No
es fácil encontrar en nuestro mundo esta humildad de las almas grandes,
que son capaces de sufrir lo indecible por los demás o bajarse de un
pedestal hecho para servir, pero que no deja de estar muy alto
Se cuentan por décadas los años transcurridos desde que me impactó este punto de Camino:
"Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón".
Más tarde, tuve repetidas ocasiones de escuchar de labios de San Josemaría
esta misma idea expresada de mil modos, todos ellos conducentes a
querer al Papa por ser quien es, con independencia de su modo de ser,
estilo, forma de gobernar, etc. Tomando la expresión de Santa Catalina de Siena −según creo recordar− le llamaba ‘el dulce Cristo en la tierra’ o también ‘el vicecristo’.
Acababa
de recibir la noticia de la dimisión del Papa cuando había de salir de
casa, pero me ha dado tiempo a leer e imprimir el texto de su anuncio.
Ya en el coche, me han venido a la cabeza esas palabras de Camino
y mil recuerdos embarullados que han concluido en el propósito de rezar
más por este Papa hasta el día 28 y orar también por el que le suceda.
Es la segunda vez que un Papa dimite.
Luego he leído algunos digitales comparando la decisión de Juan Pablo II de continuar hasta el final y la de Benedicto XVI
que se va porque su vigor ha disminuido de tal forma que debe reconocer
−ha dicho él mismo− su incapacidad para ejercer bien su ministerio.
Aunque parezcan opuestos, son dos gestos grandes de dos grandes
personajes de nuestro tiempo. El Beato Juan Pablo II no se bajó de la
cruz que le unía a Cristo en sus graves enfermedades porque, a pesar de
ellas, se veía capaz de cumplir su tarea. El Papa actual se va con la
sencillez del que se ve incapaz de continuar esa misma misión. Había
declarado que obraría así de encontrarse en tal situación.
No
es fácil encontrar en nuestro mundo esta humildad de las almas grandes,
que son capaces de sufrir lo indecible por los demás −algo que también
ha realizado Benedicto XVI− o bajarse de un pedestal hecho para servir,
pero que no deja de estar muy alto. Se baja para "servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria".
En la carta dedicada al Año de la Fe escribió estás palabras: "llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que buscara la fe con la misma constancia que cuando era niño".
A continuación, estimulaba a escuchar esa invitación como dirigida a
cada uno de nosotros para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Se me
antoja como un testamento para los cristianos de nuestro tiempo: no
permitir que la pereza, la dejadez o el abandono apolillen nuestra fe,
no permitirnos la negligencia de incumplir el mandato divino de mostrar
esa fe a quien la necesita. Sólo en Cristo, nos dice, tenemos la certeza
para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero.
Pienso
que la humildad de estos dos últimos papas nos está consintiendo mirar y
ver de manera adecuada a ese Cristo que, como se lee en Hebreos,
es el mismo hoy, ayer y siempre. Los dos son una muestra palpable de
que Cristo vive en la Iglesia, en sus fieles, en los sacramentos y, de
algún modo, en todo hombre que viene a este mundo.
Tuve la fortuna de asistir a una conferencia del cardenal Ratzinger
dos o tres años antes de ser Benedicto XVI. Después, pude saludarlo y
participar en una comida con él y un reducido número de asistentes. Era
conocido por sus libros, pero su persona estaba oculta a la mayoría. Al
presentármelo, habló con tal sencillez y naturalidad, que volví a mi
casa diciendo que era un gran intelectual pero, sobre todo, un hombre de
Dios, un alemán tierno, dije también como algo no corriente en nuestros
esquemas simples sobre los germanos. Al ser presentado como vicario de
la Prelatura del Opus Dei −lo era entonces−, recordó el gran acto de la
canonización de san Josemaría y un magnífico artículo que él mismo
publicó ese día: Dejar obrar a Dios.
También
tuve la fortuna de saludar a Juan Pablo II en la audiencia subsiguiente
a la masiva beatificación de mártires valencianos. ¡Ah! ¡Valencia, Valencia!,
me dijo. Y lo guardo emocionado en mi alma ya valenciana. Estaba muy
enfermo, pero vivía su servicio con la sencillez de los grandes.
Pienso
que ese modo de ser solo se da en quien es verdaderamente sencillo y
humilde, tanto para no bajarse de la cruz como para marcharse
declarándose incapaz. La humildad, cuando es verdadera, puede
presentarse en formas aparentemente contrapuestas. A veces se puede ser
humilde callando y, en otras ocasiones, hablando, Se puede vivir la
humildad renunciando a derechos personales o exigiéndolos en modo
adecuado. No en vano, Cristo, que siendo modelo de todo no se puso como
tal de casi nada, nos pidió: aprended de mí que soy manso y humilde ce corazón.
La pérdida causa dolor, pero la fe se acrisola por el fuego. También está escrito al final de Porta Fidei.
Pablo Cabellos LlorenteLas Provincias / Almudí
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