A finales de los años sesenta, Mario Vargas Llosa enseñaba Literatura en el Kings College, de la Universidad de Londres. Entonces irrumpió en su vida la súper agente literaria Carmen Balcells. «Ella, súbitamente, desembarcó en mi casa y me ordenó: Renuncia a tus clases de inmediato. Tienes que dedicarte sólo a escribir. Le repuse que tenía mujer y dos hijos y que no podía hacerles esa bellaquería de dejarlos morirse de hambre. Me preguntó cuánto ganaba enseñando. Era el equivalente de quinientos dólares. Yo te los doy a partir de este fin de mes. Sal de Londres e instálate en Barcelona, que es más barato. Le obedecí y nunca me he arrepentido de ello».
Eso ha escrito el reciente Premio Nobel de Literatura, a quien admiro como periodista y ensayista. Con sus novelas ya es otra cuestión. Él mismo me desanima a leerlas cuando explica que «una novela ha sido más seductora para mí en la medida en que en ella aparecían, combinadas con pericia en una historia compacta, la rebeldía, la violencia, el melodrama y el sexo». Como es lógico, esos ingredientes aparecen en todas sus historias, así como las cosas que reconoce compartir con Emma Bovary: «Nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra».
Se ha escrito que Vargas Llosa es nada menos que «la moderación, la ecuanimidad, el equilibrio, la comprensión, la liberalidad, el buen sentido». Pero no aclara cómo puede ostentar semejantes virtudes quien colabora asidua y estrechamente con PRISA, reconocida multinacional de la manipulación informativa. Por otra parte, ser anticastrista y liberal no quita ni pone un gramo a su dominio del castellano escrito. Es como decir que le vuelven loco el vino tinto y el revuelto de champiñones.
José Ramón Ayllón
ALFA Y OMEGA
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