5 vías
tomistas. En una de sus más bellas formulaciones podemos leer:
Pregunta
a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso.
Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros,
al sol -dueño fulgurante del día- y a la luna −señora esplendente y
temperante de la noche−. Pregunta a los animales que se mueven en el
agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire.
Pregunta a los espíritus que no ves, y a los cuerpos cuya evidencia te
entra por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita ser
gobernado, y al invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y
todos te responderán: "míranos; somos hermosos". Su hermosura es una
confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino el
que es la hermosura perfecta?
Este
célebre texto de San Agustín podría llevarnos a pensar,
equivocadamente, que la argumentación sobre Dios es propia de santos.
Muy lejos de esa condición, don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de
Asturias, escribió las palabras que hoy podemos leer sobre su tumba:
Enamorado
del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir,
morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino
encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad
de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración,
ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras
como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció
verdaderamente como un templo.
También
nos equivocaríamos si atribuimos la fuerza de esta argumentación a su
magnífica exposición literaria. De hecho, a ese Supremo Artífice se han
referido casi todos los grandes científicos, de Copérnico a Einstein, de
Darwin a Francis Collins. Cito a Einstein:
• No soy ateo, y no creo que me pueda llamar panteísta.
•
Todo el que se implica seriamente en la investigación científica,
termina convencido de que las leyes de la naturaleza manifiestan la
existencia de un espíritu enormemente superior al del hombre.
•
La convicción profundamente emocionada de la presencia de un poder
razonador superior, que se revela en el Universo incomprensible,
constituye mi idea de Dios.
5. El caso Flew
La
última gran apuesta por este argumento corresponde a Antony Flew, el
filósofo de Oxford con la argumentación atea más sólida del siglo XX.
Flew abandonó el ateísmo después de medio siglo, tras estudiar la
información codificada en el ADN y la precisión de las leyes físicas que
hacen posible el Universo.
El 9 de diciembre de 2004, la Associated Press
titulaba así: “Uno de los líderes mundiales del ateísmo ha pasado a
creer en Dios, basándose en la evidencia científica”. El anuncio se
convirtió en un acontecimiento mediático en todo el mundo. No en vano
“Teología y falsificación”, el texto que Flew había leído en 1950, en el
Socratic Club de Oxford, presidido por C. S. Lewis, es la publicación filosófica más veces reimpresa del siglo XX.
Ahora, en el libro Dios existe, breve y extraordinario relato donde Flew explica su evolución intelectual, leemos:
En
2004, después de seis décadas de ateísmo, anuncié que había cambiado de
equipo. Tres áreas de la indagación científica han resultado
determinantes en mi decisión. La primera: saber cómo llegaron a existir
las leyes de la naturaleza. La segunda: ¿Cómo pudo emerger el fenómeno
de la vida a partir de lo no vivo? Y la tercera es el problema que los
filósofos plantean a los cosmólogos: ¿Cómo llegó a existir el Universo?.
Flew,
haciendo gala de una honradez intelectual poco común, decidió aceptar
la conclusión a la que le llevaban sus estudios de física atómica y
biología molecular. Después de 60 años, giraba en redondo y coincidía
con sus grandes adversarios, en especial con C. S. Lewis, que con
magnífica ironía había escrito:
Todo
en el Universo puede ser explicado por un conjunto de leyes, salvo esas
leyes y salvo el mismo Universo, lo cual constituye una notable
excepción.
6. El caso Hawking
En
la recta final de esta conferencia me gustaría puntualizar que las
ciencias empíricas no tienen competencia para afirmar o negar a Dios,
pues la esencia y trascendencia divinas están fuera de su campo de
estudio.
Al mismo tiempo me parece oportuno recordar que ni la ciencia es toda la verdad, ni la razón científica es toda la razón.
Por
fortuna, el hombre de ciencia tampoco se agota en su ciencia. Por eso,
un físico tiene derecho a un salto metafísico; A partir de los datos
empíricos, todo científico puede ensayar una interpretación filosófica.
Pero habrá de hacerlo con prudencia. Decía Einstein que “el hombre de
ciencia es un filósofo mediocre”, cosa que comprobamos, una vez más, en
el más mediático de los científicos actuales.
A
pesar de sus notables limitaciones físicas, Stephen Hawking ha
trabajado incansablemente en hipótesis cosmológicas, que luego ha sabido
divulgar de forma magistral. Su ensayo Una breve Historia del Tiempo, publicado en 1988, le dio popularidad mundial. Una de las claves del éxito la apuntaba Carl Sagan en el prólogo: “La palabra Dios llena este libro”.
Pero
esa clave puede engañar al lector sin una aclaración importante. En
1990, su esposa Jane declaró públicamente, durante el proceso de
divorcio, que Hawking era ateo, y que citaba con frecuencia a Dios con
fines comerciales. Esas palabras se han visto confirmadas con la
aparición en 2010 de El Gran Diseño. El imponente despliegue
promocional se centró −con expresión del propio Hawking− en “expulsar al
Creador”. Y en el libro lo pretende con afirmaciones tan pintorescas
como la que sigue:
Dado
que existe una ley como la gravedad, el Universo pudo crearse a sí
mismo de la nada, y de hecho lo hizo. La creación espontánea es la razón
de que exista algo, de que exista el Universo, de que nosotros
existamos. Por eso no es necesario invocar a Dios.
Si
en la Astronomía de Hawking hay agujeros negros, también los hay en su
lógica filosófica y teológica. Otro buen ejemplo lo encontramos en el
primer capítulo del libro, cuando se pregunta sobre la existencia y la
naturaleza de la realidad, y nos brinda esta perla:
Tradicionalmente
eran cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto, porque
no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la
ciencia.
Y
es que Stephen Hawking, profesor ilustre, gran comunicador, alimenta su
popularidad mediática con buen humor y declaraciones polémicas, que en
pocos segundos se convierten en titulares de prensa. Por eso, aunque
suele mezclar buena física con mala filosofía, quizá se trate de una
estrategia. La sospecha surge cuando leemos el impecable colofón de su Breve Historia del Tiempo:
La
ciencia nunca responderá a todas nuestras preguntas. Pero, si algún día
lo hiciera, siempre quedaría por responder la cuestión fundamental:
¿Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir?
7. Fe y ciencia en Pascal
Mucho
más sutil que Hawking, y tan científico como él, Pascal advierte que, a
la hora de pensar con rigor se pueden dar “dos excesos: excluir la
razón y no admitir más que la razón”. Después sale al paso de la
dificultad racional de la fe con una argumentación genial:
• Tan incomprensible es
que Dios exista como que no exista. Y que exista el alma unida al
cuerpo, o que no tengamos alma. Y que el mundo haya sido creado, o que
no lo haya sido.
• Pero lo que es incomprensible, no deja por ello de ser.
•
Por tanto, el último paso de la razón consiste en reconocer que hay
infinidad de cosas que la sobrepasan. Es débil si no alcanza a entender
esto.
En sus Pensamientos también leemos:
• La fe dice lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario de lo que ellos ven. Está por encima, no en contra.
• Lo que los hombres, por medio de sus mayores lumbreras, hubieran podido conocer, esta religión lo enseña a sus hijos.
Termino con una de las observaciones de Pascal que más me gustan:
• Hay suficiente luz para los que quieren ver a Dios, y suficiente oscuridad para quienes no quieren verlo.
Así
es. El componente voluntario de la negación y de la afirmación de Dios
es innegable. Pero sucede que, en algunos casos, se puede ser agnóstico o
ateo sin esa voluntad, sin querer serlo. Sospecho que Antony Flew
formaba parte de esa minoría. Y, desde que leí a Guitton, entendí que
esa involuntaria oscuridad puede estar querida por Dios. Dice Jean
Guitton:
“Dios
se ha obligado a dejarnos libres para creer o no creer en Él. Ese Dios
discreto ha colocado una apariencia de probabilidad en nuestras dudas
sobre su existencia. Se ha envuelto en sombras para hacer más amorosa
nuestra fe, sin duda también para concederse el derecho de perdonar
nuestra negación: es preciso que la solución contraria a la fe conserve
cierta verosimilitud para dejar todo su juego a la misericordia”.
José Ramón Ayllón
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