domingo, 11 de abril de 2010

Non praevalebunt




En este artículo, Juan Manuel de Prada recuerda que la misión de la Iglesia no depende de la condición de «hombres sin tacha», de sus pastores.

Escribía Chesterton que Cristo «no eligió como piedra fundamental al brillante Pablo ni al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un cobarde y, en una palabra, un hombre. Sobre esa piedra construyó su Iglesia; y las puertas del infierno no han prevalecido sobre ella. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la Iglesia cristiana histórica fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible».

Parece evidente que si Cristo hubiese querido elegir a un hombre sin tacha habría podido hacerlo; aunque, en honor a la verdad, ninguno de sus apóstoles puede considerarse un «hombre sin tacha»: el «místico Juan», por ejemplo, pecaba de vanidad, como demuestra el hecho de que solicitara sin rubor sentarse a la vera de Cristo en el cielo; y al «brillante Pablo» lo afeaba cierto apego a los títulos mundanos, pues en su seguimiento de Jesús no renunció a la ciudadanía romana. Y de ese apego que, en estricto sentido, contrariaba el designio de Cristo, que ordenaba «dejarlo todo», surgió un gran bien para la Iglesia, que fue la predicación a los gentiles.

La Iglesia, en efecto, ha contado desde el instante mismo de su fundación con la debilidad de los hombres; y la acción de la gracia ha inspirado a esos hombres débiles, aun cuando seguían aferrados a su debilidad, en misiones que han deparado un enorme bien a la Iglesia.

Quizá el caso más evidente sea el de Alejandro VI, a quien siempre se ha considerado el prototipo de Papa corrompido, entregado a debilidades escandalosas que la literatura anticatólica ha divulgado hasta el hartazgo. Pero Alejandro VI fue el muñidor del Tratado de Tordesillas, que encomendó la evangelización del Nuevo Mundo a España y Portugal, quizá la empresa más gloriosa acometida por la Cristiandad. Parece evidente que Alejandro VI no era un «hombre sin tacha»; pero, con sus tachas a cuestas, la acción de la gracia actuó a través de él, convirtiéndolo en instrumento magnífico del designio divino.

Juan Manuel de Prada
ABC
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